Pero con “pueblo” se alude bastante a menudo a un sujeto colectivo natural, dotado de una voluntad y de una identidad unitarias, de intereses y valores comunes y por eso homogéneos. En síntesis: a una suerte de macrosujeto antropomórfico capaz de actuar unitariamente. En este segundo sentido “pueblo” representa uno de los legados más insidiosos y nefastos del pensamiento político. Baste recordar las tesis de Carl Schmitt sobre la “unidad del pueblo como conjunto político” dotado de una “voluntad política” expresada por la constitución e interpretada “de modo directo” por “la autoridad del Presidente del Reich” (Schmitt, 2009, cap. III, § 4, pp. 286-287). Una concepción semejante es la que se funda en lo que Gaetano Azzariti ha llamado principio de homogeneidad o de identidad (Azzariti, § 1.2, pp. 17-22), esto es, sobre la idea —postulada por Schmitt como el “axioma democrático fundamental de la identidad de voluntades de todos los ciudadanos”— “de que la minoría derrotada se somete de antemano al resultado de la elección” y “reconoce como voluntad suya la voluntad de la mayoría” (Schmitt, 2009, cap. II, § 1 A), p. 155)2.
Pues bien, esta concepción organicista del pueblo es una construcción ideológica que oculta las diferencias y los conflictos que atraviesan cualquier sociedad. Como nos enseñó Hans Kelsen con ocasión de su célebre polémica con Schmitt, el pueblo no existe como macrosujeto, es decir, como “un todo colectivo homogéneo” dotado de una “voluntad colectiva unitaria (Kelsen, 2009, § 10, pp. 346-347) y tampoco existe “tal voluntad general” (Kelsen, 2009, § 10, p. 348). “Pero ¿qué es este “pueblo”?” se pregunta Kelsen: “Que en él se reduce a unidad una pluralidad de hombres parece ser un presupuesto fundamental de la democracia. (…) Y, sin embargo, para una investigación centrada en la realidad de los hechos no hay nada más problemático que, justamente, esa unidad designada con el nombre de pueblo. Fraccionado por diferencias nacionales, religiosas y económicas, el pueblo se ofrece antes —desde el punto de vista sociológico— como un conglomerado de grupos que como una totalidad que da cohesión y sentido propio a un agregado” (Kelsen, 2006, cap. II, pp.62-63)3. La asunción ideológica del pueblo como macrosujeto, añade, solo sirve para “ocultar la contraposición radical y real de intereses existentes, que se dan en el hecho de los partidos políticos y en el hecho, aún más significativo y subyacente, de las clases sociales” (Kelsen, 2009, § 10, p. 346)4.
II. DOS CONCEPCIONES DE ‘CONSTITUCIÓN’
Tras de esta concepción organicista del pueblo y de su relación con las instituciones políticas hay una concepción igualmente organicista de la constitución. Toda constitución, escribió Schmitt, en cuanto expresión de “la unidad política de un pueblo” es el acto que “constituye la forma y el modo de la unidad política, cuya existencia es anterior” (Schmitt, 1934, § 1, p. 3 y § 3, p. 24). Su fundamento axiológico consistiría en la cohesión social y en la homogeneidad cultural de los sujetos a los que está destinada, o, lo que es peor, en una común voluntad e identidad política de estos de tipo nacional. En resumen, las constituciones presupondrían un demos y alguna voluntad unitaria de este como fuentes no solo de su efectividad sino de su legitimidad.
