El sujeto se acerca a nosotros, vuelve a mostrar su pistola y dispara en tu cabeza sin rastros de compasión. La visera del casco queda manchada por completo de sangre y trozos de cerebro. Grito enloquecida, e intento liberarme de la trampa en la que se ha convertido nuestro vehículo, pero mis manos resbalan torpemente sobre la sangre que me rodea.
Enloquezco por completo. Esa cosa de extrañas facciones, que no puedo ver con claridad, golpea con sus botas sadomasoquistas de plataforma tu delicado cuello incontables veces hasta conseguir separarte la cabeza del cuerpo. Yo cierro mis ojos para evadirme de tal horror, pero la vibración del suelo producida por cada impacto me hace imposible bloquear tanto dolor. Grito, grito sin descanso dejándome la voz. Desesperada y enajenada, golpeo los hierros de la motocicleta. El ser patea tu cabeza perforada y la aparta de ti. Se arrodilla y empieza a succionar la sangre que brota de tu cuello, convertido ahora en una fuente de agua carmesí.
Al fin consigo liberarme. Arrastro mi cuerpo lubricado con sangre sobre el asfalto, pero siento cómo el engendro me oprime el tobillo y se gira violentamente hacia mí. Consigo verle la cara, pero soy incapaz de discernir si es hombre o mujer, no parece humano. Pese al dolor que experimento consigo clavarle el tacón de mi zapato en un ojo. Me regodeo en su dolor y aprovecho para liberar mi dolorida pierna de sus garras. El ser reacciona destrozando mi calzado y salta sobre mí. Acerca su boca a mi oído y susurra: «Ozark. Dea Vermiculus». Su voz susurrante y totalmente asexual, penetra en mis oídos nublando mi mente.
Noto cómo recorre su lengua por mi cuello, mis hombros, mis pechos. Una fuerza extraña me mantiene presa. Quedo completamente en sus manos, expuesta a él, esperando a recibir su diabólico aliento. Lloro. Me derrumbo al contemplarte allí, separado, convertido en un puzle siniestro. Nunca más volveré a sentirte, a amarte, a divertirme contigo. Mis piernas se separan aún, ofreciendo poderosa resistencia. Roces extraños experimento en mis muslos y gotas de sudor caen por mi frente. Me falta el aliento, encerrada en el interior del casco protector. Puedo verle a través de la visera, pese a las manchas sangrientas que no desaparecen. Estas, me recuerdan una vez más que no volverás a poseerme, no volverás a mostrarme tu látigo, tu severidad, tu talento en el arte de la amatoria y me preparo para recibir una muerte sádica y sexual a manos de este ser desconocido.
De repente, me siento liberada y una gran cantidad de líquido cálido me rocía, mojando pecho y estómago. Seguidamente el sujeto se desploma sobre mí. Lo aparto angustiada y me doy cuenta de que ha muerto.
—Tranquila, este demonio ya no puede hacerte nada —comenta un joven con vestimenta ajustada mientras sostiene la katana con la que acaba de rebanar al ser que casi consigue violarme. El cuerpo sin vida se desintegra ante nuestros ojos.
Me extiende su mano y yo la acepto.
—Así que eres tú a quien buscan... —dice con su masculina voz y sonrisa angelical.
Sus ojos grises, su aspecto musculado, sin excesos, y su pelo largo y rubio hubieran enamorado a cualquier mujer, pero no a mí. Quizás sea porque todavía estoy aturdida por lo ocurrido, o porque ese tipo de hombre tan inocente no me excita, pero mi mente por una vez no piensa en él como un objeto sexual. Simplemente me dejo llevar presa de su aura benevolente y protectora.
—¿Qué hacéis ahí parados? No tenemos tiempo. Los están reteniendo, pero cada vez llegan más y ya nos superan en número. ¡¿Qué coño tienes que los vuelve tan locos?! —Una chica, que viste el mismo atuendo que mi rescatador, de cuerpo fibrado y pocas curvas, nos grita a ambos desde mitad de la calzada. Ha aparecido por la esquina derecha del cruce agitando una espada que brilla con tonos rojizos.
Yo aprovecho los pocos segundos de calma para quitarme el casco y recuperar el oxígeno que este me robaba.
