—¿Entonces reconoces la profundidad de mis palabras? —preguntó el patriarca—. Dime, ¿cuánto tiempo has estado en la escuela?
—Puede parecer un poco tonto —dijo Mono—, pero en realidad no sé cuánto tiempo. Sólo recuerdo que, cuando me mandaron por leña, subí la montaña detrás de la cueva y encontré ahí una pendiente totalmente cubierta de durazneros. Siete veces me he empachado con esos duraznos.
—Se llama la colina de la Brillante Flor de Durazno —dijo el patriarca—. Si has comido ahí siete veces, supongo que has estado aquí siete años. ¿Qué clase de sabiduría esperas ahora obtener de mí?
—Eso te lo dejo a ti —dijo Mono—. Cualquier clase de sabiduría. Para mí toda es una misma.
—Hay trescientas sesenta escuelas de sabiduría —dijo el patriarca—, y todas conducen a la autorrealización. ¿Qué escuela deseas estudiar?
—La que consideres mejor —dijo Mono—. Soy todo oídos.
—Muy bien; ¿qué te parece el arte? —sugirió el patriarca—. ¿Te gustaría que te enseñara eso?
—¿Ésa qué clase de sabiduría es?
—Con el arte podrías llamar a las hadas y montar el ave fénix, adivinar con las varillas de milenrama y saber cómo evitar el desastre y buscar fortuna.
—Pero ¿viviré para siempre? —preguntó Mono.
—Claro que no —aclaró el patriarca.
—Entonces no me sirve de nada.
—¿Y qué te parecería la filosofía natural? —preguntó el patriarca.
—¿Eso de qué se trata?
—Son las enseñanzas de Confucio, de Buda y de Lao Tsé, de los dualistas y Mo Tzu y los doctores de la medicina; leer las escrituras, rezar, aprender a tener expertos y sabios a tu entera disposición.
—Pero ¿viviré para siempre? —preguntó Mono.
—Si eso es en lo que piensas —dijo el patriarca–, me temo que la filosofía no te servirá más que un puntal en la pared.
—Maestro: yo soy un hombre común y corriente y no entiendo ese tipo de discursos. ¿A qué te refieres con un puntal en la pared?
—Cuando un grupo de hombres construye un cuarto —le explicó el patriarca— y quiere que se mantenga firme, pone un pilar que apuntale las paredes. Sin embargo, un buen día el techo se cae y el pilar se viene abajo.
—Eso no suena a una larga vida —dijo Mono—. ¡No voy a aprender filosofía!
—¿Y qué me dices del quietismo? —preguntó el patriarca.
—¿Eso en qué consiste? —preguntó Mono.
—Poca comida, inactividad, meditación, restricciones en las palabras y las acciones, yoga prostrado o de pie —le explicó el patriarca.
—Pero ¿viviré para siempre? —preguntó Mono.
—Los resultados del quietismo no sirven más que la arcilla cruda en el horno.
—Qué mala memoria tienes —dijo Mono—. ¿No te acabo de decir que no entiendo esa palabrería? ¿A qué te refieres con arcilla cruda en el horno?
—Los ladrillos y las tejas pueden estar esperando, listas y formadas, en el horno, pero si aún no se cuecen, llegará un día en que caigan fuertes lluvias y arrasen con ellas.
—Eso no suena muy prometedor para el futuro —dijo Mono—. Creo que descartaré el quietismo.
—Puedes probar con ejercicios —propuso el patriarca.
—¿A qué te refieres? —preguntó Mono.
—A diferentes formas de actividad, como los ejercicios llamados “Juntar el yin y reparar el yang”, “Tensar el arco y accionar la catapulta”, “Frotar el ombligo para pasar aire”. Están también las prácticas alquímicas, como la “Explosión mágica”, “Quemar los carrizos y encender el trípode”, “Potenciar el minio”, “Derretir la piedra de otoño” y “Beber leche de la novia”.
—¿Y éstos me van a hacer vivir para siempre? —preguntó Mono.
—Desear eso —dijo el patriarca— sería como tratar de pescar a la luna para sacarla del agua.
