Ésa es la queja reiterada de quienes pugnan por un teatro más emocional e intelectualmente exigente en Estados Unidos. Uno tras otro, desde 1993, año en que comenzó a circular la primera edición de esta síntesis, las reseñas, columnas financieras y otros documentos relativos al negocio del espectáculo que pude consultar para esta nueva versión insisten, directa o indirectamente, en el grave problema de que el teatro dependa en primer lugar de los aparatos de competencia y comercialización y sólo de manera secundaria involucre al público en experiencias artísticas y críticas valiosas, significativas. 3 Sin importar cuán grandes sean los nombres que las generen (Miller, Shepard, Albee), las producciones de teatro que más exigen respuestas y participación tienden a fracasar cuando se muestran en Broadway. Incluso Angels in America terminó perdiendo dinero, 4 pese a ser la producción más importante de su tipo en llegar a Broadway durante la última década, y no obstante que su duración en cartelera fue excepcional para una obra no musical. En parte, ello se debió al eterno círculo vicioso: Angels in America también fue la obra no musical de más cara producción en la historia de Broadway; de otro modo, no habría llegado allí. La presión de obtener un "éxito resonante" a fin de acceder al mayor mercado posible es muy grande. Cuenta la leyenda que, tras el estreno de Perestroika , la segunda parte de Angels in America , sus productores se encerraron en el baño del teatro a leer las principales reseñas que aparecerían al día siguiente, antes de dar luz verde para que comenzara la fiesta de celebración. Quizá temían no poder amortizarla en caso de que se diera una reseña realmente negativa, equivalente a la peor de las campañas publicitarias.
Pero lo reiterativo no quita lo verdadero. El teatro de Broadway, con su indudable espectacularidad y calidad técnica, propicia la pasividad y el sueño. No quiero decir que sea naturalmente aburrido; de hecho, sus mejores productos, si algo tienen es que son de lo más divertido. Me refiero al concepto en el que el valor central es el American dream . El teatro de Broadway tiene por característica y amuleto el ilusionismo, cuya constante es la impresión de que lo que se presenta es una porción de la vida real, cuando tal vez sólo se trate de lugares comunes y sentimientos esquematizados. En los productos comerciales medios se tiende a crear la ilusión de que lo norteamericano se caracteriza por su caridad cristiana, heroísmo, magnanimidad y oportunidades, o por una autocrítica que termina en lo bonachón o lo engañosamente cargado de sentimentalismo (que no de sentimiento); en pocas palabras, se propicia y fomenta la autocomplacencia. En ello va un rasgo fundamental de la cultura norteamericana, tema central de su mejor teatro: la profunda brecha entre la realidad y esa ilusión.
La crítica a su estrechez artística no cancela que el teatro de Broadway sea en ciertos sentidos una maquinaria ejemplar, sobre todo en cuanto a la disciplina profesional que impone. 5 Su logro cimero es la comedia musical, que mucho aporta al teatro "serio" cuando rebasa positivamente la norma del ilusionismo y el sentimentalismo. Basta mencionar compositores del calibre de Cole Porter, Rodgers y Hammerstein, Sondheim, Hamlisch, entre tantos otros, para dar cuenta de la calidad musical y, a su modo, literaria que puede llegar a haber en un musical . No sólo es un fenómeno comercial —las comedias musicales suelen ser los éxitos más sonoros, y por ende también los fracasos más rotundos—, sino una forma moderna de teatro. 6 Las dos obras que han permanecido más tiempo en cartelera en la historia de Broadway, A Chorus Line (premio Pulitzer 1976) 7 y Cats , son comedias musicales nada carentes de interés, pese a lo que se diga con frecuencia, a veces por simple prejuicio. No obstante, hasta ahora la comedia musical no parece haber logrado el producto del que se pueda afirmar "he allí la gran obra que, además, es una comedia musical", o viceversa. Nunca ha dejado de intentarlo, sin embargo. En ese sentido también es cabalmente norteamericana. La comedia musical ha buscado materiales por todas partes, con la apropiación de otros géneros y con aspiraciones mayor o menormente fallidas. Piénsese en My Fair Lady , adaptada del Pygmalion de Shaw, o la archifamosa Cats , surgida de poemas de T. S. Eliot, o West Side Story , a partir de Romeo y Julieta . Esos esfuerzos a veces derivan en la trivialización de sus fuentes ( The Man of La Mancha ) o en sensacionales juegos metateatrales ( Kiss me, Kate ).
