No obstante, con la secularización y la estatalización del juramento se ha creído equivocadamente, en especial durante el siglo XX, que el poder, de un lado, y la verdad, del otro, ya no requieren, de manera alguna, ritos ni sacramentos que los fortalezcan para que cumplan los cometidos que se les han asignado en la cultura política y judicial, respectivamente. No hay nada más erróneo en ello, puesto que, como lo denota Cassirer36, el hombre, incluso el contemporáneo, vive inmerso en una compleja red de significantes y significados, esto es, en medio de símbolos que fácilmente se vuelcan en ritos dinámicos, pero necesarios para la sociabilidad. De allí su reconocido juicio de que el hombre, antes que cualquier cosa, es un animal simbólico. Incluso, cree Cassirer, el error de la filosofía moderna fue creer que era posible sostener ‘el poder’ y ‘la verdad’ sin ritualidad, sin mito y sin símbolos. En otras palabras, y en términos de nuestra investigación, la secularización y el vaciamiento de sentido del juramento dejaron desnudos a la política y al proceso judicial para que otras fuerzas, que supieron administrar mejor los ritos, los mitos y los símbolos, se tomasen por asalto lo que se consideraba ya territorio «racional», como lo hizo el nazismo en el siglo XX o como lo hacen los fundamentalismos en la actualidad.
Como efecto del impacto tremendo de Prodi en el discurso académico europeo, varias de sus ideas fueron respondidas por diferentes estudiosos, entre ellos, Agamben37. Si bien este comparte buena parte de las conclusiones propositivas de aquel, Agamben opina que la eficacia simbólica del juramento no deviene del fuero moral-religioso, que es apenas la superficie del fenómeno, sino de la confianza social sobre la palabra dada. Esto es, sobre la ‘función performativa’ y el ‘acto ilocutorio’ del lenguaje, función y acto descritos inicialmente por Austin38. En este sentido, ciertas ‘palabras’ (como ‘juro’) –que no son ciertas ni falsas– han sido medios para instaurar una ‘acción’ o un ‘hacer’ como una cosa real para el emisor o el auditorio, palabra-acción-cosa que se puede transformar en institución social por su propio peso convencional. Dicho de otra manera, son palabras que pretenden instaurar un hacer en la realidad, lo que requiere que el hacer sea producido de conformidad con una convención social que le antecede y le da valor. Un ejemplo de ello, dado por el propio Austin, sería el juramento emitido según las convenciones (esto es, dado ante el competente y según la fórmula debida), con lo cual se pretende que su cumplimiento sea creíble para el auditorio y, por tanto, sea palabra realizativa:
Cuando con la mano sobre los Evangelios y en presencia del funcionario apropiado, digo «¡Sí, juro!», no estoy informando acerca de un juramento, lo estoy prestando. ¿Cómo llamaremos a una oración o a una expresión de este tipo? Propongo denominarla oración realizativa o expresión realizativa o, para abreviar, ‘un realizativo’. La palabra ‘realizativo’ será usada en muchas formas y construcciones conectadas entre sí, tal como ocurre con el término ‘‘imperativo’. Deriva, por supuesto, de ‘realizar’, que es el verbo usual que se antepone al sustantivo ‘acción’. Indica que emitir la expresión es realizar una acción y que esta no se concibe normalmente como el mero decir algo39.
En este sentido, el que respeta su palabra y más aún su voluntad jurada genera, por ser oración realizativa, ‘confianza’ ante sí mismo, ante el otro –al mostrarse como un ser coherente que posibilita así lo social– y ante el lenguaje. Así, evita la ‘farsa’ de la palabra propia de quien hace, gracias a su ‘egoísmo’, un mero uso instrumental del discurso. Aspecto que nos recuerda a Hume y a Schopenhauer. Este útlimo escribió:
La profunda aversión que despiertan siempre el dolo, la deslealtad y la traición se debe a que la fidelidad y la honradez son el lazo que desde el exterior restablece la unidad de la voluntad fracturada en la pluralidad de individuos y de ese modo pone límites a las consecuencias del egoísmo nacido de aquella fractura. La infidelidad y la traición desgarran ese lazo externo y dan así un margen ilimitado a las consecuencias del egoísmo40.
