Lo que vemos hoy, entonces, no es nuevo, sino la “continuidad y legados de la corrupción” que siempre ha existido. Aunque el estudio de Quiroz es específico del Perú, sostiene que los patrones de corrupción de ese país son muy similares a los del resto de América Latina. Esta corrupción sistémica se puede constatar “en la transición de las instituciones coloniales a las republicanas”, las cuales
hundían sus raíces en el poder centralista y patrimonial de los virreyes militares, respaldados por sus círculos de patronazgo. El abuso de las políticas financieras fiscales y de las instituciones continuó siendo un rasgo importante del legado colonial. Al carecer de una tradición significativa de pesos y contrapesos constitucionales y una división de poderes, las nuevas estructuras de poder surgidas en la década de 1920 se basaron en redes de patronazgo muy bien arraigadas, que fueron dominadas por los caudillos militares, quienes a su vez heredaron la influencia de los oficiales militares del tardío sistema colonial (Quiroz, 2015: 127).
En otras palabras, no hay nada nuevo en la corrupción que vemos hoy, pues ésta es la herencia que hemos recibido, tolerado y cultivado. Quizá la única novedad hoy sea que conocemos mejor el talante de nuestros dirigentes y nos conocemos mejor a nosotros mismos.
Lo que hace Quiroz en su extenso libro dedicado a la corrupción en el Perú, es comparable a lo que realiza el profeta Oseas en su breve libro en el Antiguo Testamento. Esta historia es la que necesitamos conocer; pero no es solo para saberla, sino también para sentirla. Una manera de sentir la gravedad de la corrupción es entender lo que ésta cuesta de manera concreta y los resultados que produce en forma de atraso, pobreza y muerte, como lo sentimos con el accidente del avión de Lamia.
Sin embargo, parecemos estar tan acostumbrados a la corrupción que, si acaso nos damos cuenta de su existencia, si algo percibimos, quizá hasta nos indignamos, pero damos por sentado que no hay nada que hacer. En cuanto a los desafíos que la corrupción nos impone a los cristianos, quizá sigan siendo ciertas las palabras que dijera Arnoldo Wiens hace más de dos décadas: “No se ha profundizado aún, en América Latina, la reflexión en cuanto a los desafíos éticos y teológicos que plantea la corrupción generalizada a la fe cristiana. A muchos sectores del cristianismo tal injusticia parece no preocuparlos en demasía” (Wiens, 1998: 203). Es importante notar que en últimas la corrupción es una forma de injusticia social.
La corrupción tiene formas propias de manifestarse que varían de una cultura a otra: “En América Latina tienen preponderancia las relaciones personales por encima del mismo cumplimiento de la ley” (Wiens, 1998: 32). Aplicado esto a la corrupción quiere decir que las prioridades de un funcionario en el ejercicio de sus funciones van en el siguiente orden: primero, las relaciones; segundo, el enriquecimiento personal, y tercero, el cumplimiento de las leyes. Por esta vía, a los amigos se les hacen los favores que pidan, por muy ilegales que sean, aunque vayan en detrimento de la nación y de los demás ciudadanos. El asunto es en realidad muy sencillo: por razones culturales, uno no puede quedar mal con los amigos que solicitan favores; y mucho menos si el solicitante es familia o compadre. Las relaciones familiares y las amistades hay que conservarlas por encima de todo.
Oseas: una voz contra la corrupción
La corrupción es sin duda el tema central en el libro de Oseas. Su importancia para este estudio es que este profeta va a la raíz del asunto: Israel se ha corrompido. La palabra de Dios denuncia aquí delitos muy graves, y está acompañada de mucho sentimiento. Predominan dos metáforas de Dios: como esposo despechado que intenta recuperar a su esposa infiel, y como padre afligido a quien le duele disciplinar a su hijo descarriado. De estas dos imágenes, la del matrimonio del profeta con una prostituta representa unos desafíos hermenéuticos formidables.
La metáfora con la que se inicia el libro de Oseas es la relación matrimonial. Pero no se trata de la relación idílica ni la de la novia vestida de lino fino del Apocalipsis. Todo lo contrario; se trata de un matrimonio donde una de las partes ha sido descaradamente infiel por largo tiempo. El esposo en este matrimonio es Dios y la esposa Israel, el pueblo de Dios. Dentro de las muchas incomodidades que causa la metáfora, una en particular deja a Dios en una situación indigna: casado con una prostituta. Pero parece que Él está dispuesto a correr el riesgo de ser malinterpretado con tal de mostrarle a Israel su condición y el amor que le tiene.
