—¿En el ese? —pregunta Miki.
—En el libro del monito.
—Sun Wukong viaja con otros compañeros de batallas para recuperar los sutras —responde Shasha.
—¡¿Los quééé?! —pregunta Abuela Amigorena.
—Los sutras.
—¿Cóóómo?
—Los suuuutras… —dice Miki.
—Entiendo —dice Abuela Amigorena.
Los chinos son como las mariposas: puedes elegir no mirarlos, pero siempre resultan interesantes.
—¿Cómo dices que se llama el libro?
—Viaje al Oeste —repite Shasha.
—¿Y qué verías tú en la pared si no hubieras leído el libro ese? —Abuela Amigorena señala con el dedo el muro desconchado al otro lado de la ventana.
Los chinos juegan en silencio; no cuentan puntos.
Su bádminton se parece a la gimnasia china.
Los dos juegan como aficionados, pero es agradable mirarlos.
—¿Y qué más sabía hacer ese mono? —pregunta Abuela Amigorena.
—Combatir el mal… —dice Shasha—. Hacer milagros…
—¿Caminar sobre las aguas? —pregunta Miki, risueña.
—Sobre las nubes —dice Shasha.
—Bueno, es lo mismo.
—Ahí van a estar las aguas, esperando a que camines tú sobre ellas —gruñe Abuela Amigorena.
—¿Y para qué van a estar si no?
—¡Para hacer la colada!
Y en ese momento, como si acabara de recordar, Abuela Amigorena empieza a rebuscar con la vista a su alrededor…
El apartamento y todo lo que contiene es de uso común, aunque casi todo pertenece a Mamá Nora.
Pero cada una de las inquilinas tiene su propio dormitorio.
Miki es la única que no tiene un cuarto y duerme en la otomana del salón.
De modo que durante el día no tiene nada y por la nochele pertenece casi todo. Por esa causa, Miki está convencida de que todas la envidian.
En especial, Shasha.
También Abuela Amigorena.
En el salón, donde duerme Miki, hay una lámpara para cada una de ellas.
La de Abuela Amigorena es una lámpara de pie de los años sesenta, de pantalla roja con estampados en relieve. La de Shasha es una «lámpara piña». Y la de Miki, una Tiffany de mesa, no muy grande y de color marfil, con rosas. El pie de la lámpara lo sujeta un monito de cobre. No parece un capuchino. Quizá un macaco.
Después de haberse descubierto a sí misma que le encantan los monos, Abuela Amigorena se acerca cada dos por tres a acariciar el monito de la lámpara de Miki. Miki ha llegado a insinuarle a Shasha que, a cambio de su «lámpara piña», ella podrá darle su lámpara del monito a Abuela Amigorena. Para que lo lleve consigo a todas partes.
Las Tiffany son esas lámparas que solo quedan bien por la noche, cubiertas con un trapo. Todas están hechas de pequeños cristales de color, unidos por cintas de plomo fundido. Por eso no se puede lamer la pantalla de la lámpara, y mejor no acariciarla tampoco. Para eso está el monito.
A Mamá Nora le pertenece la Tiffany grande verde con libélulas.
Todas en la casa quieren tener esa lámpara, pero no se contempla que puedan adueñarse de ella en un futuro cercano. Fue un regalo de Shasha y Miki a Mamá Nora por su cincuenta cumpleaños. Es cierto: Abuela Amigorena también puso algo.
Todas, excepto Miki, tienen su propio cuarto. Al pasar de una habitación a otra se diría que se muda uno a otro país.
Abuela Amigorena vive rodeada de mapas de la Argentina.
Uno de ellos parece el pico de un grifo con salpicaduras de sangre. Y otro, igual, pero sin salpicaduras.
No es locura, es nostalgia.
Para Abuela Amigorena, Argentina es la verdadera patria, pero lo más seguro es que no vuelva jamás. Para qué ir hasta allí sin sus padres.
Junto a la cama de Abuela Amigorena se siente uno como en los Países Bajos: no hay más que naturalezas muertas. Abuela Amigorena está todo el tiempo llevándose frutas y bayas de la cocina. A veces, también algo de pescado.
