La grave opinión de Howard viene al caso por un logro comparativamente mucho mayor. En 1890, seis años antes del Secret Service de Gillette, un personaje femenino perturbó la moral del reseñista en turno del New York Times , quien aturdido observó que los personajes de un reciente estreno eran "los seres sin vida de la cotidianidad, de los cuales deseamos olvidarnos cuando vamos al teatro. La vida que nos retrata es sórdida y vil, su efecto en los espíritus sensibles es deprimente. El teatro sería estúpido e inútil si este tipo de obras hubiese de prevalecer". 11 ¿Qué causó semejante conmoción? Una obra inspirada, sin demasiado genio, en Ibsen y sus heroínas: Margaret Fleming , de James A. Hearne. Con todo y ser un melodrama menor, Margaret Fleming tiene algunos méritos, al menos en cuanto a las tesis que sugiere. Llena de defectos propios de tramas enredadas —cartas, disfraces y demás trucos—, la pieza de Hearne presenta a una heroína capaz de desafiar restricciones. Aún más, Margaret casi alcanza la autonomía dentro del matrimonio, algo inusitado para aquel entonces, a pesar de que sus virtudes cristianas se reiteran hasta volverse una situación insoportable. Margaret descubre que su esposo, un exitoso negociante, no sólo le ha sido infiel sino que, para colmo, ha procreado un hijo con una mujer de "esas" a las que Howard condena a muerte. Margaret insiste en conservar al bebé, y además pierde la vista cuando sus ya deteriorados ojos sufren la terrible verdad. El final feliz resulta un tanto obvio y, por qué no, inevitable. Margaret Fleming es un ejemplo de lo que podía ocurrir con el drama norteamericano, no de lo que ocurría. Esto es, no obstante sus puntos a favor, ni como vehículo de tesis —finalmente su actitud es en realidad muy convencional— ni como arte dramático, la obra de Hearne se alza más allá del nivel de antecedente. Pero eso es mucho que decir. Al menos muestra que las mentes creativas de Estados Unidos intuían que en el mundo estaba en auge un teatro radicalmente distinto del que por costumbre su país consumía más que apreciaba. Si la subversión moral de Ibsen y compañía aún no estaba presente en el teatro norteamericano de finales del siglo XIX, sí amenazaba con llegar, y la subversión en términos de temáticas y asomos a otras formas de abordarlas sin lugar a dudas ya habían tenido sus primeros efectos.
Entre otras cosas, lo que parecía preocupar sobremanera al reseñista arriba citado era una tendencia a representar lo que, según él, sólo deseamos olvidar. Lo que ese redactor deseaba, por supuesto, era la abolición de todo lo que apenas sugiriese un marco de realidad objetiva, ya no digamos crítica. Pero el naturalismo, percibido con fuerza ya en otros sectores de la cultura norteamericana, también estaba cerca de quedarse en el teatro. En primer lugar, la tendencia, como filosofía, era incontenible, sobre todo en un mundo en que, después del romanticismo, el individuo se percibía en una relación más determinista con su entorno. El teatro, de manera correspondiente, se orientó hacia un sentido determinista en el montaje, por encima de las convencionales autodeterminaciones de los personajes. Así, Clyde Fitch compuso, junto con Richard Mansfield, Beau Brummel (1890), pieza sobre un arribista norteamericano dotado de talento para charlar. Fitch también es autor de Nathan Hale (1898), que inauguró la tradición del "chiquillo insolente", tan apreciada en los medios estadounidenses en general; The Cowboy and the Lady (1899), una especie de Fierecilla domada a la norteamericana; 12 The Truth (1907), donde se personificaban virtudes y vicios para efectos moralizadores, y The City (1909), quizá la más interesante, sobre cómo el entorno urbano pone de manifiesto nuestras debilidades y fortalezas.
