NIHIL OBSTAT
P. Donal Clancy LC
Censor eclesiástico
29 de abril de 2019
IMPRIMATUR
Raúl Vera
Obispo de Saltillo
6 de noviembre de 2019
ISBN: 978-607-9417-88-8
Dirección General: Dolores Quintanilla Rodríguez
Coordinador de Producción: Miguel Gaona
Editor de Contenido: Valdemar Ayala Gándara
Editora de Arte: Jazmín Esparza Fuentes
Diseño editorial / ilustración: César Nájera Zapata
Enlace Administrativo: Carmen González Cruz
Ventas: María Isabel Reyna Ibargüengoitia
D.R. Quintanilla Ediciones
Josefina Rodríguez 1027, Col. Los Maestros. C.P. 25260. Saltillo, Coahuila
www.quintanillaediciones.com
editorial@quintanillaediciones.com
Editorial afiliada a la CANIEM
Índice
Prólogo
Proemio
Dedicatoria
Agradecimientos
Notas preliminares
De rodillas
La fe de “Azorín”
Asterisco asterisco
El referéndum de los salmones
Cristianismo con mostaza, por favor
La lucha de Lalito
El encontronazo de Pablito
El viaje del hijo
La voluntaria de Lourdes
Champán o gasolina
Ahí derriten hielos
Don Ángel Caído
La guitarra “cuerdasarriba”
El erudito y el barquero
El tope del chicle
Razonitis
El cajero próximo
La misa de una y media
La escuela de la ardilla
Entre herramientas
El coche abandonado
Otras rejas
Un 3 de mayo de 2003...
¡Así de cerca!
Su señoría
Los agujeros de nuestras ciudades
La uña de Sansón
El joven del hospital
Las salidas de Teresita
Los globos de don Abundio
La encuesta del colegio
Los vecinos de Landeros
Adolescencia y secundaria
La fila del domingo
Letanías de las intenciones del corazón
La música de don Adriano
Plumas con resorte
Al rescate de la prisa…
San Juan Pablo II y las espinacas
Dicen del cristiano…
Créditos de imágenes
Prólogo
En el desarrollo del ser humano se van sucediendo distintas etapas: infancia, juventud, adultez, vejez… Y aunque cada una es individual, todas presentan vivencias comunes. Durante todas ellas, cada ser humano va guardando, manejando, aprovechando o descartando experiencias para forjar su manera de ser.
De entre todas las etapas, la primera infancia –de los 0 a los 12 años– es la más determinante, porque lo que ahí se viva o el cómo se viva, dejará una huella imborrable. La etapa preescolar queda ahí incluida, y aunque todo lo vivido en ese tiempo es tan importante (se aprende a compartir, a ser ordenado, honesto, sincero, sensible, cariñoso, servicial; se adquieren buenos hábitos y modales, se modelan impulsos y enojos, etc.), pareciera que el humano lo manda al inconsciente y lo olvida, pero la huella que deja determinará al futuro adulto. Por eso el jardín de niños es tan importante en la formación del hombre.
Curiosamente, cuando se elabora el “curriculum vitae”, casi nadie menciona el nombre del jardín de niños al que asistió. ¿Por qué?, me pregunto yo, directora de un kínder durante 60 años; ¿cómo se pueden olvidar esas primeras vivencias que dejaron huella para siempre?, ¿cómo se da eso, si en el preescolar se siembran semillitas que florecerán en la futura vida del ser humano?, ¿por qué esas semillitas sembradas por los amorosos padres y maestros se van al inconsciente y aparentemente se olvidan y quedan como apagadas y muertas?
Lo cierto es que padres y maestros procuramos sembrar mucho y dejar, en el niño, buenas semillas. Semillas de calidad, que con el tiempo se transformen en un gran árbol, con fruto. Sabemos que, aunque “aparentemente se olvidan”, quedan en hibernación y algún día germinarán.
Cuando Arturo Guerra Arias asistió al jardín de infantes Don Bosco, era un niño hecho de buena madera, vivaracho, obediente –en aquel entonces todos eran obedientes–, inteligente, trabajador, educado y de buen natural, que despertaba sueños en mí, su maestra, directora y tía –su papá, primo hermano mío.
Hoy, a 43 años de la graduación preescolar de Arturito, y en el marco del 60 aniversario de la fundación del kínder Don Bosco, me pide que escriba estas líneas a manera de prólogo de su libro Semillitas vuelasiglos.
Puedo comentar, sin desvelar, que este libro es ameno, alegre y profundo, y que cada “semillita” está llena de poesía y de sueños.
Me encantó la de “Asterisco asterisco”, porque la deshumanización del hombre actual a mí también me parece horrible. Ya no se puede aclarar o protestar nada, más que a través de una máquina o de una tecla que hay que pulsar.
También disfruté la de “Cristianismo con mostaza, por favor”, porque no tolero el hígado ni en artículo de extrema debilidad… Era yo una flacucha y me bajaba la hemoglobina con frecuencia, por lo que el doctor me recetaba comer hígado o inyectarme vitamina B12. ¿Y saben qué escogía yo? Las inyecciones…
Me impactó la de “La voluntaria de Lourdes”, porque tengo una conocida como ella y siempre está contenta, y su ejemplo de vida y de aceptación de su limitación me da fortaleza ante los problemas y frustraciones de la vida.
Y así podría seguir describiendo cada una de las “semillitas” que se esconden en este libro. Pero se trata de que lo lean y lo vivan y lo aprehendan.
¡Adelante con la lectura, que les auguro les resultará encantadora! Y aunque estas semillitas “se lean rapidito”, irán dejando huellas, despertarán reflexiones y nos harán mejores seres humanos.
Con mucho gusto y cariño, para mi sobrino, el padre Arturo Guerra Arias, legionario de Cristo, el 3 de noviembre de 2019.
Cecilia Vázquez Guerra
Maestra, directora y fundadora del Jardín de Niños Don Bosco
Proemio
Siendo pequeño, afuera de mi casa había un árbol enorme. Le salían unos racimos de saquitos con forma de plátano pero muy pequeños (de unos cinco centímetros cada uno) y que contenían un jugo extraño. Si pisabas uno de esos saquitos, explotaban y salpicaban. Los saquitos eran los botones del árbol y aquellos que no caían y lograban madurar daban unas flores exóticas, carnosas, anaranjadas tirando a rojas. Feas no eran.
Hoy ya soy capaz de decir que no eran feas, pero en aquel entonces tenía yo un problema muy serio con esas flores...
Resulta que mi mamá, como buena mamá, solía repartir algunas de las tareas del hogar entre sus cinco hijos. Ciertos días de la semana me tocaba barrer el espacio de calle frente a la casa. Cuando aquellas flores caían del árbol, muchas eran aplastadas una y otra vez por los coches que pasaban por ahí, así que terminaban adhiriéndose con fuerza al suelo. En esos casos no bastaba pasar la escoba, sino que se hacía necesario ir desprendiendo flor por flor, ¡casi con espátula! El reto era siempre no tardar demasiado en barrer de nuevo la calle, sabiendo que mientras más tardabas, más adheridos podían estar aquellos cadáveres de flor... Con eso ya comprenderá el lector el resentimiento gradual que fui guardando en mi corazón de niño contra esas flores y contra el árbol que las producía incansablemente. Aquel árbol y aquellas flores inocentes no se merecían mi animadversión, pero la cruda realidad es que tardé años en superarla...
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