Elvio Romero - Contra la vida quieta

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Contra la comodidad de los poderosos, adentrándose en las raíces de la patria, que en realidad es la matria / madre de cada uno de nosotros. Así se muestra la poesía de Elvio Romero , al que tanta admiración rindió Rafael Alberti, que le dedicó algunos de sus libros. 
Contra la vida quieta es, ante todo, un canto a la vida, a la necesidad de encontrarse con las raíces para emprender un viaje contra la vida quieta, parada, inmóvil de todo lo que huele a poder y a aguas estancadas: «De abajo, / desde abajo, / de allá abajo venimos». Un canto a la patria como madre de todos, la que da identidad a esas raíces, a ese origen herido de siglos. La poesía de Elvio Romero trata de emprender un viaje que comienza en las raíces de lo popular, en la historia más pegada a la tierra, a la historia de América: Libro de la migración (Yby-omimbyré), escrito en 1966, es un viaje mítico de los pueblos indígenas del Paraguay, un viaje del mestizaje, de voces guaranís, mestizos y criollos europeos, se trata de lo que Miguel Ángel Asturias definió como una poesía con «sabor a tierra, a madera, a agua, a sol». Pocos poetas americanos han conseguido llenar la poesía de esta vida, de esta naturaleza que vive en las raíces del ser humano.

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Te vi ayer en el Norte;

vi en el Norte lo mismo, el mismo

y primario dolor sobre los cuerpos,

el aguardiente galopando a sorbos

y lo demás lo mismo: el mismo

brazo sudando a contraluz sangrienta,

el mayoral que brama entre los árboles,

los mismos ojos sin calor, la misma

temblorosa epilepsia del sudor,

los mismos exprimidos,

¡los mismos coronados!

Esta noche, en el Sur,

me he mirado en tus ojos.

Soy como tú,

la misma turbulencia contra el mismo espejismo,

idéntico remanso bajo la misma noche.

Conservo el sortilegio

de estas zonas arbóreas que me cercan.

Tengo la risa ronca

y estas anchas tristezas.

De piel morena, oscura,

pisando en el calor exasperado.

DESPIERTAN LAS FOGATAS (1953)

CASTIGO

A esta pobre comarca

le han cruzado la piel a latigazos,

le inflamaron los pozos

negros del llanto,

la cicatriz de la ira,

le abrieron los muñones a golpazos,

a insoportables ramalazos secos.

Le han rajado la cara

con estampidos de odio.

Y ayer, ¡qué bien sonaba! ¡Qué bien

su mandiocal sonoro,

sus caballos que andaban enloqueciendo el belfo

por el nivel lluvioso del paisaje,

su juvenil coraje de muchacho,

su música de troncos,

su quebracho!

Aquí,

aquí han puesto la mano,

aquí desbarataron las centellas,

aquí las iniciales de los jóvenes muertos

van del bucle del aire a los claveles,

aquí el puñal del odio,

aquí mataron.

Severa era la vida, como el ceño

ilustre del anciano que con barba de maíces

trajinaba sus pies por la comarca;

severa la intemperie, severo el infalible

recuento de los astros. ¡Y qué bien alumbraba

la lumbre sobre el leño!

Pero aquí han puesto fuego,

hambre,

polvo desaliñado,

cenizas y mortajas;

le han sorbido los huesos, le han labrado

la cara con hachazos.

Aquí han puesto la mano.

Y además, golpes,

golpes rabiosos,

golpes en la cara,

¡feroces puñetazos extranjeros!

ALEGRES ÉRAMOS...

Usted sabe, señor,

qué alegría colgaba en la floresta;

qué alegría severa

como raigambre sudorosa;

cómo el alegre polvo veraniego

fulguraba en su lámina esplendente,

cómo, ¡qué alegremente andábamos!

¡Qué alegremente andábamos!

Usted sabe, señor,

usted ha visto cómo

la lluvia torrencial sempiterna caía

sobre un textil aroma de bejucos salvajes

y cómo iba dejando con sus pétalos húmedos

su flora resbalosa,

su acuosa florería.

Usted sabe, señor,

cómo los sementales retozaban

hartos de florecer, jubilosos de hartazgo,

y poderosamente la noche deponía

su amargura en la altura del rocío

tal como deponía la desdicha

su arma en las arboledas.

Usted sabe qué alegre

aflicción de racimos por las ramas

en frutal arco iris vespertino;

cómo alegres luciérnagas subían

a encender las estrellas,

a conducir azahares que estallaban

como emoción nupcial o lumbraradas.