Shasha vive en la habitación más oscura.
En el cuarto hay dos ventanas —una al noreste y otra al noroeste (así está construida la casa)—, pero la habitación es oscura como la cueva de una rata almizclera por culpa del papel de la pared estampado en color turquesa y jade, con conchas rococó y pececitos dorados.
Por cierto, fue la misma Shasha quien empapeló así las paredes, y ahora no permite que nadie critique la habitación ni que entre en ella. Shasha dice que a Miki le resultará difícil entender qué es la chinoiserie. Y que a Mamá Nora y a Abuela Amigorena les da lo mismo.
Abuela Amigorena intentó negarlo, pero Shasha se limitó a aclarar que la chinoiserie era un estilo artístico: Luis XIV con influencias chinas.
El dormitorio de Mamá Nora recuerda a un despacho inglés de caoba con biblioteca.
Cuando Miki le habla de Mamá Nora a su último novio le dice que, aunque su madre escriba novelas eróticas, solo se acuesta con los libros.
De Abuela Amigorena y Shasha no les dice ni una palabra a sus últimos novios. Como si no existieran.
Miki no tiene un cuarto propio, así que no puede llevarse a nadie a casa. En momentos de debilidad, culpa a todas de haberlo organizado así a propósito.
Esta situación le molesta aún más que el hecho de que no le pertenezca nada, excepto la lámpara con el macaco.
Pero eso no es cierto: solo durante el día no le pertenece nada; por la noche, como ya dijimos más de una vez, le pertenece todo. Por la noche duerme sola en una habitación de treinta metros cuadrados, bien aireada, bajo un techo de cuatro metros y sobre una antigua otomana de color ladrillo con bordados de mariposas nocturnas color celeste.
Tal vez por eso le gusten a Miki tanto las mariposas, las diurnas y las nocturnas.
—¡Imaginaos! —dijo Miki un día—. Hoy he visto un auténtico macaón. Tan claro… Casi pálido. Seguro que de la primera generación. No había visto nunca ninguno. Hasta hoy.
—¿Y qué hizo? —preguntó Abuela Amigorena.
—¿Y qué se piensa usted que va a hacer un macaón? —preguntó a su vez Miki con una mueca.
—Robar comida —dijo Shasha.
—Bueno, ¿qué hizo entonces? —insistía Abuela Amigorena, deseando saberlo todo acerca del macaón, igual que uno desea saberlo todo acerca del enemigo.
—Atacó nuestras tagetes —respondió Miki.
—¿A qué llamas tú «nuestras tagetes»? —preguntó Abuela Amigorena con curiosidad.
—Son las flores de la galería —respondió Miki.
—De acuerdo… —dijo Abuela Amigorena—. Yo también las insultaré llamándolas por ese nombre…
***
Las paredes de la cocina son azules. Deberían ser de un azul prusiano. Un azul que tiende al gris.
No obstante, en un principio quedaron demasiado grises, y cuando les dieron otra capa se volvieron demasiado azules. Y en casa ya nadie tenía fuerzas.
Nadie tuvo ánimos para subir de nuevo a la escalera y pintar por tercera vez unas paredes de cuatro metros. (Es preciso mencionar que la cocina solo mide once metros cuadrados).
Y el suelo… Ah, el suelo de la cocina es casi perfecto.
Es un suelo francés, según Shasha. Eso si los suelos de rombos azules oscuro y blancos son marroquíes, y los de rombos negros y blancos, franceses. Entonces, es francés. En este suelo francés, a lo largo de los ocho años de estancia de la familia en el apartamento, se ha hecho añicos ya una vajilla y media alemana para doce comensales.
Todas las mujeres de la familia heredaron de no se sabe dónde una tendencia insensata al lujo.
Pero eso no es todo: a Abuela Amigorena se le hinchan las articulaciones de los pies en cuanto pisa ese suelo. Quizá no debería pasearse descalza sobre un suelo francés sin calefactar. No estamos en la Provenza, comentan.
A Miki le gusta contarles a sus últimos novios cómo, cierta noche, un murciélago entró volando en la cocina.
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