Vanguardia artística y política
Una primera cuestión que resulta oportuno abordar aquí se vincula con la utilización y los alcances del término vanguardia en esta investigación.
Originalmente utilizado en el léxico militar para designar al grupo de soldados que se encuentra adelante, guiando al cuerpo principal, el término vanguardia comienza a ser apropiado por el ámbito artístico desde las últimas décadas del siglo XIX. Unos años más tarde, y sobre todo luego de la aparición del Manifiesto futurista de Filippo Marinettti, la noción de vanguardia se utiliza cada vez con más frecuencia en el campo cultural para hacer referencia a una serie de prácticas y obras artísticas rupturistas e innovadoras. En relación con esta apropiación es interesante señalar que el término, tal como circula en el campo del arte y de la cultura en general durante el siglo XX, no puede escindirse de la clásica definición que Lenin redacta en su libro Qué hacer, donde postula la necesidad de que un grupo de intelectuales revolucionarios burgueses (o pequeño burgueses) que, conociendo las leyes marxistas del desarrollo histórico del capitalismo, guíe a la clase obrera en su misión social revolucionaria. Es decir, se trata de una elite privilegiada que pudo acceder al conocimiento de la “ciencia marxista” y que, por poseer ese mayor nivel de conciencia, está en condiciones de operar como conductora del proceso de transformación.
Tanto en el uso militar como en el político vanguardia se refiere, entonces, a un grupo de avanzada que opera como referente marcando el rumbo y el camino a seguir. También en el arte se registra la utilización del término en este sentido, para señalar a aquellos artistas o grupos de artistas adelantados a la sensibilidad de su época (Aguilar, 2002; AA.VV., 2003).
Además de esta forma de concebir la vanguardia, pueden hallarse otras definiciones que la entienden como ruptura de las formas y de las instituciones dominantes en el ámbito artístico. En esta línea se ubica la caracterización de Raymond Williams, para quien la vanguardia debe entenderse a partir del rechazo violento de la tradición y del quiebre con el pasado. También el planteo de Peter Bürger (1997), que sostiene que los movimientos de vanguardia no sólo repudian una manera determinada de hacer arte sino que rechazan todo arte de su época, estableciendo una ruptura con la tradición y buscando la superación del arte autónomo en su reinscripción en la praxis vital: “Sus manifestaciones extremas se dirigen especialmente contra la institución arte, tal y como se ha formado en el seno de la sociedad burguesa” (54).
El autor delimita el alcance de su concepto de vanguardia al dadaísmo, al primer surrealismo, a la vanguardia rusa posterior a la revolución bolchevique, al futurismo italiano y –con algunas restricciones– al cubismo y al futurismo alemán. Esta selectiva demarcación excluye a los movimientos posteriores, a los cuales Bürger considera tentativas neovanguardistas condenadas al fracaso, debido a las señales de absorción de las vanguardias de las primeras tres décadas del siglo XX por la institución arte desde la posguerra. Se trata de una lectura historicista y desencantada del fenómeno vanguardista que, aunque muy utilizada en varios estudios que abordan movimientos artísticos argentinos y latinoamericanos, fue objeto de diversas críticas y objeciones.
En lo referido a la reinserción del arte en la praxis vital Beatriz Sarlo señala que, por el contrario, en el caso de los jóvenes escritores argentinos de los años 20 (agrupados en torno a Prisma, Proa y Martín Fierro), la utopía vanguardista tiene como fundamento lo nuevo pero también la separación de la vida y la literatura, en un campo cultural que se encuentra, justamente, en pleno proceso de autonomización. Como un gesto modernizante estos escritores “reivindican radicalmente la autonomía, afirman que el fundamento de su práctica está en ella misma, incluso en lo que todavía no ha sido escrito” (Sarlo, 1988: 107).
Por otra parte Ana Longoni (2006: 61) advierte que, en muchos casos, la definición de Bürger “funciona como un sobreentendido y restrictivo corset” que reduce la posibilidad de pensar las vanguardias periféricas con sus propios matices y contradicciones. Haciendo referencia a ciertas prácticas artísticas de los años 60 –que de acuerdo con el planteo de Bürger constituirían fallidos intentos neovanguardistas–, la autora retoma una definición de Umberto Eco que distingue entre experimentalismo y vanguardia: el primero como provocación e innovación restringida al mundo del arte y la segunda como cuestionamiento externo de la categoría misma de obra de arte. De este modo, no todos los movimientos emergentes de la época caben dentro de esta última definición, pero sí pueden considerarse vanguardia aquellos que reivindicaron “la unión de la crítica con los binomios ética-estética, política-poética, arte-utopía” (Longoni, 2006: 67) y demostraron un impetuoso afán de transformar el mundo.
A sabiendas de la pertinencia de todas estas observaciones, en este libro se ha optado por sortear deliberadamente la toma de posición en el debate en torno a la teoría de la vanguardia aún abierto, en la medida en que la discusión no se vincula ni con las preguntas ni con los objetivos que motivaron este estudio. Por este motivo el término vanguardia no será empleado aquí como un concepto teórico a partir del cual se delimitan los requisitos que un grupo o artista debe tener para ser considerado como tal, o se evalúan los “éxitos” o fracasos” de las acciones de los artistas, sino que será recuperado en tanto los propios actores se autodefinen como vanguardistas, haciendo alusión en esta autodenominación a la novedad y a la disrupción que produce su programa artístico con relación a valores, estilos y gustos estéticos dominantes de la época.
Como ya se ha anticipado, el análisis de las prácticas de los artistas concretos, sus modalidades de intervención, sus relaciones con las instituciones, con la crítica, con los otros artistas, con el público y sus decisiones y posicionamientos políticos e ideológicos será emprendido a partir de la teoría de los campos elaborada por Pierre Bourdieu.
Según esta teoría, las sociedades modernas altamente diferenciadas se organizan en campos relativamente autónomos que constituyen una configuración de posiciones y relaciones objetivas entre esas posiciones. Estos microcosmos sociales se conforman históricamente y cuentan con instancias específicas de selección y consagración y leyes de funcionamiento propias.
En el caso del arte, Bourdieu (1995) analiza la autonomización del campo artístico que tuvo lugar en el siglo XIX como un proceso histórico que comenzó en el Quattrocento y que culminó, siglos más tarde, con el triunfo de la ideología de “el arte por el arte” y su reivindicación de la independencia de los artistas respecto de fuerzas externas –como las formas tradicionales de mecenazgo y las presiones o los encargos académicos y políticos–.
El campo, así configurado, debe ser entendido como un espacio de lucha por la apropiación de un capital específico –que vale con relación a ese espacio– distribuido desigualmente en su interior (en este caso, la legitimidad artística). Las posiciones objetivas dentro de un campo se definen con relación a la posesión del capital específico y a las relaciones objetivas con otras posiciones: quienes monopolizan ese capital tienden a ocupar una posición dominante (y conservadora) y quienes disponen de menos capital tienden a ocupar una posición subordinada (y muchas veces subversiva o herética). La estructura del campo se define en cada momento por el estado de las relaciones de fuerza entre los agentes que participan de la lucha, quienes a su vez se encuentran unidos por una serie de intereses fundamentales comunes que subyacen en todos los antagonismos.
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