Wu Ch'êng-ên - Rey Mono

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La historia del picaresco Mono y sus encuentros con espíritus mayores y menores, dioses, semidioses, de­mo­nios, ogros, monstruos y hadas en su camino para alcanzar la iluminación es la novela más popular en la historia del Lejano Oriente —el Quijote de la literatu­ra china— y un clásico de la literatura universal. He aquí una combinación de actos asombrosos y escenas de la vida cotidiana, lecciones de madurez y muy buen humor. Narración de primerísimo nivel, colmada de personalidad y diversión, 
Rey Mono es una obra única en su combinación de belleza y absurdo, profundidad y sinsentido. Folclor, alegoría, religión, historia, sátira antiburocrática y poesía. En 1942 Arthur Waley, reconocido orientalista y sinólogo británico, tradujo al inglés una versión abreviada del original en chino. Por primera vez en español, Perla Ediciones ofrece una traducción del trabajo íntegro de Arthur Waley, fiel al espíritu y al significado del original. "No existe nada igual a 
Rey Mono en la literatura occidental. Imagina una combinación de novela picaresca, cuento de hadas, 
fabliaux , Mickey Mouse, Davy Crockett y 
El progreso del peregrino ; y luego figúrate, si puedes, que cada uno de estos elementos se fusiona en un todo artístico de tal modo que, sin importar cuán fantástica sea la aventura o cuán enigmática sea la alegoría, la caracterización y el significado siempre permanecen humanos." The Nation

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Así, como antes había hecho, transformó sus pelos en miles de monitos que empezaron a robarse las armas. Algunos conseguían cargar seis o siete, otros tres o cuatro, hasta que poco después el arsenal quedó vacío. Luego un fuerte vendaval mágico los llevó de vuelta a la cueva. Los monos que se encontraban en casa jugaban frente a la puerta de la cueva cuando de repente vieron una multitud de monos en el cielo; se asustaron tanto que todos se precipitaron a esconderse. Unos momentos después, Mono hizo descender su nube y convirtió a los miles de monitos en pelos. Amontonó las armas en la ladera y gritó:

—¡Pequeños, vengan por sus armas!

Para su sorpresa, hallaron a Mono de pie en el suelo y a solas. Corrieron a rendirle homenaje y éste les explicó lo que había sucedido. Cuando lo hubieron felicitado por su desempeño, empezaron a agarrar espadas y alfanjes, a levantar hachas, a pelearse por las lanzas y a llevarse arcos y ballestas. Esa competencia, que fue muy ruidosa, duró la jornada entera.

Al día siguiente llegaron desfilando, como de costumbre, y el pase de lista reveló que en total eran cuarenta y siete mil. Las bestias salvajes de la montaña y los reyes demonios de toda clase, moradores de no menos de setenta y dos cuevas, fueron a rendirle homenaje a Mono, y de ahí en adelante llevaron tributos cada año y se alistaron una vez cada estación. Algunos proporcionaban trabajo, y otros, suministros. La montaña de Flores y Fruta se volvió tan fuerte como una cubeta de hierro o una muralla de bronce. Los reyes demonios de diferentes distritos también presentaron tambores de bronce, estandartes de colores, yelmos y cotas de malla. Entrenaban y marchaban a diario, armando un tremendo ajetreo. Todo iba bien cuando, de repente, un buen día Mono les dijo a sus súbditos:

—Parece que van muy bien con el entrenamiento, pero a mí la espada me resulta muy incómoda y de hecho no me gusta nada. ¿Qué hacer?

Los cuatro monos ancianos dieron un paso al frente:

—Gran Rey, es completamente natural que usted, al ser un inmortal, no tenga interés en usar esta arma terrenal. ¿Considera que le sería posible conseguir una de los moradores del mar?

—¿Y por qué no, si se puede saber? —dijo Mono—. Desde mi iluminación he llegado a dominar setenta y dos transformaciones. Lo más maravilloso de todo es que puedo montar las nubes. Puedo volverme invisible. Puedo penetrar el bronce y la piedra. El agua no puede ahogarme y el fuego no puede quemarme. ¿Qué me impide conseguir un arma de los poderes del mar?

—Bueno, si puede hacerlo, adelante —dijeron—. El agua que corre bajo este puente de hierro viene del palacio del Dragón del mar del Este. ¿Y si va y le hace una visita al Rey Dragón? Si le pide un arma, sin duda le encontraría algo adecuado.

—Ya lo creo que iré.

Mono fue a la cabeza de puente, recitó un hechizo para protegerse de los efectos del agua y se metió de un brinco, avanzando junto con el curso del agua hasta llegar al fondo del mar del Este. Enseguida lo detuvo un iaksa que patrullaba las aguas.

—¿Qué deidad es ésa que viene por el agua? —preguntó—. Preséntate y anunciaré tu llegada.

—Soy el Rey Mono de la montaña de Flores y Fruta —dijo Mono—. Soy vecino cercano del Rey Dragón y pienso que debería conocerlo.

