El compromiso constitucional del iusfilósofo

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El presente libro reúne una serie de contribuciones de destacados autores nacionales e internacionales que han encontrado en la obra de Luis Prieto importantes lecciones académicas y, especialmente, de consecuencia. Además de tratarse de una obra que permite conocer mejor el pensamiento y la trayectoria del autor homenajeado, también es un símbolo de gratitud para con él, destacando sus más importantes enseñanzas, y el compromiso de este iusfilósofo en la defensa de los derechos. PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ, Magistrado emérito de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, y director de Jueces para la Democracia. Información y debate. PEDRO P. GRÁNDEZ CASTRO, Profesor Ordinario en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la Pontificia Universidad Católica del Perú. BETZABÉ MARCIANI BURGOS, Abogada egresada de la Facultad de Derecho de la Pontifica Universidad Católica del Perú (PUCP) y Doctora en Derecho por la Universidad de Castilla-La Mancha. Profesora del Departamento de Derecho de la PUCP. SUSANNA POZZOLO, Profesora en la Università degli Studi de Brescia y en la Università degli Studi de Genova.

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Bajo los pinos había jóvenes que luego se harían famosos en la política. El líder del grupo parecía ser Pedro Ramón Moliner, hijo de María Moliner, un tipo que siempre intervenía de forma brillante. Era catedrático de industriales en Barcelona, aparte de militante declarado del PSOE. Tenía cuatro fobias obsesivas: los homosexuales, los poetas, los curas y los catalanes. También usaba un taparrabos rojo chorizo, muy ajustado a las partes. Solía calentarse jugueteando libidinosamente bajo los pinos con las mujeres de los amigos para después poder funcionar con la suya como un gallo.

Pues bien, tal vez la genealogía de esta decisión pueda explicar la nostalgia a la que me refiero4. La primera demanda de la viuda de la persona mencionada por el autor de la novela fue desestimada por el Juzgado núm. 40 de Madrid en sentencia de 10 de diciembre de 1997. Recurrida en apelación la Audiencia Provincial de Madrid la revocó, considerando que había habido una intromisión ilegítima al honor, en la Sentencia 562/2000, de 22 de septiembre. La sala de lo Civil del Tribunal Supremo (STS 822/2004, de 12 de julio) casó y anuló la sentencia dictada en apelación, confirmando la primera decisión. Decisión confirmada, como sabemos, por el Tribunal Constitucional.

Sin embargo, la decisión del Tribunal Supremo (de la que fue ponente Xavier O’Callaghan, catedrático de Derecho Civil) razona del siguiente modo:

No se trata tanto de hacer una correcta ponderación de la colisión entre el derecho al honor y la libertad de expresión o el derecho a la información veraz, como de considerar si se ha producido una intromisión, proscrita legalmente, a aquel derecho, protegido constitucionalmente. Es decir, no es un tema de colisión, sino de calificación. En éste, se ha de tomar en consideración si lo expuesto o informado y si las expresiones tienen entidad suficiente para poder ser consideradas como intromisión ilegítima, sancionada por la ley como responsabilidad civil.

Es decir, el Tribunal Supremo no quiere renunciar al ideal del positivismo jurídico: la aplicación del derecho consiste en una operación de subsunción, es decir, la comprobación de si determinadas acciones (la publicación de este párrafo en la novela) son subsumibles en el caso genérico a la que la norma correlaciona determinada solución normativa. Como en este caso no hay, según la sentencia, intromisión al honor, entonces no procede la responsabilidad civil que establece la consecuencia jurídica (en el art. 7.1.1. en relación con el 2.1 de la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección civil al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen).

Dos son las matizaciones que la decisión del Tribunal Constitucional (de la que fue ponente el Magistrado Ramón Rodríguez Arribas) realiza a esta posición del Tribunal Supremo (dejemos ahora aparte la cuestión de si puede vulnerarse el honor de una persona fallecida): a) por un lado, adecuadamente, el Tribunal Constitucional aclara que lo que aquí está en juego no es la libertad de expresión, sino el derecho a la producción y creación literaria reconocidos en el art. 20.1 b) del texto constitucional y b) por otro lado, y mucho más relevante, el Tribunal admite que se trata de una cuestión de ponderación más que de calificación. Lo dice del siguiente modo:

Como resulta de su exposición, las diferencias entre estos diversos enfoques son más aparentes que reales. A primera vista un comportamiento que no tiene entidad suficiente para ser considerado lesivo de un derecho fundamental no puede ser censurado desde una perspectiva constitucional. Máxime si, como en el presente caso, está conectado con el ejercicio de otro derecho fundamental. Sin la concurrencia de dos derechos fundamentales no hay, en efecto, ponderación posible.

