En el vocabulario de un psicoanalista, los términos psicoterapia y locura no son hoy día muy habituales. Así que comenzaré por justificar su uso frecuente en esta obra. El sólo hecho de hablar de psicoterapia en nuestro medio es como mencionar la soga en casa del ahorcado. En más de una ocasión, durante los últimos años, algunos colegas, después de alguna conferencia, se me han acercado para recordarme algunas referencias de Lacan acerca de susodicha psicoterapia. En una de ellas, la recogida en «Televisión», dice que la psicoterapia, cualquiera que sea, «nos retrotrae a lo peor»8. Pues bien, a lo largo de estas páginas espero mostrar que hablar de psicoterapia cuando aludimos al tratamiento de la psicosis o locura es algo pertinente; como también es pertinente, me parece, hacerlo del psicoanálisis en caso de aplicarlo a la cura de la neurosis.
Lo creo así porque el modelo tradicional del análisis empleado con un sujeto corriente o neurótico, si se traslada a la locura debe modificarse hasta extremos insospechados: por una parte, se desecha la célebre fórmula freudiana de «hacer consciente lo inconsciente»; por otra, en la transferencia tienden a distorsionarse los referentes del amor y el saber; por último, el uso de la asociación libre, la interpretación y otros medios destinados a perturbar la defensa, pueden volverse muy peligrosos en el tratamiento de la psicosis. Como digo, eso en el caso de la terapéutica de la psicosis. Pero si además se trata de locos bastante trastornados, el psicoanálisis más puro se mezcla necesariamente con muchos elementos poco refinados.
Con respecto al uso del término locura como sinónimo de psicosis , ya me he prodigado en diversas explicaciones en otros lugares9. Aquí, tan sólo diré, para acallar a algunos entusiastas, que Lacan también mostraba esa querencia, como queda probado en el siguiente comentario:
Las psicosis son, si quieren —no hay razón para no darse el lujo de utilizar esta palabra— lo que corresponde a lo que siempre se llamó, y legítimamente se continúa llamando así, las locuras 10.
Dicho esto y con vistas a desplegar los primeros argumentos, considero oportuno situar de dónde parto. Como todo el mundo sabe, la perspectiva que nos hacemos de la clínica está en gran medida determinada por nuestro puesto de trabajo. El mío, en la asistencia pública, se desarrolla en la Unidad de Psicoterapia Especializada, en el marco de un Servicio de Psiquiatría y Psicología clínica, dentro de un hospital general. En ella atendemos a personas con patología mental grave, a menudo diagnosticadas de alguna forma de psicosis, aunque posiblemente recuperables. El ámbito de nuestra acción tiene, como hoy día es habitual, al menos aquí, un soporte comunitario, con un equipo asistencial que se ocupa personalmente de cada uno de los pacientes y los asiste allí donde sea preciso. Una parte del trabajo consiste en que todo eso funcione, sobre todo que esté perfectamente coordinado con el resto de la red y que se intervenga al instante, como corresponde a las situaciones críticas de las personas a las que atendemos. Con algunas de ellas, cuando es oportuno, se inicia una psicoterapia individual —a veces intensiva—, con vistas a darles el último empujón en su proceso de reequilibrio.
En este ámbito resulta imprescindible ir al grano y resolver problemas minuto a minuto. Con el paso del tiempo, es cierto, se adquieren algunas destrezas en cuanto a saber hacer y saber estar. Además, en mi caso, el paso del tiempo ha contribuido a aminorar cierta tendencia especulativa para acrecentar la vertiente práctica y eficiente. Se trata de un desplazamiento que corre paralelo a la asunción de las tareas clínicas que asumo en el hospital, donde los pacientes a los que atiendo actualmente están bastante enfermos.
También en este marco es necesario saber detrás de lo que se anda. Porque ir a tientas acarrea muchos peligros, sobre todo desestabilizaciones y cronificación. De ahí surgió la necesidad de poner en claro algunos principios de nuestra acción. De cara a escribirlos, comencé a revisar la literatura especializada, a releer buena parte de ella, la más conocida, y a acercarme a otra que sólo conocía de oídas. Comoquiera que las publicaciones son numerosísimas, me centré en las que están escritas por psicoanalistas y terapeutas de distintas orientaciones, pero todos ellos clínicos de trinchera, de los que han estado o están en el trato diario con la locura11. Porque seguro que esos especialistas, aunque sus teorías sean a veces peregrinas, tienen algo valioso que decir de su experiencia cotidiana.
Así fue como, al cabo de unos meses de continuas lecturas, caí en la cuenta de que me estaba metiendo en la espiral de las opiniones ajenas y me alejaba de mis puntos de vista que, aunque fueran insustanciales, se iban desdibujando poco a poco. Corté por lo sano y me puse a escribir lo que pensaba sobre esta materia. Un tiempo después recuperé las lecturas, sin dejar ya de anotar algunas viñetas clínicas y momentos cumbre de algunos tratamientos que me habían enseñado cosas valiosas a lo largo de tres décadas.
De resultas de esta forma de indagar, se agrandaba día a día mi impresión inicial de que la psicoterapia de la locura es un campo esencialmente heterogéneo, mucho más que el de la neurosis. Esta variedad se refería tanto a cuestiones de estilo y formas de hacer, como a los referentes teóricos que servían de inspiración a los clínicos y también al tipo de intervenciones que éstos realizaban con sus pacientes. Quizás esta pluralidad sea el resultado inevitable del trabajo en equipo, del que suelen derivar opiniones distintas acerca de un mismo paciente.
El caso es que en medio de tanta diversidad, lo que me llamó la atención fue que unos y otros obtuvieran resultados terapéuticos importantes. Al principio este hecho me pareció misterioso, en la medida en que a través de caminos tan alejados se podía confluir en resultados similares, sea desguazando las defensas y torpedeándolas con interpretaciones o procurando mantenerlas en pie. La respuesta que encontré a esta cuestión planteada por la literatura especializada coincide totalmente con lo que he aprendido de la clínica diaria. Tanto las publicaciones como el quehacer profesional me llevan a creer lo mismo: en el tratamiento de la locura, la transferencia es muchísimo más potente que cualquiera de las técnicas empleadas, más aún que cuanto se les dice a los enfermos a lo largo de los tratamientos. Lo creo así después de leer con atención lo que los analistas dicen y han dicho a sus pacientes. Pues muchas de esas intervenciones —a veces meros disparates que, en el mejor de los casos no tienen ni pies ni cabeza y en el peor, depende de cómo se considere, constituyen auténticas ofensas que podrían motivar una denuncia en el juzgado—, cuando son francamente desafortunadas e inducen desequilibrio, resultan inmediatamente corregidas por la fortaleza y el poderío de la transferencia. Los pacientes son en eso bastante generosos y hacen honor a la paciencia que el propio término les supone, sobre todo porque les somos muy necesarios en muchos momentos cruciales de su vida. Eso es lo que creo.
Con vistas a ilustrar cuanto vengo diciendo, sacaré a colación una sonora metedura de pata del psicoanalista y psiquiatra finlandés Yrjö A. Alanen:
En una oportunidad llegué hasta el punto de sugerir a Eric [uno de sus primeros pacientes] que en sus fantasías sobre las escapadas de su mujer, parecía que se imaginaba a sí mismo en su posición: posiblemente era capaz de imaginar en su mujer sus propios sentimientos hacia estos hombres. Eric soltó una carcajada, por lo cual para beneficio de nuestro proceso terapéutico pareció descartar este intento de interpretación erróneo, o al menos inoportuno12.
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