Usted sabe, señor,

que antes de que aquí se enseñoreara

la pobreza, frunciendo hasta las hojas,

desesperando el aire,

bien sabe, bien conoce

que cualquier miserable aquí podía

fortificar un canto en su garganta,

en su pecho opulento.

(¡Cómo podías reír, muchacha mía!

Juvenil, ¡cómo izabas

una sonrisa fértil como un grano,

cómo te coronaban los jazmines

y cómo yo apuraba

mi vaso de fervor! ¡Qué alegres éramos!)

Antes,

antes de la amargura,

antes de que sorbiéramos

un caudaloso cáliz de indigencias boreales,

antes de que amarraran los perfumes,

antes de que supiéramos

que en su reverso el sol guardaba al hambre,

¡qué alegres caminábamos!

Antes,

antes de que al aura ofendieran,

de arrancar la raíz sangrándole los bulbos,

antes del mayoral, del tiro, antes del látigo,

qué alegría, señor,

¡qué alegremente andábamos!

COSTA FERROVIARIA

Es el sur.

Residuos óseos. Blancas osamentas

de reses que cayeron derribadas

por un golpe feroz de polvaredas.

Hierba vieja.

Es el sur.

Sequía. Las cañas orilleras

desafían al sol con sus penachos

de sequedad y soledosa pena.

Cañas secas.

Es el sur.

Rastrojos. Manantial seco, desierta

respiración sedienta de los cielos

sobre la red fogosa de la tierra.

Agua muerta.

Es el sur.

Escuálidas mujeres. Cabelleras

como fibras hostiles que parecen

despojos sin sostén de la tristeza.

Pálidas hebras.

Es el sur.

Fosca desolación. Fondo de hoguera

que estampa su amarilla vestidura

en un pobre ramaje de arboledas.

Polvaredas.

Es el sur.

Rígidas líneas, rojas carreteras

bostezando su tedio en el silencio

de los montes oscuros que bordean.

Sol que tuesta.

Es el sur.

Árboles quietos. Niños que contemplan

con los lívidos ojos y los vientres

al viento, como cruces de pobreza.

Hambre negra.

Sol que tuesta.

Cañas secas.

Agua muerta.

El Sur!

Insufrible vacío que se incendia!

CARTA A JULIO CORREA

Julio: vuelvo a escribirte ahora, madurado

en este oficio amargo de recordar mi tierra,

llena de estragos hondos y un sino desolado,

la que dejó mi vida tendida en su costado

izando hasta su cielo las sombras de la guerra.

Te recuerdo plantado como un árbol frondoso

ante el nivel caliente de un crepúsculo abierto,

árbol antiguo, agreste; ramaje poderoso

de empurpurada tierra, de polvo fragoroso

resumiendo el silencio del paisaje desierto.

Cuando imagino, Julio, que allí la vida tiene

un telón de sombrío derrumbe oscurecido,

que es una rosa ardiente la pasión y sostiene

el corazón su rama de espinos, se me viene

la voz en hondo trueno de pasión encendido.

Has conocido siempre la vida más amarga

y su sabor amargo lo llevaste prendido

como algo que en la ciega soledad nos descarga

una dura tristeza, una tristeza larga

arándonos el pulso y el puño decidido.

Has conocido al hombre cuando enseñó el severo

reverso de su sangre poderosa y bravía,

que luego se hizo llama de fuego y sol señero,

torrentera boreal, remanso verdadero,

abriendo por los montes rayos de valentía.

Todo fue un tiempo clara severidad, tranquilo

beso del esplendor en la luz mañanera,

de roja claridad acostada en el filo

de la tarde, del limpio albor llevando en vilo

el amor, la mies clara, el sol, la primavera.

Después... lo que sabemos! Viejo dolor ceñido

al bulbo terrenal que la vida sustenta;

viejo dolor de pueblo castigado y caído,

de pueblo que levanta su ardor amanecido

en la humillada noche como dura tormenta!

Después... lo que sabemos! La libertad vendida,

vendido el cielo claro, vendidas las amigas

albas que demoraban su ramazón florida,

vendido el aire suave, la brisa atardecida,

vendido el corazón, vendidas las espigas!

La libertad, fogosa, reclama nuestra mano,

dulce como los sueños, roja como la brasa

de un tizón que resalta hacia un confín lejano.

La libertad, tan simple como un trigo lozano,

cual la mesa raída y el vino de tu casa.

¿Escucharás también la nueva melodía?

¿No has aguardado acaso que la vida recobre

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