(…)

Como suele ser habitual, pues, en los conflictos entre particulares que afectan al art. 18.1 CE, la concurrencia de otros derechos fundamentales y el carácter no absoluto, sino principial y, por lo tanto, apriorístico, de todos ellos hacen de la ponderación judicial el método interpretativo materialmente empleado para resolver dichos conflictos, otorgando prevalencia a uno de ellos a la luz de las circunstancias del caso.

Sospecho que la decisión el Tribunal Supremo comparte la nostalgia de un mundo jurídico que es como un libro de reglas, que se adapta mejor al imperio de la ley, que es parte del ideal del Estado de derecho y que está en la médula del ideal del constitucionalismo. Sin embargo, este ideal desde siempre ha de hacerse, de alguna manera, compatible con la objeción de la equidad, la epiqueya5.

La objeción de la equidad consiste en argüir que el seguimiento de las reglas, algunas veces, hace imposible resolver las controversias equitativamente, dando a cada uno lo suyo.

Platón, al que debemos una de las primeras y más bellas formulaciones del ideal del imperio de la ley (Platón Las Leyes IV.715 d, 1983, p. 145)6:

Pues en aquella (ciudad) donde la ley tenga la condición de súbdito sin fuerza, veo ya la destrucción venir sobre ella, y en aquella otra, en cambio, donde la ley sea señora de los gobernantes y los gobernantes siervos de la ley veo realizada su salvación y todos los bienes que otorgan los dioses a las ciudades.

fue también uno de los primeros en formular la objeción de la equidad (Platón, El Político 294a-c, 1988, p. 582-3), de este perspicuo modo:

Que la ley jamás podría abarcar con exactitud lo mejor y más justo para todos a un tiempo y prescribir así lo más útil para todos. Porque las desemejanzas que existen entre los hombres, así como entre sus acciones, y el hecho de que jamás ningún asunto humano —podría decirse— se está quieto, impiden que un arte, cualquiera que sea, revele en ningún asunto nada que sea simple y valga en todos los casos y en todo tiempo (…) y la ley, en cambio —eso está claro—, prácticamente pretende lograr esa simplicidad, como haría un hombre fatuo e ignorante que no dejara a nadie hacer nada contra el orden por él establecido, ni a nadie preguntar, ni aun en el caso de que a alguna persona se le ocurriese algo nuevo que fuera mejor, ajeno a las disposiciones que él había tomado.

Una objeción que Aristóteles, en un célebre pasaje de la Ética a Nicómaco (1137b, 1984, p. 83), formula arguyendo que no todas las dimensiones de las acciones humanas particulares pueden ser capturadas por reglas universales y para tratarlas debemos usar instrumentos no rígidos, y las reglas generales son rígidas, debemos usar reglas flexibles (reglas con defeaters, como veremos):

Por eso lo equitativo es justo, y mejor que una clase de justicia; no que la justicia absoluta, pero sí que el error producido por su carácter absoluto. Esta es también la causa de que no todo se regule por la ley, porque sobre algunas cosas es imposible establecer una ley, de modo que hay necesidad de un decreto. En efecto, tratándose de lo indefinido, la regla es también indefinida, como la regla de plomo de los arquitectos lesbios, que se adapta a la forma de la piedra y no es rígida, y como los decretos que se adaptan a los casos.

Una idea que la tradición escolástica preservaría y que llevó a Francisco Suárez a dedicar todo un volumen, el sexto, de su Tratado dedicado a las leyes, a la cuestión del lugar de la epiqueya aristotélica en la interpretación. Del siguiente modo (Suárez 1612-2012, cap. VI.1, p. 127):

Hasta aquí hemos explicado la interpretación de la ley humana en cuanto a su sentido general por el que la ley crea obligación. Ahora vamos a hablar de los cambios que en ella acontecen en virtud de los cuales deja de obligar. En la ley se pueden concebir dos tipos de cambio: uno, de suyo, por así decir, e intrínseco porque falta alguna causa que lo mantenga en su valor o alguna consideración para que obligue. El otro modo es extrínseco, por la acción de un superior que lo introduce al hacer el cambio en la ley.

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