Este asunto fue desarrollado por Nietzsche, en el momento en que diferencia al hombre libre, propio de la moral activa y a quien le es lícito hacer promesas por cuanto respeta su palabra y así construye confianza, del hombre bajo, propio de la moral reactiva o de los esclavos y quien cumple por temor al castigo, o peor aún ni siquiera respeta su propia palabra, en cuyo caso debe haber castigo so pena del rompimiento de los lazos sociales41:
El hombre "libre", el poseedor de una voluntad duradera e inquebrantable, tiene también, en esta posesión suya, su medida del valor: mirando a los otros desde sí mismo, honra o desprecia; y con la misma necesidad con que honra a los iguales a él, a los fuertes y fiables (aquellos a quienes les es lícito hacer promesas), –es decir, a todo el que hace promeras como un soberano, con dificultad, raramente, con lentitud, a todo el que es avaro de conceder su confianza, que honra cuando confía, que da su palabra como algo de lo que uno puede fiarse, porque él se sabe lo bastante fuerte para mantenerla incluso frente a las adversidades, incluso "frente al destino"–: con igual necesidad tendrá preparado su puntapié para los flacos galgos que hacen promesas sin que les se lícito, y su estaca para el mentiroso que quebranta su palabra ya en el mismo momento que aún la tiene en la boca42.
De esta manera, según Agamben, el juramento puede entenderse más que como un sacramento del poder/verdad como uno del ‘lenguaje’, que se funda a su vez en la ‘confianza’ humana sobre la capacidad de la ‘palabra’ de transformar la realidad. Ahora bien, la cultura suele hacer uso de mitos religiosos para proteger tal confianza, pero si esta última se va erosionando, la respuesta cultural suele ser la de aumentar el temor a la maldición, a la sanción divina, al perjurio. Sin embargo, agregamos, esto tiene un límite claro: la eficacia de la coacción. Es decir, que es común que los sistemas sociopolíticos protejan un ‘imperativo primario’43, en este caso la confianza en la palabra jurada, mediante un ‘imperativo secundario’, la coacción (moral y jurídica, según el caso). No obstante, si la coacción no genera el miedo adecuado44 o es ineficaz de forma general y durante un buen tiempo45, la norma misma pierde su sustento.
Entonces, para Agamben, si la confianza se resquebraja de forma general y continua, si se vacía de sentido de manera definitiva, las consecuencias políticas y procesales de tal acción serían nefastas para nuestra cultura. Es por ello que, para este autor, de forma similar a Prodi, si la sociedad democrática occidental no revalora el juramento, el sustrato político del que tanto se enorgullecen los europeos se vendría a pique. Por dar un caso, reconstruir el juramento como ‘sacramento del lenguaje’ sería un buen antídoto cultural contra el totalitarismo, pues este último se basa en la ‘farsa’ y en la mentira, tanto en el plano político como en el judicial.
Así las cosas, tanto Prodi como Agamben compartirán la idea de que es necesario volver a revisar los paradigmas que produjeron la secularización del juramento, para de esta manera ponerle coto al relativismo extremo que le hace juego a movimientos opuestos, como los fundamentalismos, que son el gran peligro de la actualidad occidental. Sin embargo, nosotros no vamos tan lejos en este libro. No podemos asegurar tan tajantemente, como lo hacen tales autores, que sin juramento –sea sacramento del poder/verdad o del lenguaje– la sociedad occidental está condenada a una transformación radical y no necesariamente mejor. Máxime si se tiene en cuenta la pluralidad de teorías razonables que existen sobre cuál es la sustancia de la democracia46. Sin embargo, luego de nuestro estudio, sí podemos vislumbrar cómo el juramento político y el procesal se han transformado a lo largo del siglo XIX colombiano. Con él se muestran diferentes aristas culturales que son importantes para rastrear la historia política y procesal del país. Hasta aquí podríamos llegar.
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