Milton Acosta - El mensaje del profeta Oseas

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"Los estudios de la realidad social, económica y política muestran que la corrupción es un problema muy antiguo, que es uno de los principales problemas que enfrentan las sociedades contemporáneas y que –a la luz de la información proporcionada por Transparencia Internacional- tiene una fuerte presencia en más de dos tercios de los países del mundo y que en la mayoría de ellos son mínimos o nulos los resultados obtenidos por los esfuerzos encaminados a combatirla. En América Latina no se necesita de un esfuerzo especial para darse cuenta, por un lado, de los niveles de tolerancia a los actos de corrupción y, por otro, de los estragos producidos por este flagelo, especialmente, en los sectores empobrecidos y vulnerables de la sociedad.
¿Cómo se concibe la corrupción a la luz del pensamiento profético de Oseas?
¿Qué aplicabilidad tiene en la situación actual la teología anticorrupción propuesta por el profeta?
¿Cómo enfrentar la complicidad o la indiferencia frente a la cultura de la corrupción y cómo traducir en acciones concretas la responsabilidad profética de las comunidades de fe?
¿Cuáles son los desafíos éticos y teológicos que la corrupción plantea a la conciencia cristiana?
Este libro, producto de un cuidadoso estudio del pensamiento del profeta Oseas, se propone responder a estas y otras pregunta con la finalidad de no sólo tomar conciencia de la gravedad del problema y de los efectos devastadores que produce en la sociedad, sino también motivar en los lectores la activa participación en la lucha contra este flagelo y en el desarrollo de una cultura de integridad en los diferentes espacios de la sociedad."

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El libro de Reyes denuncia de manera sistemática la idolatría y la injusticia que cometieron los reyes; presenta estos males como las dos caras de una misma moneda. Los mismos que instituyeron y defendieron el baalismo en Israel (1R 18) son los protagonistas de los casos más graves de injusticia, corrupción y homicidio, como lo muestra el caso de Nabot, en el que se combinan las formas más graves del gobierno corrupto; es decir, la utilización de las instituciones, el poder del rey, y las actividades de culto y fe para asesinar a un individuo del común con el fin de quitarle su tierra (1R 21). Los libros de Reyes, Oseas, y los profetas en general, comunican que Dios se opone tanto a la injusticia como a la idolatría. Y contra ambas cosas hablaron muchas veces de manera airada por la indignación que les producía

La respuesta de Dios a la idolatría y la injusticia

La estrategia de Dios para responder a este par de males es también doble. La idolatría se combate con profetas y la injusticia con soldados. En los tiempos de la dinastía de Omri, los profetas son Elías y Eliseo (1R 17–2R 8) y el general es Jehú (2R 9–10; 1Cr 22.7–9). Así parece, pero en realidad los campos de acción de estos personajes no están tan claramente demarcados. Los profetas se inmiscuyen en cuestiones políticas, y los militares, en las religiosas.

Jehú es un individuo cruel y despiadado. Liverani lo llama “integralista” por su “odio implacable” y el “grado de crueldad que excede las estrategias normales del cambio de dinastía en el antiguo oriente” (Liverani, 2005: 110). Mató a Joram, su madre Jezabel fue tirada por una ventana y dejada allí de comida para los perros; los setenta hermanos de Joram fueron igualmente asesinados, y sus cabezas amontonadas en una pila frente a la puerta del palacio real. El resultado de esta intervención divina es que murieron muchos profetas de Baal y que se acabó la dinastía de Omri-Acab, pero el mismo texto bíblico revela que no desaparecieron ni la idolatría ni la injusticia. La denuncia de estos hechos se hace décadas después en Oseas y siglos más tarde cuando se escribió el libro de Reyes, pero se hace de todos modos. Es un tema demasiado importante como para ignorarlo.

La denuncia y el método bíblico para recordarla

Cuando pensamos en el profeta Oseas, normalmente recordamos de inmediato el asunto inusual de su mujer prostituta. Sin embargo, el primer tema del que se ocupa este profeta no es matrimonial, sino militar, y más exactamente de la persona y las acciones del general Jehú. Pero, antes de ocuparnos de Jehú, necesitamos refrescar un poco la historia, ya que Oseas da por sentado que el lector la conoce. Para la comprensión de la denuncia de Oseas los lectores actuales dependemos del libro de Reyes.

Una cosa es predicar un mensaje y otra es que se recuerde el mensaje. La marca fundamental de la literatura que perdura es el arte literario. De ahí que los escritores bíblicos, por su cultura literaria, jamás predicaron de cualquier manera. Notemos cómo aparece en Oseas el arte literario para referirse al tema militar (1.2–4).

