En medio de esta crispación social generalizada, la Comunidad Internacional de Seres Humanos convocó su referéndum mundial número 2,573, acerca de la conveniencia de prohibir a todas las especies no humanas el uso del referéndum.
Ésta es una de mis primeras reflexiones pensadas para publicación. El caso de los salmones que nadan contra corriente era algo que me había llamado siempre la atención. Me encontraba en Roma estudiando filosofía (1994-1996) y teníamos regularmente pequeños espacios de composición de textos. Así que esta reflexión fue fruto principalmente de algunos de aquellos ratos, y de ajustes años después.
Cristianismo con mostaza, por favor
Ciertamente una hamburguesa sabe mejor con mostaza, ketchup y alguna salsa recién inventada. Una tarta con relleno de chocolate o mermelada o grageas multicolores es más atractiva. Un café con azúcar y unas gotas de leche se agradece.
Es muy probable que a la mayoría de nosotros, de pequeños, no nos gustaban los filetes de hígado cuando a mamá se le ocurría la feliz idea: “Hoy comemos hígado y todos nos lo tendremos que comer”. Conozco a una persona que, a sus muchos años, todavía no puede ver el hígado. Ahora simplemente no lo come. Pero de niño tuvo que hacerlo por decreto maternal. Más le valía. ¿Cómo lo lograba? Primero agotaba los recursos más tradicionales: dárselo al perro a escondidas, dejarlo debajo de la mesa, trasladarlo de trozo en trozo al plato del hermano más cercano... Pero todas estas técnicas eran rápidamente desactivadas por su eficaz madre. Así que tenía que enfrentarse con el problema. Solución muy sencilla: gracias a su afición a la mostaza, untaba medio tarro de esta sustancia sobre el filete. Así conseguía neutralizar aproximadamente un 85% de aquel horrible sabor hepático.
Pero todas estas técnicas de aliñamiento, más o menos válidas en el campo culinario, fallan cuando queremos aplicarlas al cristianismo. Una hamburguesa con mostaza sabe mejor, pero cristianismo con mostaza deja de ser cristianismo. Lo mismo si le untas Nocilla o le agregas leche desnatada.
El Evangelio te pide amar a Dios sobre todas las cosas.
“Bien. Sí. Sobre todas las cosas menos sobre mi juguete preferido.”
O sea, cristianismo con ketchup.
El Evangelio te pide tomar la cruz.
“Bien, de acuerdo, pero pásame un buen cojín para el hombro, contrátame tres ayudantes fieles para que la carguen por mí, y que la cruz sea de la madera más ligera del mercado.”
O sea, cristianismo con azúcar.
El Evangelio te dice que los limpios de corazón son los que verán a Dios.
“Bien pero no es para tanto, tranquilo, no hay que ser exagerado, si todo el mundo lo hace, no tiene que estar tan mal.”
O sea, cristianismo con miel silvestre.
El Evangelio te pide amar a tu enemigo.
“Sí. Estoy de acuerdo. Sólo a este desgraciado lo odiaré toda mi vida.”
O sea, cristianismo con mayonesa.
El Evangelio te pide perdonar 70 veces siete.
“Bien pero a éste no. Es que es un caso especial. Lo que me hizo es imperdonable.”
O sea, cristianismo con leche condensada.
El Evangelio te pide desapegarte de tus posesiones.
“Sí. Lo que pasa es que estamos en el siglo del consumismo y, por lo mismo, tengo que comprar y comprar, da igual si no lo necesito.”
O sea, cristianismo con tomate.
El Evangelio te invita a la oración.
“Sí, es importante, pero no hay tiempo, ¿no ves que soy una persona muy ocupada? El tiempo libre debe ser más bien para un café, un cigarro, una fiesta.”
O sea, cristianismo con relleno sabor chocolate.
El Evangelio te pide interrumpir tu camino, para curar al que está tirado en la calle.
“Lo sé. Pero hoy en día es peligroso. No sabes lo que puede pasar. Igual le ayudas y luego no te agradece.”
Cristianismo con leche descremada y un poco de mermelada.
El Evangelio te pide fidelidad.
“Bien pero uno debe tener sus propias ideas, yo comparto muchas cosas de las que dice Jesús, pero no estoy de acuerdo en algunos puntos de la moral.”
O sea, cristianismo con grageas multicolores.
El Evangelio te dice que estás de paso, que la vida es un soplo, que la aproveches minuto a minuto.
“Sí, bien, pero tampoco hay que amargarse, hay que aprovechar la vida haciendo lo que a uno le gusta, no sabes lo bien que yo me llevo con la pereza.”
O sea, cristianismo con mostaza.
¡Cristianismo con mostaza, por favor!
A su Evangelio:
Cristo no le puso ketchup ni mayonesa ni tomate.
Él no le agregó azúcar ni miel silvestre ni grageas multicolores.
Él no lo cubrió con un relleno sabor chocolate ni mermelada.
Él no le añadió leche condensada ni descremada.
Cristo no neutralizó su Evangelio con mostaza.
El cristianismo se sirve solo. O se vive como es, o no es cristianismo.
Cuando estudiaba filosofía en Roma (1994-1996) una vez un sacerdote estadounidense, en una sobremesa, nos hizo ver de pasadita cómo los cristianos a veces le ponemos mostaza a la fe. Aquello me llamó tanto la atención que nunca se me olvidó. Años después, fui desentrañando la metáfora hasta que quedó esta reflexión. Otro dato curioso más: a aquel buen sacerdote de Estados Unidos lo llamábamos “Padre Cioccolato”. ¿Por qué? Porque cuando nos visitaba, nos traía una maleta llena de chocolates.
La lucha de Lalito
No hablaba todavía. Lalito era muy pequeño. Buena parte de su jornada se le iba en dormir, comer, reír, llorar, gatear y conocer mundo. Todo llamaba su atención: aquella hormiguita que él no acertaba a aplastar con toda la precisión deseada; la corbata azul de la camisa blanca de su papá; una galleta de animalitos de la merienda; el moño rojo tan bien puesto en el chongo de su hermanita mayor; la nariz de aquel perro viejo de casa, tan paciente; el arete de oro que pendía de la oreja de mamá…
Fue en medio de esta vorágine de experiencias que a cierto amigo de la familia se le ocurrió visitarla. Lo recibió muy amable. Mientras los adultos charlaban distendidamente en la sala, a Lalito lo sentaron en sus piernas.
Lalito iba a lo suyo. Pronto descubrió entre los haberes del visitante un nuevo objeto de observación para sus insaciables pesquisas. Del bolsillo de la camisa sobresalía la espiral fina y metálica de una libretita azul. Un azul muy chillón. Como el mejor de los carteristas, Lalito se abalanzó sobre aquella libretita indefensa y en un segundo la tenía ya entre sus manos para explorarla hasta sus últimos rincones. La agitó, se rio, la olió, se rio, comprobó la fortaleza del espiral, se rio… El huésped ilustre, como quien no quiere la cosa, vigilaba con discreción toda la operación.
Como era de esperar, le llegó el turno al sentido del gusto: Lalito comparaba el sabor de la papilla que mamá le había dado a mediodía con el sabor de la libretita. El invitado, por su parte, más que nada para salvaguardar la integridad de su valiosa libretita, con suavidad y discreción se la quitó.
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