© del texto: Josep Játiva, Laura B. Sorlí
© diseño de cubierta: Editorial Mirahadas
© corrección del texto: Editorial Mirahadas
© de esta edición:
Editorial Mirahadas, 2020
Fernández de Ribera 32, 2ºD
41005 - Sevilla
Tlfns: 912.665.684
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Primera edición: Septiembre, 2020
ISBN: 978-84-18297-53-3
Producción del ebook: booqlab
«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o scanear algún fragmento de esta obra»
A ti lector, por atreverte a leer algo
tan loco y diferente.
A mi gran amiga Laura B. Sorlí,
trabajar con ella es pura diversión.
Y como siempre, a mi familia.
Josep Játiva
A mi madre, Júlia, que siempre
ha creído en nosotros y en nuestro loco
proyecto y por supuesto a mi gran amigo
Josep Játiva, sin el cual nada de esto
tendría sentido. Gràcies!
Laura B. Sorlí
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I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
Epílogo
Los otros colores no me interesan. Para mí no existe ninguno más.
Me da igual que la dependienta de la tienda de cosmética, a la que acudo cada vez que me quedo sin pintalabios, me recomiende los tonos que mejor combinan con mis ojos, con mi tono de piel o las nuevas tendencias en colores.
—Ahora lo que se lleva es el tono escarlata.
«Siempre igual…». Al principio le sonreía educadamente, comentándole que no me interesaba lo que me ofrecía, que tenía una idea muy clara del tono que deseaba, pero a ella no le importaba y seguía con alguna oferta superflua.
—Me da igual, señorita. A mí solo me interesa el color carmesí —le digo tajante y severa—. ¿Me puedes sacar uno, por favor?
—¿Ha mirado en aquella estantería? —me pregunta sin mostrar cambios en su expresión, con anodina sonrisa.
Me entran ganas de contestarle alguna barbaridad. Es obvio que, si hubiera mirado y finalmente lo encontrara, no estaría aquí preguntando.
La dependienta sigue con su mirada y sonrisa vacía. Observándome. Esperando una respuesta con cara amigable. Me altera, me desconcierta. ¿Acaso necesita una contestación a tal interrogante?
Le contesto afirmativamente con la cabeza y me regaño a mí misma por seguir acudiendo a esta tienda. «Nunca más. ¡Nunca más!». Pero al final, aquí estoy reprimiendo mi carácter por conseguir una barra de labios. En el fondo me gusta, lo sé. Este deseo de violencia, esta ansia de dominación me excita y sé que esta noche volveremos a sentirnos compenetrados. Lo deseo tanto.
—Si no hay ahí, no quedan —contesta amistosamente.
—¿Por qué siempre que vengo nunca os queda? No lo entiendo —pregunto y la miro directa a los ojos—. Sabes que lo suelo comprar de forma regular. Es más, estoy cansada de expresarte mi interés en adquirir más de una unidad, pero siempre los pides con cuentagotas y me haces volver a por él, otro día.
—Bueno, es que el color carmesí dejó de ser tendencia hace varios años. Puede llevarse el tono escarlata. —Y me vuelve a enseñar tal vulgaridad—. A efectos prácticos es lo mismo.
La miro indignada.
—Da igual. Déjalo. Voy a volver a mirar en la estantería —le comento, emprendiendo la marcha.
Aquella situación me agita por dentro y tengo miedo de perder el control.
Tranquilo, me contendré hasta esta noche, solo para ti.
—Si lo desea, puedo mirar si nos queda en el almacén. —Escucho su aclaración, sin interés.
—Haz lo que quieras —susurro.
Aprovechando que la dependienta no me quita ojo, me agacho provocativamente para acceder al estante a ras de suelo.
«¿Ves estas nalgas? Ni naciendo dos veces conseguirías unas como estas, guapa», sentencio para mis adentros. Mientras, voy desordenando el expositor con inocente coqueteo, pero sin pausa.
