Nada de eso lo podemos negar. Sin embargo, en la Biblia, hasta este tipo de misiones tienen límites. Oseas y el mismo libro de Reyes condenan a Jehú por dos motivos: por extralimitarse y por practicar el mismo mal que tan decididamente combatió. Jehú representa el caso típico del que mata inocentes para demostrar su compromiso con la erradicación de los violentos. Tales individuos todavía existen.
En segundo lugar, está claro que todos los seres humanos desearíamos vivir seguros y tranquilos. La Biblia tiene imágenes abundantes que apuntan en esa dirección. Sin embargo, debemos preguntarnos qué precio estamos dispuestos a pagar por la seguridad y la tranquilidad. Ese precio será expresión de nuestra teología. En la teología del Antiguo Testamento, la confianza en los ejércitos es denunciada como forma de idolatría. Es más, significa ser como los egipcios, que utilizaron el poder militar para subyugar a los israelitas y someterlos a trabajos forzados. Poner la confianza en el ejército es, pues, “volver a Egipto” (Dt 17.14–21).
Desde Oseas se vislumbra una sociedad donde la meta no es el armamentismo: … aquel día haré en tu favor un pacto con los animales del campo, con las aves de los cielos y con los reptiles de la tierra. Eliminaré del país arcos, espadas y guerra, para que todos duerman seguros (Os 2.18). Hoy diríamos “fusiles, tanques y aviones”. Ésta es la seguridad y el sueño tranquilo, sin armas: En paz me acostaré y asimismo dormiré, porque tú, Señor, me haces vivir confiado (Sal 4.8). Los discípulos de Jesús, como muchos cristianos hasta el día de hoy, enfrentaron la pregunta sobre el precio y la forma en que una sociedad puede alcanzar la paz y la libertad. El final de Oseas 1 abre la esperanza a la conversión, lo cual vemos en los discípulos después de la resurrección.
En tercer lugar, la Sagrada Escritura en realidad no exige el desmantelamiento de los ejércitos, pero sí invita a los creyentes a aspirar a una vida mejor, una vida en la cual las armas se conviertan en herramientas para trabajar el campo, para dar vida (Is 2.4; Mi 4.3). Siendo un poco creativos, quienes no tengan armas de metal, podrían pensar en las digitales, en la energía física, los talentos, los años de vida, todo lo que se pueda usar para promover la vida, especialmente la de los demás.
Finalmente, el caso de Jehú se da en el marco de la lucha de la fe en el Señor, Dios de Israel, contra el baalismo, como lo muestra claramente el ministerio de Elías. Los muertos de Jehú no son profetas, sino los patrocinadores de los profetas: la familia real de Israel, los miembros de la dinastía Omri-Acab en el reino del norte.
La visión escatológica de Oseas contempla un mundo en el cual la seguridad se obtiene con la destrucción de las armas (Os 2.18; 1.7). Jehú, y quienes piensan como él, no creen que tal mundo es posible. Por ello, textos como éste y tantos otros del Antiguo Testamento se pronuncian inequívocamente contra el armamentismo sugiriendo que Israel ha puesto su confianza en los ejércitos como fuente de seguridad y solución a sus problemas. Aun a la mayoría de los cristianos, que tanto hablamos de reconciliación, nos resulta impensable, por la falta de imaginación moral (diría Lederach) y de comprensión del evangelio del reino de Dios (diría yo), la posibilidad de un mundo sin armas. Es un asunto de gran importancia: “Si la iglesia considera que la promesa de (Oseas) 2.14–23 [2.16–25] han sido inauguradas de alguna manera con la venida de Cristo, entonces necesita celebrar no solamente la invitación de Dios a una relación íntima de amor, sino también la visión ecológica y no militarista de Dios para el mundo” (Lim y Castelo, 2015: 76). El llamado para los creyentes es a poner la confianza en Dios por medio de la práctica de la justicia y no en las armas: “La justicia erradica la guerra y la justicia crea futuro” (Martínez, 1990: 70).
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