1974 es el año en el que Elías Díaz obtuvo, con no pocas dificultades, la cátedra de Filosofía del Derecho. “Nuevo motor” de la disciplina —en afortunada expresión de Benjamín Rivaya—, su acceso a esta posición franqueaba también el camino al grupo de jóvenes licenciados entonces formándose en su entorno, que pronto se harían presentes en lo que, por su influjo, empezó a ser ya otro panorama de este sector de la Academia. Con ellos, bajo la influencia de autores como Hart, Ross, Bobbio y otros, se abrieron inéditas perspectivas a la reflexión iusfilosófica española, ahora ya en interlocución con la internacional más avanzada. Pronto hicieron patente su preocupación por los retos que el nuevo constitucionalismo planteaba a la Teoría y a la Filosofía del Derecho; preocupación connotada por un explícito compromiso civil y político, por una aproximación laica al Derecho y a la moral y por un replanteamiento de las categorías jurídicas a la luz de los principios constitucionales. Siguió un fructífero interés, entre otras, por las aportaciones de la filosofía analítica y por la teoría de la argumentación jurídica a aquellas disciplinas. Así, en el transcurso de pocos años, esa nueva generación de filósofos del Derecho recuperaría, con incuestionable eficacia, el tiempo perdido para su área de conocimiento en los años oscuros del franquismo.
Luis Prieto tiene un bien merecido lugar en la primera fila de ese espléndido grupo. Iusfilósofo integral al estilo clásico, no ha rehuido ninguna de las grandes preguntas de la filosofía jurídica en sus tres ámbitos de análisis (la teoría de la interpretación y la ciencia jurídica, la teoría del Derecho y la teoría de la justicia). También ha discurrido con notoria solvencia sobre la democracia constitucional y el constitucionalismo de los derechos (título de una de sus obras). Además, en su abordaje de todos estos asuntos, se ha distinguido siempre por la singular aptitud para el análisis conceptual, la organización racional del discurso teórico y la consciencia de la dimensión pragmática de la teoría del derecho y de sus nexos con la de la democracia. Sus trabajos son un modelo de claridad en la exposición y de articulación sistemática.
En el punto de partida de su concepción luce una firme actitud de desconfianza frente al fenómeno del poder, en términos que le sitúan en clara proximidad al garantismo de Ferrajoli, autor con el que comparte también una clara ascendencia teórica ilustrada. De hecho, puede decirse que Luis Prieto es el filósofo del derecho español que más se ha reconocido en esa tradición. Lo acredita, una credencial inequívoca: su preocupación explícita por la filosofía penal y las vicisitudes de las garantías en el proceso de este orden. Campo, al que, como se sabe, hicieron esenciales aportaciones críticas los autores de aquella filiación y en el que, como escenario del más penetrante e invasivo ejercicio del poder, nació la reflexión que desembocaría en la construcción teórica del estado de derecho.
Luis Prieto, crítico del “positivismo ideológico”, es ciertamente positivista en su modo de entender el derecho. Y, en el panorama del actual constitucionalismo, su posición representa una de las escasas y más convencidas defensas del positivismo jurídico por razones morales. Porque, a partir de una concepción del derecho en términos de fuerza y de organización de esta, ha sostenido siempre la tesis de las fuentes sociales, la primacía del punto de vista externo y, particularmente, la separación conceptual entre derecho y moral. Esto, no como exigencia de la definición del derecho, sino desde una perspectiva ética o de preservación de la conciencia individual como fuente última de las obligaciones morales (Marina Gascón).
Pero Luis Prieto ha sido también calificado de positivista atípico e incluso, en cierta medida, de pospositiva o habitante de un cierto lugar intermedio (así, Alfonso García Figueroa). Ello debido a que, separándose en esto de Ferrajoli, reconoce la existencia de una posible conflictividad en la relación entre principios o normas del mismo valor o nivel jerárquico, en ocasión del enjuiciamiento de un caso concreto. Mas la coincidencia con autores como Alexy y Atienza es solo relativa, pues, en su concepto, la argumentación jurídica y la ponderación son solo medios para tratar de racionalizar el proceso decisional, que, a su juicio, nunca permitiría alcanzar la única solución correcta. Una opción que descarta, en cuanto tiene como presupuesto la aceptación de un cierto objetivismo moral.