La imagen matrimonial en el Antiguo Testamento
En las teogonías (historias de los orígenes de los dioses) del Medio Oriente antiguo es común encontrar que los dioses tengan un origen, se enfrenten unos contra otros y tengan consorte. Es decir, hay dioses masculinos y otros femeninos. En este punto, Israel se distingue de los pueblos vecinos porque su Dios no tiene un origen, no llega a ser supremo por haber derrotado a otros dioses, ni tampoco tiene consorte (por lo menos no oficialmente, porque la arqueología y el mismo texto bíblico demuestran que existían santuarios donde se adoraba al Dios de Israel con su consorte). Sin embargo, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento se presenta al pueblo de Dios como esposa de Dios. De este modo, entonces, la metáfora matrimonial se comprende perfectamente en el contexto antiguo.
Así las cosas, la dificultad con esta metáfora no radica en sus componentes ni en la idea, sino en que al profeta Oseas se le ordene casarse con una prostituta para representar así el estado de la relación de Dios con Israel, lo cual pone a Dios en una situación incómoda e indigna, por decir lo menos.
Oseas no es el único profeta bíblico en describir a Dios y a Israel en términos así, tan poco halagadores. Jeremías 3.6–18 describe el descaro con el que Israel (reino del norte) faltaba a su pacto matrimonial, fornicando “sobre cualquier monte elevado y bajo cualquier árbol frondoso”. Por esta razón, Israel recibió de Dios la carta de divorcio. Judá (reino del sur) hizo lo mismo, fornicando “con la piedra y con el leño”. Las correspondencias monte-piedra y árbol-leño claramente se refieren a los sitios de culto y a los dioses allí adorados.
El adulterio en el que ha caído el pueblo de Dios consiste en la adoración de los dioses cananeos, descrita por varios profetas como rebelión contra el Señor, es decir, apostasía. Estas acusaciones de adulterio y fornicación no sólo se refieren a la adoración de otros dioses y la participación en esos cultos, sino también a las alianzas políticas con otras naciones (Moughtin, 2008: 1). De Judá no se dice que haya recibido carta de divorcio, pero Israel, a pesar de haberla recibido, sigue siendo objeto del llamado de Dios a la reconciliación, porque el Señor es misericordioso y no guarda rencor para siempre. Además del llamado al arrepentimiento, hay una profecía de restauración que incluye a todas las naciones de la tierra. Este mensaje de llamado a la conversión a pesar de la rebelión se escuchará una y otra vez en el Nuevo Testamento, pero con límites (cp. Ro 1.28–2.11).
La metáfora matrimonial no es de comprensión inmediata debido a las complejidades culturales, literarias y teológicas que la sostienen. Por lo tanto, para la comprensión de esta metáfora y su uso necesitamos recurrir a varios campos del estudio del Antiguo Testamento: la religión cananea, las figuras retóricas usadas por los profetas y las ideas y costumbres sobre el matrimonio en el antiguo Israel. Luego habrá que ver si Oseas permanece en esa misma línea o si se desvía de alguna manera.
Estudios recientes concluyen que la imagen del profeta casado con una mujer infiel es problemática, dadas sus connotaciones, en ocasiones pornográficas, y por la violencia contra la mujer que pareciera justificar, especialmente en Jeremías 2.1–3 y Ezequiel capítulos 16 y 23 (Kelle, 2005: 48). Además, pareciera mostrar a la mujer como esencialmente pecaminosa y, para completar, no es el tipo de metáfora que un predicador pueda suavizar o reemplazar para quitarle lo problemático. Toca preguntar también si la metáfora que se crea afecta nuestra perspectiva de las partes que la componen: Dios, la mujer, Israel y el hombre. ¿Qué le hace la metáfora a cada componente? La otra pregunta es si estas metáforas refuerzan los estereotipos negativos que ya existen. Es decir, ¿de qué manera afectan metáforas así nuestra percepción de las mujeres? Así las cosas, no podemos pasar por encima de estos textos y decir que “es solo una metáfora”, como si el lenguaje figurado fuera decorativo nada más (Moughtin, 2008: 2).
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