El iaksa comunicó el mensaje; el Rey Dragón se levantó presuroso y acudió a la puerta de su palacio, llevando consigo a sus hijos y nietos dragones, a sus soldados camarones y sus generales cangrejo.

—Pasa, alto inmortal, pasa —dijo.

Entraron al palacio y se sentaron frente a frente en el asiento superior. Después de tomar el té, el dragón preguntó:

—Dime: ¿cuánto tiempo has estado iluminado y qué artes mágicas has aprendido?

—Desde la infancia he llevado una vida religiosa —dijo Mono—, y ahora estoy más allá del nacimiento y la destrucción. A últimas fechas he estado entrenando a mis súbditos sobre cómo defender su hogar, pero yo mismo no tengo un arma apropiada. Se me dice que mi honrado vecino, dentro de los portales de concha de su palacio de verde jade, con toda seguridad cuenta con muchas armas mágicas de sobra.

Al Rey Dragón no le gustaba negarse y ordenó a un capitán trucha que llevara una enorme espada.

—No soy bueno con la espada —dijo Mono—. ¿No podrías encontrar algo más?

Entonces el Rey Dragón le dijo a un guardián chanquete que con ayuda de un portero anguila sacara una horca de nueve púas. Mono la agarró y dio unas estocadas de prueba.

—Es muy ligera —dijo— y no se adapta al tamaño de mi mano. ¿No me puedes encontrar algo más?

—No entiendo a qué te refieres —dijo el Rey Dragón—. La horca pesa mil seiscientos kilogramos.

—No se adapta a mi mano —dijo Mono—; no se adapta a mi mano.

El Rey Dragón estaba muy ofendido. Les ordenó a un general brama y a un general de brigada carpa que sacaran una enorme alabarda que pesaba tres mil doscientos kilos. Mono la agarró y, después de dar unas estocadas y bloqueos, la hizo a un lado.

—Sigue siendo muy ligera.

—Es el arma más pesada que tenemos en el palacio —dijo el Rey Dragón—. No tengo nada más para mostrarte.

—Dice el proverbio: “De nada le sirve al Rey Dragón fingir que no tiene tesoros” —dijo Mono—. Vuelve a buscar y, si encuentras algo apropiado, te daré un buen precio.

—Te advierto que no tengo nada más —dijo el Rey Dragón.

En ese momento la madre dragón y su hija salieron discretamente de los cuartos del fondo del palacio y dijeron:

—Gran Rey, vemos que este mono sabio tiene unas capacidades poco comunes. En nuestro tesoro está el hierro mágico con que se apisonó la cama de la Vía Láctea. Lleva varios días brillando con una extraña luz. ¿No sería esto quizá el presagio de que debíamos dársela al sabio que acaba de llegar?

—Ésta —dijo el Rey Dragón— es la cosa que usó el Gran Yü cuando contuvo el Diluvio para reparar la profundidad de los ríos y los mares. No es más que una pieza de hierro sagrado. ¿De qué le serviría?

—No te preocupes por si la usa o no —dijo la madre dragona—. Sólo dásela y, si puede con ella, deja que se la lleve.

El Rey Dragón accedió y se lo dijo a Mono.

—Tráemela y le echaré un vistazo —dijo Mono.

—¡De ninguna manera! —respondió el Rey Dragón—. Es demasiado pesada para moverla. Tendrás que ir tú a verla.

—¿Dónde está? —preguntó Mono—. Muéstrame el camino.

El Rey Dragón lo llevó al tesoro del mar, donde enseguida vio algo que brillaba con innumerables rayos de luz dorada.

—Ahí está —dijo el Rey Dragón.

En actitud de respeto, Mono se acicaló y se acercó al objeto. Resultó ser un grueso pilar de hierro, como de seis metros de largo. El Mono tomó un extremo con ambas manos y lo levantó un poco.

—Un pelín demasiado largo y demasiado grueso —dijo. Enseguida el pilar se achicó unos metros y se estrechó. Mono lo sintió—. Un poco más chico no haría daño —añadió.

El pilar volvió a encogerse. Mono estaba encantado.

Al sacarlo a la luz, descubrió que en cada extremo había un broche de oro, mientras que el resto era de hierro negro. En el extremo más cercano tenía la inscripción BASTÓN DE LOS DESEOS CON BROCHES DE ORO. PESO: SEIS MIL CIENTO VEINTITRÉS KILOGRAMOS.

“¡Magnífico! No podría esperar un mejor tesoro que éste”, pensó Mono.

Sin embargo, mientras avanzaba decía para sus adentros, toqueteando el bastón: “Si fuera tantito más chico, sería maravilloso”. Y, en efecto, cuando salió ya no medía mucho más de medio metro. Mira nada más cómo hace alarde de su magia, cómo hace súbitas estocadas y pases de camino de regreso al palacio. El Rey Dragón temblaba viendo aquello, y los príncipes dragones estaban en un revuelo. Tortugas de tierra y de mar metieron las cabezas en sus caparazones; los peces, los cangrejos y los camarones buscaron un escondite. Mono, con el tesoro en la mano, se sentó junto al Rey Dragón.

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