Hay un terreno en el que Luis Prieto ha desarrollado una reflexión muy sugestiva y es el de la aplicación jurisdiccional del derecho en un marco constitucional. Podría condensarse en una expresiva afirmación cargada de implicaciones: “la justicia constitucional verdaderamente indispensable no es la del Tribunal Constitucional, sino la jurisdicción ordinaria; y esto en términos cuantitativos evidentes”. En este aserto es de ver, no el exceso de judicialismo objetado en algún caso, sino el reconocimiento de un rasgo profundamente caracterizador de ordenamientos multinivel como los de nuestros países, con el que hay que contar, que imponen al juez una lectura crítica de cada disposición aplicable, a la luz de la norma fundamental. Pero es que, además, la constatación de este dato por nuestro autor, ha tenido consecuente prolongación en la exigencia del alto nivel de rigor, deontológico y técnico, en el ejercicio de la actividad jurisdiccional que, en su apreciación, el vigente modelo demanda.
Hace tres años Luis Prieto —con la misma discreción que le ha distinguido siempre y en todo— puso fin a su actividad profesional, pero no, no podría, a su condición de intelectual de lujo y de excepcional jurista profundamente comprometido con la democracia constitucional y, en general, con la polis. Y, no por casualidad y por fortuna, ha pasado a formar parte de la Comisión de Ética Judicial, recientemente creada, lo que en este caso podría considerarse un destino natural, por razón de su sensibilidad y de su bagaje.
Este libro es la debida expresión de reconocimiento y aprecio a quien ha hecho tanto por el mejor Derecho y por los derechos.
Perfecto Andrés Ibáñez
I
CONSTITUCIÓN Y DEMOCRACIA
Dos concepciones de
pueblo, constitución y
democracia*
Luigi Ferrajoli**
I. DOS CONCEPCIONES DE ‘PUEBLO’
Cabe distinguir dos concepciones diversas y opuestas de la constitución: dos concepciones que, a su vez, suponen dos ideas diversas y opuestas de ‘pueblo’ y de ‘voluntad popular’ y están en la base de otras tantas concepciones diversas y opuestas de ‘democracia política’.
La noción de pueblo es una de las más complicadas y controvertidas. En ella se expresa el fundamento elemental de la democracia como poder, precisamente, del pueblo. Es por lo que de su concepción depende la concepción misma de democracia. Por ‘pueblo’ puede entenderse, simplemente, el conjunto de las personas unidas por la sujeción a un mismo derecho y por el sentido de pertenencia a un mismo ordenamiento generado por la igualdad en los mismos derechos fundamentales. Es una noción de pueblo formulada por Cicerón hace más de dos mil años: el pueblo, escribió, no es cualquier conjunto de seres humanos, sino solo una comunidad basada en la par conditio civium, es decir, en la igualdad proveniente de esos iura paria que son los derechos de los que todos los ciudadanos, más allá de las desigualdades económicas y de las diferentes cualidades personales, son titulares1. No difiere de esta la noción de pueblo formulada por Thomas Hobbes, que igualmente la fundó en la participación del mismo derecho pactada por el conjunto de los individuos que dan vida al artificio estatal: una “multitud”, escribió, “si cada uno de sus miembros pacta que ha de tenerse por voluntad de todos la de alguno en particular o las voluntades coincidentes de la mayoría, entonces es una persona” (Hobbes, cap. VI,§ 1, p. 56 nota); y más adelante: “antes de la constitución del estado el pueblo no existía, ya que no era una persona única sino una multitud de personas singulares” (Hobbes, cap. VII, § 7, p. 71).
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