—¡Y dale! —exclamó Mono—. ¿A qué te refieres con sacar a la luna del agua, si se puede saber?
—Cuando la luna está en el cielo, se refleja en el agua. Parece la luna real, pero si tratas de agarrarla te das cuenta de que es una mera ilusión.
—Eso no suena bien —dijo Mono—. No aprenderé ejercicios.
—¡Vamos! —gritó el patriarca; bajó de la plataforma, agarró la nudillera y, apuntando a Mono, dijo—: ¡Simio desgraciado! No quieres aprender esto, no quieres aprender eso otro. Me gustaría saber qué es lo que sí quieres —y al decirlo golpeó al mono en la cabeza tres veces.
Luego unió las manos atrás de la espalda y se fue al cuarto interior dando grandes zancadas, despidió a su público y cerró la puerta con llave tras él. Todos los discípulos se indignaron con Mono.
—¡Simio infame! —le gritaron—, ¿crees que ésa es la manera de comportarse? El maestro ofrece enseñarte y, en lugar de aceptar agradecido, te pones a discutir con él. Ahora está ofendidísimo y quién sabe cuándo volverá.
Todos se notaban muy enojados y le lanzaban cualquier clase de improperios; sin embargo, Mono no estaba disgustado en lo más mínimo y simplemente respondió con una amplia sonrisa. La verdad es que él entendía el lenguaje de las señales secretas: por eso no había seguido el pleito ni intentado discutir. Sabía que el maestro, al golpearlo tres veces, estaba dándole una cita en la tercera guardia y que salir con las manos juntas en la espalda significaba que Mono debía buscarlo en los aposentos interiores. Que cerrara la puerta con llave significaba que debía dirigirse a la puerta trasera para que recibiera instrucciones.
El resto del día retozó con los otros discípulos enfrente de la cueva, aguardando impaciente que llegara la noche. En cuanto empezó a oscurecer, fue, igual que los demás, a su sitio para dormir. Cerró los ojos y respiró a un ritmo suave y regular para fingir que dormía. En las montañas no hay un vigilante que haga guardia o anuncie la hora, así que todo lo que podía hacer Mono era contar sus aspiraciones y espiraciones. Cuando calculó que ya debía de ser la hora de la rata —de las once de la noche a la una de la mañana—, se levantó muy silencioso, se puso la ropa, abrió la puerta con delicadeza, dejó a sus compañeros y se dirigió a la puerta trasera. En efecto, estaba entreabierta. “Con toda seguridad el maestro piensa darme instrucciones”, dijo Mono para sus adentros, así que entró con sigilo y fue directo a la cama del maestro. Al encontrarlo hecho bolita y acostado con la cara a la pared, Mono no se atrevió a despertarlo y se arrodilló a un lado. En ese momento el patriarca se despertó, estiró las piernas y murmuró para sus adentros:
¡Difícil, muy difícil!
El camino es un gran secreto.
¡Nunca manipules el elíxir de oro como si fuera un simple
[juguete!
Aquel que confía las oscuras verdades a oídos indignos
inútilmente mueve mandíbula y lengua hasta que se le seca
[la boca.
—Maestro, llevo un buen rato aquí arrodillado —dijo Mono cuando vio que el patriarca estaba despierto.
—¡Mono desgraciado! —dijo Subodhi, que al reconocer esa voz quitó las cobijas y se incorporó—. ¿Por qué no estás en tu propia habitación, en vez de venir a la mía por atrás?
—Hoy en la clase me ordenaste que viniera en la tercera guardia por la puerta trasera a recibir instrucciones. Por eso me aventuré y vine directo a tu cama.
El patriarca estaba encantado. Pensó: “Este sujeto en verdad ha de ser, como él dice, un producto natural del cielo y la Tierra. De otro modo nunca habría entendido mis señales secretas”.
—Estamos solos —dijo Mono—, nadie puede oírnos. Apiádate de mí y enséñame el camino de la larga vida. Nunca olvidaré tu favor.
—Muestras disposición —dijo el patriarca—. Entendiste mis señales secretas. Acércate y escucha con atención. Te voy a revelar el secreto de la larga vida.
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