III. DOS CONCEPCIONES DE ‘DEMOCRACIA’
Las dos opuestas concepciones de pueblo y de constitución aquí recordadas sirven para fundar dos opuestas concepciones de democracia: la democracia plebiscitaria, basada en la concepción organicista de la constitución como expresión de la identidad y de la voluntad del pueblo, y la democracia pluralista basada, por el contrario, en la concepción contractualista de la constitución como pacto de convivencia entre individuos diferentes y desiguales.
Hay un pasaje de Aristóteles que ilustra estas dos distintas concepciones de la democracia y contiene, al mismo tiempo, la definición quizá más ilustrativa del populismo. Distinguiendo entre democracia y demagogia, dentro de la más amplia distinción entre las tres formas de gobierno y sus posibles degeneraciones, Aristóteles afirma que la demagogia es esa forma degenerada de democracia en la que “el soberano es el pueblo y no la ley” y “los muchos”, a diferencia de lo que sucede en la democracia, “tienen el poder no como individuos, sino en conjunto”. Es entonces, dice Aristóteles, cuando aparecen “los demagogos” y “los aduladores son honrados, y esta clase de democracia es, respecto de las demás, lo que la tiranía entre las monarquías”, ya que “el demagogo y el adulador son una y la misma cosa; unos y otros son los más poderosos en sus regímenes respectivos, los aduladores con los tiranos y los demagogos con los pueblos de esa condición” (Aristóteles, 1292a, p. 176)5. En suma, el demagogo es al pueblo lo que los aduladores a los tiranos. Con la diferencia de que en la tiranía los aduladores permanecen en su puesto, mientras en la demagogia, ya que el pueblo no existe como macrosujeto, el demagogo se transforma en tirano.
Exactamente opuesta es la idea de democracia expresada en la concepción de los muchos “como individuos” y de la constitución como pacto de convivencia entre diferentes y desiguales dirigido a garantizar, a través del principio de igualdad y los derechos fundamentales establecidos en ella, la tutela de sus diferencias y la reducción de sus desigualdades. Así, resultan excluidas, junto a la idea schmittiana de la constitución como expresión orgánica de la identidad de un pueblo, las tesis escépticas acerca de un posible constitucionalismo sin una sociedad civil homogénea que lo sustente. Fundándose en la igualdad en los derechos fundamentales —en los derechos de libertad y en los derechos sociales, tanto como en los civiles y políticos— esta concepción pacticia y pluralista de la democracia alude al “pueblo” en un sentido todavía más intenso del mismo principio de mayoría, dado que tales derechos equivalen a poderes, contrapoderes y expectativas de todos. Y comporta dos implicaciones de enorme alcance para los fines de una teoría normativa de la democracia.
La primera implicación es que todos los sujetos que son titulares de los derechos fundamentales conferidos por las normas constitucionales, lo son, además —”titulares”, entiéndase, y no simplemente “destinatarios”— de estas mismas normas. En efecto, los derechos fundamentales no son más que los significantes normativos en los que consisten las normas que los atribuyen. Es por lo que la constitución, en su parte sustancial, está “imputada”, en el sentido técnico-jurídico del término, a todos y a cada uno, es decir, al pueblo entero y a cada una de las personas que lo integran. De aquí, en el plano teórico, su “natural” rigidez (Pace, pp. 4085 ss.): los derechos fundamentales, y por tanto las normas constitucionales en que consisten, precisamente porque derechos de todos y cada uno, no son suprimibles ni reducibles por mayoría, dado que la mayoría no puede disponer de aquello que no le pertenece. Si todos y cada uno somos titulares de la constitución en cuanto titulares de los derechos adscritos por ella, la constitución es patrimonio de todos y cada uno, y ninguna mayoría puede intervenir sobre ella de no ser con un golpe de estado y una ruptura ilegítima del pacto de convivencia. Por eso —en el plano de la teoría de la democracia, y no ya en el contingente del derecho positivo—, una vez estipulados constitucionalmente, los derechos fundamentales no pueden ser suprimidos por ninguna mayoría, ni siquiera por mayorías cualificadas, y tendrían que ser sustraídos a cualquier poder de revisión. En síntesis: debería admitirse únicamente su ampliación, nunca su restricción, y menos aún su supresión.
La segunda implicación está conectada a la primera. La constitucionalización de los derechos fundamentales, al elevar tales derechos a la categoría de normas supraordenadas a cualquier otra, confiere, a todas las personas que son sus titulares, una posición a su vez supraordenada al conjunto de los poderes, públicos y privados, que deben están vinculados y deben actuar en función de su respeto y su garantía. Es en esta común titularidad de la constitución, consiguiente a la titularidad de los derechos fundamentales, donde reside a mi juicio la “soberanía” en el único sentido en que todavía se puede hacer uso de esta vieja palabra. En efecto, en el estado constitucional de derecho, en el que también el poder legislativo está sujeto a la ley, y precisamente a los derechos constitucionalmente establecidos, no tiene cabida la idea de soberanía en la vieja acepción de potestas legibus soluta. “La soberanía pertenece al pueblo” o “reside en el pueblo”, afirman nuestras constituciones. Pero estas normas solo pueden entenderse en dos sentidos, complementarios entre sí: en negativo, en el sentido de que la soberanía pertenece al pueblo y a nadie más, y ningún poder constituido, ni asamblea representativa ni presidente elegido por el pueblo puede apropiarse de ella o usurparla; en positivo, en el sentido de que, al no ser el pueblo un macrosujeto sino el conjunto de todos los asociados, la soberanía pertenece a todos y a cada uno, identificándose con el conjunto de esos fragmentos de soberanía, es decir, de poderes y contrapoderes, que son los derechos fundamentales de los que son titulares todos y cada uno. En definitiva, la soberanía es de todos y (por eso) de ninguno.
De aquí resulta ampliada y reforzada la misma noción corriente de “democracia política”. La democracia consiste en el “poder del pueblo”, no simplemente en el sentido de que los derechos políticos y por eso el autogobierno a través del voto y la mediación representativa corresponden al pueblo y, por consiguiente, a los ciudadanos, sino también en el ulterior sentido de que es al pueblo y a todas las personas que lo componen a quienes corresponde el conjunto de esos “poderes” que son los derechos civiles y de esos “contrapoderes” que son los derechos de libertad y los derechos sociales a los que todos los demás poderes, incluso los mayoritarios, están sometidos y que no pueden ser violados por ningún poder.
Solo de este modo, a través de su funcionalización a la garantía de los diversos tipos de derechos fundamentales, el estado democrático, o sea, el conjunto de los poderes públicos puede configurarse, según el paradigma contractualista, como “estado instrumento” para fines que no son suyos. En efecto, las garantías de los derechos fundamentales, del derecho a la vida a los derechos de libertad y a los derechos sociales, en democracia, constituyen la “razón social” de esos artificios que son el estado y las demás instituciones políticas. Es en esta relación entre medios institucionales y fines sociales, y en la consiguiente primacía del punto de vista externo sobre el punto de vista interno, de los derechos fundamentales sobre los poderes públicos, de las personas de carne y hueso sobre las máquinas políticas, donde radica el significado profundo de la democracia.
IV. LA CONCEPCIÓN ORGANICISTA DEL PUEBLO, DE LA CONSTITUCIÓN Y DE LA DEMOCRACIA EN LOS POPULISMOS ACTUALES
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