Pasados unos minutos, la dependienta me pregunta si deseo alguna marca en particular. Tiene que pedir la barra labial al proveedor. «¡Vaya novedad!». Le vuelvo a explicar que el fabricante no es importante siempre que el tono sea el que me gusta, el único que me hace sentir mujer. El rojo carmesí.
Salgo de la tienda fogosa, impaciente por perderme entre tus brazos de nuevo.
Acabo comprando el lápiz labial en unos grandes almacenes como una mujer contemporánea más a la que poco le importa el comercio local y la precariedad laboral. Este hecho nutre el deseo de maldad que me mantiene encendida y ansiosa por estar a tu lado, y acariciar un cuerpo que sé que castigaré sin remordimientos.
Una vez en casa, como cada noche, deslizo mi barra de labios sobre el contorno de mi boca y me esfuerzo en conseguir un tono sensual. Ese que tanto te gusta, ese tono ardiente.
Antes de conocerte era una mujer común, una de esas que compraba pintalabios según el precio de la etiqueta. Unas veces color fantasía, otras, colores brillantes con reflejos de metal, pero ahora soy otra mujer. Una mujer, muy mujer. Soy dueña de mí misma. Yo decido lo que quiero y cómo. Y hoy te deseo, otra vez. Quiero seguir notando tu cuerpo, tu fuerte abrazo sobre mí. Me entrego al amor, a tu pasión brusca e intensa. Tranquilo, esta noche vuelvo a estar preparada. Observarás de nuevo mis labios carmesí antes de azotarme con tu látigo y cubrirme del placer de la agonía. Mi dulce placer de tonalidades rojizas y agónico carmesí.
Mis dedos resbalan distraídamente sobre la ajustada falda de cuero brillante que he elegido para nuestro encuentro prohibido, a juego con ese corpiño negro y bermellón tan intenso como el carmesí de mis labios, como el carmesí de la sangre. Esa prenda que hace que tus ojos ardan de deseo cada vez que me miras.
Mi corazón se acelera con solo pensarte. Tus robustas manos sobre mi cuello, ejerciendo la justa presión que me hace sentir más viva que nunca. Noto cómo mis venas bombean a una velocidad vertiginosa. Palpitan bajo esta piel que solo anhela tus caricias de fuego y la fusta que azota el final de mi espalda.
El reloj parece estar jugando conmigo, pues las horas no avanzan y no veo el momento de salir hacia nuestra habitación de hotel. Como la que reservamos la noche en la que todo cobró sentido. Aquella noche en la que juntos, destripamos a esa pareja que quiso invadir nuestro ritual de seducción y agónico placer. Qué tontos fueron al pensar que les dejaríamos compartirlo con nosotros, aunque sin pretenderlo fueron el comienzo de algo mucho más intenso.
Recuerdo cómo nos miraban desde el otro lado del club y cómo se entrometieron entre nuestras miradas cómplices, rompiendo la magia con verborrea estúpida y sin sentido. «Podríamos, ya sabéis, hacer intercambio de parejas. Me gusta tu chica. ¡Joder! ¡¡Qué buena estás!! Y a mi chica le gustas tú. ¿Qué os parece? ¿Lo hacemos? ¡Sería una pasada azotar ese culito mientras me arañas la espalda! Y tú, no sabes las ganas que tiene mi chica de pellizcarte esos pezones con las pinzas eléctricas...». Bla, bla, bla... No dejaban de hablar, de interrumpir, de apagar lo que llevábamos toda la noche avivando. Hasta que de pronto nuestros pensamientos se entrelazaron como nunca antes y los dos tuvimos la misma idea. «De acuerdo», dijiste muy serio. Mi cuerpo se estremeció de placer. «Vayamos a un hotel». Me agarraste del brazo, te acercaste a mi oído y susurraste: «comámonos sus corazones». Un escalofrío de satisfacción recorrió mi espalda y la más perversa de las sonrisas se dibujó en mi rostro, había encontrado a mi alma gemela. Eras tú, por fin lo confirmaba.
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