Te vi ayer en el Norte;
vi en el Norte lo mismo, el mismo
y primario dolor sobre los cuerpos,
el aguardiente galopando a sorbos
y lo demás lo mismo: el mismo
brazo sudando a contraluz sangrienta,
el mayoral que brama entre los árboles,
los mismos ojos sin calor, la misma
temblorosa epilepsia del sudor,
los mismos exprimidos,
¡los mismos coronados!
Esta noche, en el Sur,
me he mirado en tus ojos.
Soy como tú,
la misma turbulencia contra el mismo espejismo,
idéntico remanso bajo la misma noche.
Conservo el sortilegio
de estas zonas arbóreas que me cercan.
Tengo la risa ronca
y estas anchas tristezas.
De piel morena, oscura,
pisando en el calor exasperado.
DESPIERTAN LAS FOGATAS (1953)
CASTIGO
A esta pobre comarca
le han cruzado la piel a latigazos,
le inflamaron los pozos
negros del llanto,
la cicatriz de la ira,
le abrieron los muñones a golpazos,
a insoportables ramalazos secos.
Le han rajado la cara
con estampidos de odio.
Y ayer, ¡qué bien sonaba! ¡Qué bien
su mandiocal sonoro,
sus caballos que andaban enloqueciendo el belfo
por el nivel lluvioso del paisaje,
su juvenil coraje de muchacho,
su música de troncos,
su quebracho!
Aquí,
aquí han puesto la mano,
aquí desbarataron las centellas,
aquí las iniciales de los jóvenes muertos
van del bucle del aire a los claveles,
aquí el puñal del odio,
aquí mataron.
Severa era la vida, como el ceño
ilustre del anciano que con barba de maíces
trajinaba sus pies por la comarca;
severa la intemperie, severo el infalible
recuento de los astros. ¡Y qué bien alumbraba
la lumbre sobre el leño!
Pero aquí han puesto fuego,
hambre,
polvo desaliñado,
cenizas y mortajas;
le han sorbido los huesos, le han labrado
la cara con hachazos.
Aquí han puesto la mano.
Y además, golpes,
golpes rabiosos,
golpes en la cara,
¡feroces puñetazos extranjeros!
Usted sabe, señor,
qué alegría colgaba en la floresta;
qué alegría severa
como raigambre sudorosa;
cómo el alegre polvo veraniego
fulguraba en su lámina esplendente,
cómo, ¡qué alegremente andábamos!
¡Qué alegremente andábamos!
Usted sabe, señor,
usted ha visto cómo
la lluvia torrencial sempiterna caía
sobre un textil aroma de bejucos salvajes
y cómo iba dejando con sus pétalos húmedos
su flora resbalosa,
su acuosa florería.
Usted sabe, señor,
cómo los sementales retozaban
hartos de florecer, jubilosos de hartazgo,
y poderosamente la noche deponía
su amargura en la altura del rocío
tal como deponía la desdicha
su arma en las arboledas.
Usted sabe qué alegre
aflicción de racimos por las ramas
en frutal arco iris vespertino;
cómo alegres luciérnagas subían
a encender las estrellas,
a conducir azahares que estallaban
como emoción nupcial o lumbraradas.
Usted sabe, señor,
que antes de que aquí se enseñoreara
la pobreza, frunciendo hasta las hojas,
desesperando el aire,
bien sabe, bien conoce
que cualquier miserable aquí podía
fortificar un canto en su garganta,
en su pecho opulento.
(¡Cómo podías reír, muchacha mía!
Juvenil, ¡cómo izabas
una sonrisa fértil como un grano,
cómo te coronaban los jazmines
y cómo yo apuraba
mi vaso de fervor! ¡Qué alegres éramos!)
Antes,
antes de la amargura,
antes de que sorbiéramos
un caudaloso cáliz de indigencias boreales,
antes de que amarraran los perfumes,
antes de que supiéramos
que en su reverso el sol guardaba al hambre,
¡qué alegres caminábamos!
Antes,
antes de que al aura ofendieran,
de arrancar la raíz sangrándole los bulbos,
antes del mayoral, del tiro, antes del látigo,
qué alegría, señor,
¡qué alegremente andábamos!
Es el sur.
Residuos óseos. Blancas osamentas
de reses que cayeron derribadas
por un golpe feroz de polvaredas.
Hierba vieja.
Es el sur.
Sequía. Las cañas orilleras
desafían al sol con sus penachos
de sequedad y soledosa pena.
Cañas secas.
Es el sur.
Rastrojos. Manantial seco, desierta
respiración sedienta de los cielos
sobre la red fogosa de la tierra.
Agua muerta.
Es el sur.
Escuálidas mujeres. Cabelleras
como fibras hostiles que parecen
despojos sin sostén de la tristeza.
Pálidas hebras.
Es el sur.
Fosca desolación. Fondo de hoguera
que estampa su amarilla vestidura
en un pobre ramaje de arboledas.
Polvaredas.
Es el sur.
Rígidas líneas, rojas carreteras
bostezando su tedio en el silencio
de los montes oscuros que bordean.
Sol que tuesta.
Es el sur.
Árboles quietos. Niños que contemplan
con los lívidos ojos y los vientres
al viento, como cruces de pobreza.
Hambre negra.
Sol que tuesta.
Cañas secas.
Agua muerta.
El Sur!
Insufrible vacío que se incendia!
Julio: vuelvo a escribirte ahora, madurado
en este oficio amargo de recordar mi tierra,
llena de estragos hondos y un sino desolado,
la que dejó mi vida tendida en su costado
izando hasta su cielo las sombras de la guerra.
Te recuerdo plantado como un árbol frondoso
ante el nivel caliente de un crepúsculo abierto,
árbol antiguo, agreste; ramaje poderoso
de empurpurada tierra, de polvo fragoroso
resumiendo el silencio del paisaje desierto.
Cuando imagino, Julio, que allí la vida tiene
un telón de sombrío derrumbe oscurecido,
que es una rosa ardiente la pasión y sostiene
el corazón su rama de espinos, se me viene
la voz en hondo trueno de pasión encendido.
Has conocido siempre la vida más amarga
y su sabor amargo lo llevaste prendido
como algo que en la ciega soledad nos descarga
una dura tristeza, una tristeza larga
arándonos el pulso y el puño decidido.
Has conocido al hombre cuando enseñó el severo
reverso de su sangre poderosa y bravía,
que luego se hizo llama de fuego y sol señero,
torrentera boreal, remanso verdadero,
abriendo por los montes rayos de valentía.
Todo fue un tiempo clara severidad, tranquilo
beso del esplendor en la luz mañanera,
de roja claridad acostada en el filo
de la tarde, del limpio albor llevando en vilo
el amor, la mies clara, el sol, la primavera.
Después... lo que sabemos! Viejo dolor ceñido
al bulbo terrenal que la vida sustenta;
viejo dolor de pueblo castigado y caído,
de pueblo que levanta su ardor amanecido
en la humillada noche como dura tormenta!
Después... lo que sabemos! La libertad vendida,
vendido el cielo claro, vendidas las amigas
albas que demoraban su ramazón florida,
vendido el aire suave, la brisa atardecida,
vendido el corazón, vendidas las espigas!
La libertad, fogosa, reclama nuestra mano,
dulce como los sueños, roja como la brasa
de un tizón que resalta hacia un confín lejano.
La libertad, tan simple como un trigo lozano,
cual la mesa raída y el vino de tu casa.
¿Escucharás también la nueva melodía?
¿No has aguardado acaso que la vida recobre
Читать дальше