—¿Cuántos hay? —pregunta el misterioso joven emocionado.
—No, ni de coña. No vamos a enfrentarnos a ellos, ya sabes cuál es nuestra misión, así que centrémonos en ella... —La mujer suspira mientras guarda su katana llena de sangre—. Hay que salvar a «la diosa carmesí» —añade, creando unas comillas con los dedos. Tiene los ojos de un verde intenso y su cabello negro azulado, corto y desgreñado, le enmarca la cara en un óvalo perfecto.
La decepción se dibuja en el rostro del guerrero y la mujer lo regaña con la mirada, como una leona a su cachorro cuando ha hecho alguna travesura. Mi cara de completa perplejidad no pasa inadvertida para la extraña pareja que me mira interrogante. Él, a unos pocos pasos de mí, y ella acercándose rápidamente a nosotros.
—Pues... no sé qué te ven de especial, pareces una chica del montón... —La muchacha me estudia con la mirada mientras nos alcanza—. Vamos, luego hablaremos de todo esto, ahora tenemos que ponerte a salvo —añade, mientras me agarra del brazo—. No sé por qué, pero esas cosas te quieren a toda costa. ¡Nunca había visto tantos de ellos juntos! —Me arrastra por la calle en dirección opuesta al cruce por el que ha aparecido, me aleja de ti, de los restos inertes de tu precioso cuerpo.
—¡NOOOO! —grito de repente—. ¡No quiero alejarme de él! ¡No podéis separarnos así!
Y sin que logren retenerme, me abalanzo sobre tu cabeza. Tu cara permanece intacta. La sujeto con ambas manos y tras mirar tus ojos sin vida, te beso apasionadamente tiñendo mis labios con el perfecto carmesí de tu sangre. Nuestro último beso, amor mío.
Unos sonidos extraños, como el chirriar de una bicicleta oxidada, se escuchan a lo lejos. Abro los ojos y poco a poco separo nuestros labios. Por la esquina del cruce, atino a ver unas siluetas humanas que se mueven de forma rara y amorfa.
—¡Mierda, son más de los que esperábamos, parece que han superado al batallón! —grita la mujer más para ella que para nosotros—. ¡Vámonos, vámonos ya!
Me pone en pie de un tirón de brazo y empieza a arrastrarme sin que pueda, siquiera, pensar en llevarle la contraria. Tu cabeza resbala, inevitablemente, de entre mis manos.
—¡Id hacia el coche! Yo me encargo de ellos... —El hombre prepara su espada y adopta una pose desafiante. Una sonrisa se dibuja en su cara. Antes de que me de cuenta, ha echado a correr en dirección a los monstruos. Parece volar.
Con gran maestría, blande su espada en perfectos cortes que cercenan cuellos, brazos y piernas a una velocidad pasmosa. Sin dejar de cortar con la mano derecha, desenfunda otra espada con la izquierda y empieza un baile sincronizado con ambas katanas y las extremidades y cabezas de los engendros malignos.
—¡Será chulo! No puede evitarlo, tiene que lucirse continuamente... «Yo llevo más muertos que tú». Siempre con la misma cantinela —farfulla la muchacha, malhumorada—. Le acabarán matando por su puto orgullo o me tocará salvarle a mí, como si lo viera... —sigue diciendo a nadie en particular.
Aceleramos el paso y doblamos una esquina, entramos en un callejón sin salida; al final de este hay un coche oscuro, no tiene matrícula, ni signos distintivos, es totalmente negro incluyendo los cristales. La mujer, que por fin me ha soltado, se aprieta la parte interior de la muñeca con dos dedos. El coche hace un sonido y las luces parpadean. «Qué sistema más curioso», pienso.
—Rápido, entra en la parte de atrás —me dice, mientras ella misma se introduce en el lado del conductor—. A ver qué está haciendo el loco este... Como le maten... ¡Lo remato!—. Y suelta un gruñido.
Arranca el motor y acelera quemando rueda, salimos disparadas del callejón hacia la maldita calle donde todo ha terminado entre nosotros. Por la ventanilla veo en una rafaga lo que queda de ti y unas lágrimas amargas se deslizan por mis pálidas mejillas.
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