El constitucionalismo actual expresa una concepción opuesta de la constitución. Las constituciones rígidas deben ser entendidas, al modo de Hobbes, como pactos de convivencia, es decir, como contratos sociales en forma escrita, tanto más necesarios y preciosos cuanto más profundas, heterogéneas y conflictuales sean las diferencias personales y las subjetividades políticas que están llamadas a tutelar y cuanto más visibles e intolerables sean las desigualdades materiales que tienen el deber de eliminar o reducir. Así pues, aquellas no sirven para representar orgánicamente la supuesta voluntad de un pueblo o para expresar alguna homogeneidad social o identidad colectiva. Si solo fuesen el reflejo de la común voluntad de todos, tendrían contenidos mínimos y extremadamente genéricos y podría prescindirse tranquilamente de ellas. Sirven en cambio para garantizar el principio de igualdad y los derechos fundamentales de todos, también frente a la mayoría, y, por eso, para asegurar la convivencia pacífica entre sujetos e intereses diferentes y virtualmente en conflicto. Son, puede decirse, pactos de no agresión y de mutuo socorro, cuya razón social es la garantía de la paz y de los derechos vitales de todos y que, por ello, son todavía más esenciales a escala internacional, donde mayores son las diferencias culturales y las desigualdades materiales, y de ahí los peligros de guerra o de opresión. A diferencia de la de las leyes ordinarias, su legitimidad consiste, no en el hecho de ser queridas por todos, sino de ser la garantía de todos; no tanto en la forma de su producción —en el “quién” las produce y en el “cómo” son producidas— cuanto sobre todo en su sustancia, esto es, en los contenidos de las normas constitucionales producidas; por consiguiente, no en el consenso de la mayoría sino en la igualdad de todos sus destinatarios estipuladas en ellas: en la égalité en droits, como dice el artículo 1 de la Déclaration de 1789, y precisamente en los derechos fundamentales.
En suma, toda constitución es un pacto entre sujetos potencialmente antagonistas, de los que no se supone la homogeneidad, sino la diversidad y virtual conflictividad. Si debe garantizar la pacífica convivencia civil de todos y, al mismo tiempo, asegurar a todos la máxima libertad compatible con la de los demás, debe tutelar todas las diversas e incluso opuestas identidades y favorecer el acuerdo entre sujetos y fuerzas políticas virtualmente contrapuestos. Por lo demás, el nexo que según las tesis escépticas ligaría constitución, estado nacional y pueblo, no ha existido nunca. Si en la época de Beccaria se hubiera celebrado un referéndum sobre sus tesis en materia penal, o sobre la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, no habría tenido consenso, y no ya de la mayoría sino ni siquiera de una mínima minoría. Incluso hoy, en nuestras democracias, sería de temer una votación popular sobre los derechos sociales o sobre la pena de muerte.
Es cierto que, para la efectividad de toda constitución, tanto estatal como supraestatal, hace falta cierto grado de cohesión social y de consenso. Pero la efectividad no debe confundirse con la legitimidad. Y, en todo caso, al igual que la cohesión social que es su presupuesto, aquella sigue y no precede a la estipulación del pacto constitucional. En efecto, pues la percepción de los asociados como iguales madura con la igualdad en los derechos; y el sentido de pertenencia y la identidad de una comunidad política se desarrollan a partir de la garantía de los propios derechos fundamentales como derechos iguales. También en este aspecto debe invertirse la tesis de Schmitt. El pueblo no es el presupuesto sino la consecuencia de una constitución y de la igualdad en derechos instituida por ella. En efecto, es en la igual titularidad de aquellos derechos universales que son los derechos constitucionales, atribuida a todos y a cada uno —de un lado, en la igualdad formal de todas las diferentes identidades personales asegurada por los derechos de libertad, de otro, en la reducción de las desigualdades sustanciales asegurada por los derechos sociales—, donde se fundan la percepción de los demás como iguales y con ello el sentido de pertenencia a una misma comunidad que hace de esta un pueblo.
Así, es la constitución democrática la que sirve para dar vida a un pueblo, a través de los derechos atribuidos por ella, de una manera igual, a todos los que lo forman, y no viceversa. Lo que hace posible el pluralismo político y social y el conflicto y, a la vez, la identidad de “pueblo” adquirida por una multitud de personas y con ello su unidad en el único sentido compatible con la democracia constitucional, es, precisamente, la igualdad, es decir, la titularidad de todos y cada uno de los mismos derechos fundamentales, atribuidos a todos de forma universal.
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