Con revisar carteleras de Broadway de los últimos años se obtiene una idea de los esfuerzos de la comedia musical por lograr ese espectáculo que todavía no llega. La espléndida Sunday in the Park with George (1984, premio Pulitzer) de Sondheim y Lepine dio testimonio de la calidad textual y escénica que un musical puede alcanzar. En la temporada de 1991 destacaba, por ejemplo, City of Angels , de Gelbart, Coleman y Zippel, o The Secret Garden , cuya dramaturgia se debió a una de las autoras más importantes de esa década, Marsha Norman. En 2004, la sobresaliente era Caroline, or Change , con dramaturgia de Tony Kushner, y el fiasco fue la reposición de una versión musical de Las ranas de Aristófanes, en firma original compuesta por Stephen Sondheim y Burt Shevelove 30 años atrás, pero ahora pretenciosa y pobremente readaptada por Nathan Lane. En la misma línea hay que decir que la producción de musicales toca cada vez más temas reservados por lo común a teatros distintos de los de la calle principal de Nueva York. Rent , de Jonathan Larson, aún escenificándose, es un conglomerado de historias sobre las miserias urbanas, con sida y secuelas incluidas; ganó el premio Pulitzer a la mejor obra dramática en 1996. Miss Saigon ha resultado uno de los musicales de mayor interés; su título señala la presencia del delicado tema de Vietnam. No está de más, sin embargo, recordar que ambas comenzaron en off-Broadway, lo que no fue el caso de Sunday in the Park with George , temáticamente también espléndida, aunque no igual de exitosa, por otra parte. La comedia musical es un fenómeno ambivalente, pero en sus mejores productos ha sido capaz de trascender los propósitos netamente comerciales.
Lo mismo se puede decir del teatro convencional. Sólo siendo poco objetivo se puede condenar toda la producción de Broadway sobre la base de que es "teatro fácil" y nada más. En efecto, la comedia sentimental y el melodrama esquemático han reinado. Es imposible registrar la cantidad de autores y obras que han pasado por la gran marquesina. Su número es incalculable, y la calidad parece ir en proporción inversa. No obstante, sería absurdo negar la calidad que llega a darse, adicional a la de los productos no comerciales que con frecuencia acceden a la calle mayor. En ese sentido, una carrera como la de Neil Simon, quien de manera gradual ha ido alcanzando dimensiones superiores a las del circuito, quizá debería considerarse dentro de una historia del teatro norteamericano... y no pocas cosas de años anteriores tendrían que volver a revisarse. De nuevo, las carteleras pueden demostrar el esfuerzo de Broadway por diversificarse durante los ochenta y principios de los noventa, así como la sequía de ofertas en verdad interesantes del nuevo siglo. La temporada de 1991, por ejemplo, incluía, entre otras cosas, los eternos musicales A Chorus Line , Cats , Phantom of the Opera y Les Misérables , a la par de los entonces nuevos Miss Saigon y The Secret Garden o The Will Rogers Follies , que era más una revista que una comedia musical; además se podía ver Lost in Yonkers de Simon, comedia de alto nivel (premio Pulitzer), junto con algo del corte de, digamos, Breaking Legs , apreciablemente menor. Al mismo tiempo se presentaba una obra del dramaturgo irlandés Brian Friel, otra del británico Harold Pinter y dos de norteamericanos reconocidos, John Guare e Israel Horovitz. Nada mal para Broadway.
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