• Grupo V: está conformado por los 55 municipios restantes (el 29,4 %) en los que la reducción del área sembrada se acompañó de un aumento en la tasa de homicidios; el caso más notable es el de Tarazá (Antioquia), seguido de Valdivia (Antioquia) y San José de Ure (Córdoba), que contrastan con la respuesta lenta de las tasas de homicidios en Tumaco (Nariño) y Puerto Asís (Putumayo).
Una de las dificultades para enfrentar estas dinámicas se relaciona con el tipo de narrativas que se institucionalizan como políticamente correctas, pero que impiden una observación detallada de los complejos contextos en que se insertan estos entramados. En general, dichas narrativas caracterizan el problema, al asumir que:
• Se trata de grupos criminales que controlan economías ilegales.
• Están en territorios sin Estado y donde prevalece una cultura de la ilegalidad.
• Desde el punto de vista de las políticas públicas para estos territorios, y particularmente en relación con las comunidades que lo habitan, la finalidad es que abandonen la ilegalidad y se incluyan en una economía lícita.
• En ese contexto, se asume que la coca es el motor de la financiación de esos grupos; por tanto, hay que erradicarla, porque amenaza la paz.
• La erradicación de plantíos suele observarse como la principal política en ese sentido, a lo cual se suma la “sustitución de cultivos”, cuyo éxito se mide fundamentalmente por área erradicada.
El escenario del miedo fue previsto tempranamente desde que se vislumbró la posibilidad de una solución política al conflicto armado. El copamiento de espacios por parte de grupos armados disidentes de las FARC, la presencia de bandas criminales y estructuras de seguridad del narcotráfico, la ampliación del control territorial por parte de la guerrilla del ELN y del EPL, todos asociados con el manejo de la economía de la coca/cocaína, fueron en general situaciones previsibles que no contaron con análisis rigurosos y dispositivos de seguridad por parte del Estado central 70.
Análisis de experiencias de posconflicto a escala internacional (Sierra Leona, Afganistán, Bosnia-Herzegovina) confirman que las economías de guerra que han sostenido estos conflictos han proliferado con profundas inserciones y vínculos de orden político, militar, económico y social, que se expresan en relaciones con grupos étnicos, traficantes de armas, mercenarios y entidades comerciales, cada uno de los cuales pueden tener de hecho intereses en la prolongación del conflicto y la inestabilidad 71.
A la pregunta estratégica: ¿Qué vacíos se observan en el conocimiento de la relación seguridad/desarrollo en el posconflicto del caso colombiano? se puede responder con la identificación de algunos aspectos clave tanto conceptual como metodológicamente:
• El carácter de las relaciones de los grupos organizados armados con las comunidades de los territorios bajo su control.
• Precisiones geopolíticas del control de territorios, no solo asociados con mercados de PBC, sino con presencia de laboratorios de procesamiento, acopio de psicoactivos para la exportación, centros de trasiego internacional, importación y distribución de insumos, rutas de exportación que son el fundamento del relacionamiento con clústeres del narcotráfico que exigen sumas por kilo trasegado.
• Movimientos de economías diferentes a las drogas, como minería y recursos naturales, contrabando, tráfico de personas, tráfico de armas, control de presupuestos locales.
• Relaciones funcionales de las estructuras criminales con autoridades locales, políticos, fuerzas de seguridad 72.
• Relaciones transnacionales en general y de modo particular en zonas de frontera.
• Tipo de órdenes o arreglos que configuran el control de la fuerza por parte de estructuras criminales, incluyendo el tipo de relaciones con empresarios.
• Dinámicas de lavado de activos.
Como se puede observar en esos ítems, las dinámicas de control criminal van mucho más allá del tema de los cultivos declarados ilícitos. Es un control político militar que en muchos casos incluye acuerdos con representantes del Estado. Esta es la dimensión compleja de la seguridad, frente a lo cual existe un vacío en política criminal. Simbólicamente, se sobredimensiona la acción contra los cultivos de uso ilícito o los mercados locales de drogas para su uso como la quintaesencia de la persecución al narcotráfico. De cualquier manera, la falta de garantías de seguridad y protección por parte de Estado se erige como un obstáculo creciente, el cual denota las falencias de los organismos estatales responsables en el escenario de posacuerdo y del sistema de investigación de la justicia colombiana.
Conclusión general: hacia un nuevo enfoque.Lo legal y lo ilegal en zonas de conflicto
El fenómeno que se está configurando como nuevos escenarios del posconflicto en diversos territorios demanda una aproximación en la relación entre lo legal e ilegal en zonas con diversas formas de injerencia criminal y/o mafiosa. Hoy prevalece una narrativa Estado-céntrica, en la que el centro representa lo legal frente a la incorporación de un enfoque de “rescate” de población inmersa en la cultura de la ilegalidad.
Como anota Schultze-Kraft, la caracterización de la criminalidad no puede reducirse a la presencia de elementos externos al Estado, que usan la violencia frecuentemente motivados en la codicia o en la acumulación de riqueza y a los cuales se debe combatir. Generalmente su dominio territorial se fundamenta en procesos de creación de órdenes locales que abarcan relaciones con la representación de lo “estatal” y que permite que haya una continuidad de su poder en la localidad 73.
La relación desarrollo/seguridad se maneja desde el enfoque que supone fronteras definidas entre legalidad e ilegalidad. Hacer visibles los arreglos que borran las fronteras entre los referentes de lo legal e ilegal, y asumir la responsabilidad del Estado y su institucionalidad en el empoderamiento de las élites como resultado de la pervivencia de las actividades criminales es una prioridad política. En ese contexto se configura un uso de la violencia de protección para negocios que se alimentan de la ilegalidad donde se observa una alianza entre la esfera de la política y las fuerzas de seguridad, pero que más allá de un trato individualizado de “corrupción” se torna una auténtica matriz al servicio de la producción de un orden social 74. La permanencia de los arreglos regionales implica la continuidad del uso privado de la violencia o el ejercicio de una violencia de protección donde se evita la aplicación de la ley, todo lo cual se enmarca en un control territorial desde una zona gris, lo que bloquea las posibilidades del desarrollo democrático para las comunidades. Por su parte, bloquear las opciones de desarrollo para las comunidades implica propiciar la continuidad de su incorporación a las actividades criminales.
A este escenario, ya de por sí desafiante, se agregan los déficits en la política pública para la implementación de acuerdos de fin del conflicto y para los procesos de construcción de paz con fuerza estratégica para su sostenibilidad.
Ideas como el cierre de la frontera agrícola, la promoción de una inserción en lo legal con oportunidades para comunidades social y económicamente excluidas, entre otras alternativas al fin del conflicto, no obedecen a acciones voluntaristas, sino a procesos de construcción territorial de paz que deben fundarse en la vigencia de una cultura democrática que entiende y acepta la vigencia de la ley y un orden institucional. Mientras esto no sea posible, ahí está la vigencia de la informalidad y/o la ilegalidad como opción de subsistencia. De este modo se afianza la permanencia del productor local en un umbral que da vigencia a soluciones pragmáticas para sortear sus ingresos para la subsistencia, dado que la institucionalidad vigente no logra entender y procurar su integración al orden legal. La continuidad de una política antidrogas basada en la criminalización y uso de la fuerza estimula este escenario.
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