En primer lugar, se utiliza una costumbre común en el mundo bíblico según la cual a los hijos se les ponían nombres significativos que tuvieran relación con la historia familiar, las circunstancias del momento o el carácter de la persona. En este caso, la forma como Dios inmortaliza la infamia del general Jehú es pidiéndole a Oseas que le ponga a su primer hijo el nombre Jezreel; es decir, el nombre de ese valle fértil y hermoso en el norte de Israel que Acab y su mujer (los idólatras) y Jehú (el falso ortodoxo) convirtieron en valle de sangre. Esto es como si en Colombia, con el fin de denunciar alguna masacre, a un hijo se le pusiera por nombre Apartadó, Tibú, Gabarra, Barrancabermeja, Fundación, Mapiripán, Escombrera o Bojayá. ¡Qué manera de recordar! Nuestra tendencia es a hacer lo contrario, les cambiamos los nombres a esos lugares y quitamos objetos y edificaciones para olvidar lo que ocurrió. A Oseas le toca ir al extremo de ponerle a su hijo el nombre del lugar de la tragedia.

En segundo lugar, el texto presenta un fenómeno literario, también común en la Biblia, que consiste en una sanción dada en la misma especie del mal cometido. Así, entonces, para poner fin al reino de Israel, que ha idolatrado a su ejército, Dios le quebrará el arco en el valle de Jezreel. Para reforzar esta imagen, aparece en los capítulos 1 al 3 una acumulación de lo que Landy llama “objetos odiosos”: arco, espada, armas de guerra, caballos y jinetes (Landy, 2011: 20). De esta manera, se van acumulando varios elementos en torno al lugar geográfico llamado Jezreel.

Siguiendo con su estrategia retórica, aparece en tercer lugar un mensaje con una lógica y un sentido a los cuales no estamos acostumbrados: la destrucción de las armas para poder dormir tranquilo (2.20). Esta realidad nos resulta inimaginable, pues va contra la doctrina común hasta nuestros días de que la seguridad de una nación está en un gran ejército, y también contra la idea de que es mejor dormir con un arma debajo de la almohada. El libro de Oseas pone esa mentalidad en tela de juicio. Está demostrado que las armas pueden servir de protección sólo en algunos casos; nunca protegen del todo, de tal manera que, a fin de cuentas, se halla tan (des)protegido el que tiene armas como el que no las tiene. Esto, obviamente, es muy discutible, pero en realidad no es el punto. El mensaje para Israel es otro y doble. Por un lado, es una invitación a confiar en Dios, no en los ejércitos y sus armas. Por otro, lo conmina a preguntarse de qué le sirve un ejército si las armas que portan terminan siendo usadas contra su propio pueblo.

La cuarta estrategia retórica que reconocemos en Oseas en relación con este tema tiene que ver con la agricultura. La noble tarea de producir alimento se invierte para dejarnos con el “agricultor” perverso que ara maldad, cosecha delitos y come alevosía (Os 10.13–15). De esta manera, denuncia Oseas la corrupción de las Fuerzas Armadas de Israel.

Ley, historia y oración

El problema con Jehú es relativamente sencillo, pero tiene varios componentes. En síntesis, su falta fue no haberse apartado de la idolatría y la injusticia a las que supuestamente estaba combatiendo. No cumplió la ley de Dios, terminó cometiendo los mismos males de los peores reyes de Israel (Jeroboam), perdió una buena parte del territorio de Israel a manos de los sirios (2R 10.25–33) y (un detalle que no registra la Biblia) le pagó tributo a los asirios, como consta en el Obelisco Negro que hoy reposa en el Museo Británico en Londres.

De la muerte de Jehú hasta los tiempos de Oseas han pasado no menos de sesenta años. Es decir, su mensaje sobre Jehú es para una generación que no conoció a éste. Ocurre que, si bien a Jehú no pueden condenarlo en persona por sus delitos, se le hace un juicio histórico y político. Se revive el caso por su importancia histórica, teológica y cultural. Dios y su profeta no han olvidado los delitos de Jehú, quien, por cierto, tenía dos credenciales fuertes a su favor: era comisionado por Dios y la tarea que le encomendaron fue contrarrestar males graves. Pero, según el profeta de Dios, ni lo uno ni lo otro le daba a Jehú licencia para abusar del poder de las armas. Se excedió y quiso mostrar más resultados de los que le habían pedido. En pocas palabras, usó la unción para ensuciarse de sangre.

En la perspectiva bíblica, la comisión legítima de erradicar un mal le impone al militar una ética muy sencilla: abstenerse de cometer el delito que le mandaron a erradicar. Sin embargo, como suele ocurrir, Jehú hizo lo contrario, terminó masacrando otra cantidad de gente que nada tenía que ver en el asunto. Quizá le encontró gusto a eso de matar o pensó que un mayor número de muertos se interpretaría como señal de eficacia y mayor celo por cumplir la ley Dios, sin importarle quiénes fueran las víctimas.

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