El paso del naturalismo por Estados Unidos se produjo, como tantas otras cosas, a través de un personaje extraordinario, dueño de algunos de los rasgos que caracterizan al espíritu creativo norteamericano: iniciativa, ambición, imaginación, carisma a puños; además era un inmigrante de origen judío-portugués. La historia de David Belasco es la historia de un selfmade man que contribuyó en igual proporción tanto a engrandecer la tradición comercial como a promover la revolución escénica que daría origen al teatro de su país adoptivo. Llegó a Estados Unidos en 1882, a la edad de 29 años, y de inmediato tomó posesión de su feudo. Su meta era alcanzar un alto grado de verosimilitud con los recursos que normalmente sólo acompañaban a los virtuosos de la escena. Asimismo, se benefició de los avances tecnológicos en materia de iluminación —con la llegada de la electricidad a los teatros— y el perfeccionismo constructivo. En una palabra, Belasco transportó, en ocasiones de manera literal, el mundo real al escenario. A quienes piensan en un teatro libre de ataduras convencionales, o a los que les repugna la idea de la copia fiel de la vida, de la teoría de la cuarta pared y aledañas, quizá parezca despreciable este cambio. No lo fue en absoluto. Belasco realizó cosas que traerían brillantes consecuencias: por un lado, lo más importante, hizo recordar el simple pero trascendental hecho de que en un escenario todos los elementos son significativos, desde los cuerpos y los rostros hasta los sonidos; las luces y los objetos que rodean a los cuerpos les son tan significativos como la gestualidad y el ritmo con que se realiza el espectáculo. La inclinación por el virtuosismo prácticamente había relegado al actor a ser un centro de atracción convencional, declamatorio, y Belasco supo reintegrarlo al lenguaje teatral entero. En segundo lugar, Belasco reforzó el profesionalismo del hombre de teatro. Lo hizo todo: entrenó actores; dirigió, diseñó y realizó iluminaciones y escenografías; se dio el tiempo de escribir (un par de sus obras fueron base de las óperas de Puccini Madama Butterfly y La fanciulla del West ); produjo y publicitó; con enorme serenidad, se daba el lujo de aparecer en el escenario durante los intermedios para predicar sus ideas y sus productos. Belasco vivió la gran revolución de los primeros años del siglo xx, y antes de morir, en 1931, a los 76 años de edad, escribió la autobiografía del pionero (y del conservador) que fue.
Precursor en lo que antes he mencionado, Belasco nunca dejó de ser hombre del teatro viejo. Su meta era la gran diversión y el escenario sorprendente y grato. El concepto clave en todo esto, el de un teatro norteamericano, estuvo ausente de sus objetivos; un arte eficaz producido en Estados Unidos, sí: un arte de Estados Unidos, un teatro que abarcara a los estadounidenses y expresara más allá de lo próspero y comercial, sólo por extensión. El influjo de David Belasco se relaciona más con el papel de catalizador que con la permanencia. Poco a poco el escenario naturalista cedió ante la fácil caracterización de ambientes y hasta personalidades, con lo que regresó a la simplificación que combatía en un principio, y el ímpetu del hombre de teatro se diluyó en la servidumbre de la popularidad. Haciéndole justicia, sin embargo, a pesar del olvido en el que ahora se le ha sumergido, David Belasco fue un ejemplo del hacedor de caminos.
A su alrededor continuaron creciendo tendencias y creándose modos o géneros hoy habituales. Entre éstos se cuentan las obras sobre asuntos de negocios, como las de Winchell Smith: Brewster Millions (1906) y The Fortune Hunter (1909), o James Montgomery: Ready Money (1912) y Nothing But the Truth (1916). Aaron Hoffman, por su lado, relaciona el dinero y los negocios con ideas comunistas en Nothing But Lies (1918) y Give and Take (1923). Ciertas mujeres hicieron su parte, como Edith Ellis con Mary Jane's Pa (1908), donde el padre de familia regresa al hogar cuando obtiene un empleo, y Grace Livingston Furniss con The Man in the Box (1905), una comedia en la que un hombre escoge su profesión para estar cerca de la mujer a quien ama. Las obras con motivos deportivos también se popularizaron, sobre todo las relativas al futbol americano: Strongheart (1905) de W. C. de Mille presenta a un protagonista indígena en la encrucijada de alcanzar el éxito máximo en el deporte de los blancos o volver a casa para ser el sucesor de su padre, jefe de la tribu. Albert Ellsworth Thomas se hizo famoso con The Champion (1920), base de un gran número de adaptaciones sobre un boxeador que deja atrás una familia respetable (en el caso del original, en Inglaterra) para ganar un campeonato mudial. El tenor de las obras románticas siguió por las sendas predecibles de la llamada "comedia social". James Forbes compuso The Famous Mrs. Fair (1919), que versa sobre una mujer que desarrolla una carrera importante durante la Primera Guerra Mundial y quiere conservarla. The Gipsy Trail (1914) de Robert Housum hace que el hombre "práctico" se imponga al "gitano" en la búsqueda del amor de una joven. Las comedias de Clare Kummer, Good Gracious, Annabelle! (1916) y Be Calm, Camilla! (1918) son bastante bobas, mientras que The Rescuing Angel (1917) tiene mejor factura e ideas reconociblemente de cartabón: una chica se casa para salvar la economía de su familia, pero a final de cuentas ama al rico marido. The New York Idea (1906) de Langdon Mitchell es una comedia costumbrista que trata sobre el divorcio en el nuevo mundo.
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