Luz Sofía Baeza Ochoa (30 de septiembre de 1911-25 de abril de 1991)
Esposa, y madre de 10 hijos: mi papá y cinco tíos que ya fallecieron, tres tíos que viven y una niña que no conocí porque murió en su primer año de vida. Mi abuelita realizó estudios de secretaria ejecutiva. Tuvo 24 nietos y fue una mujer de gran fe en Dios. Cuando alguno de sus nietos cumplíamos años, no fallaba en llamarnos por teléfono para cantarnos “Las mañanitas” con voz afinada, dulce y cariñosa, y terminaba preguntando: “¿Esta vez qué quieres: pastel o dinero?”. Debo reconocer que, sobre todo ya más mayorcito, me fui decantando por la opción del dinero, pues mi razonamiento sesudo era el siguiente: “El pastel al final se lo comen todos”. Sus pasteles eran deliciosos y los más solicitados eran el envinado, el de chocolate, el de nuez y el de chochitos (mi experiencia con sus pasteles se produjo mayoritariamente cuando mis hermanos y primos cumplían años y, como éramos 24 nietos, pues teníamos pasteles para casi todo el año). En Navidad juntaba a todos sus hijos y nietos, y a las 12:00 de la noche en punto los tíos nos prendían unas bengalas enormes. Mi abuelita, sin fallar, se escapaba una hora para ir a misa de Nochebuena a una iglesia que tenía a media cuadra. Murió el 25 de abril de 1991, cuando yo tenía 21 años. Me dieron la noticia por teléfono y yo estaba a miles de kilómetros, en Salamanca, España, estudiando humanidades clásicas.
A mis abuelitos maternos:
Alfonso Arias Villanueva (+1996, aproximadamente)
Mi mamá lo conoció cuando ella tenía unos 45 años y yo unos 10. Me pareció un señor alto y robusto, muy amable y con una nariz muy grande y achatada (a mi mamá, mi papá la llamaba siempre “Chata”). Si bien no convivimos mucho, vi cómo este abuelito, ya siendo mayor, se esforzó por hacerse cercano a estos cinco nietos (mis hermanos y yo)... Recuerdo con cariño cuando nos escribía cartas a los nietos.
Dolores Cisneros Cáseres (aproximadamente 1914-1942)
A ella no la pude conocer en este mundo, porque murió cuando mi mamá era una niña de cuatro años. Mi mamá tiene un solo recuerdo borroso de su mamá. Las fechas de su vida son aproximadas, basándome en los recuerdos de mi mamá.
A mis abuelitas adoptivas:
Carmen Zazueta Avilés (23 de diciembre de 1900-14 de diciembre de 1975)
Teresa Zazueta Avilés (6 de enero de 1905-28 de noviembre de 1974)
Hermanas provenientes de Sinaloa que se vinieron a Guadalajara, maestras normalistas de toda la vida, quienes generosamente se encargaron de mi mamá desde edad muy temprana y le ayudaron a convertirse en maestra normalista, y luego vivieron en mi casa de niño. A Carmen ya la conocí enferma, postrada en una cama y sin posibilidades de hablar. Mi mamá se refería a ella como su “Nina”. A Tere, los hermanos la llamábamos “Nanita”, y nos acompañó los primeros años de nuestra niñez; en mi caso hasta los cuatro años. Recuerdo mucho una vez que me llevó con ella a misa y que yo quería ser de los encargados de llevar la canasta de la colecta, pero algo pasó, no sé qué fue, que no pude hacerlo (tal vez los responsables dudaron de que un niño de cuatro años pudiera con el paquete); el caso es que yo me di a la tarea de llorar el resto de la misa, y mi Nanita a consolarme...
Finalmente, a todos los potenciales lectores, que algún día se animarán a leer una o las 40 reflexiones...
Notas preliminares
Este libro es una selección de reflexiones.
Al final de cada entrada se incluye un cuadro técnico que aporta coordenadas temporales e históricas, sucesos o datos de interés que pudieran enriquecer la comprensión de la reflexión y de su origen.
El orden es cronológico. En algunos casos los datos son exactos y, en otros, aproximativos.
De rodillas
En la noche que todas las estrellas prestan su luz al astro de Oriente, en las catedrales y en las chozas convertidas en capillas, en las basílicas y en los templos destechados, en las iglesias recién estrenadas y en los santuarios cuyos muros aún muestran las heridas frescas o las cicatrices empolvadas de una guerra; en plena luz de luna o a escondidas (porque hasta a algún Estado se le ha ocurrido, en un arrebato de imaginación recaudativa, cobrar una multa de $10.00 dólares al ciudadano que cometa la criminal barbaridad de celebrar la Navidad), numerosos cristianos de los cinco continentes se arrodillarán durante la misa de Nochebuena en el momento de la recitación del Credo, al alcanzar las palabras: “...y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen, y se hizo hombre...”.
Será una ola ininterrumpida de 24 horas, orquestada por la batuta infalible y precisa de los husos horarios del planeta. Primero los cristianos de Wellington, en Nueva Zelanda, después Numea, y sucesivamente: Sidney, Seúl, Hong Kong, Bangkok, Dacca, Islamabad, Dubai, Moscú, Atenas, Madrid, Dublín, Azores, Recife, Montevideo, Caracas, Nueva York, Ciudad de México, Phoenix, San Francisco, Anchorage, Hawaii, para terminar en las islas de Samoa.
Un globo que se cimbrará a causa de tantas rodillas que se hincarán en el suelo, o en la piedra fría, o en la arena, o en el mármol, o en el cojín, o en la hojarasca...
Hincar significa “introducir o clavar una cosa en otra, apoyar una cosa en otra como para clavarla”. El Poema de Mio Cid, al aludir a uno de los momentos más dramáticos del protagonista, cuando es desterrado injustamente por su rey, apostilla: “...e hincándose de hinojos, de corazón rezaba”. En algunas naciones donde se habla el español se utiliza más el verbo “hincarse” que “arrodillarse”.
Hincarse es también rendirse ante el misterio. Es sentirse anonadado, inclinarse hoy ante un niño que ríe, que llora, que saluda, que busca los brazos de una madre, que juega, que se asusta, que no sabe hablar, y que es Dios.
Hincarse será también clavarse en el mundo, siguiendo el ejemplo de Aquél que, sin ser de este mundo, quiso clavarse en éste. ¿Qué es encarnarse sino hincar rodilla en tierra para probar el polvo de los hombres?
Pero hoy las rodillas de ese niño serán aún muy frágiles. Necesitará los cuidados de una madre que con el tiempo le enseñe a arrodillarse, a hincarse. Necesitará fuerzas en esas rodillas que, pese a todo, de camino al Calvario, tropezarán, sangrantes, tres veces.
En esta Navidad, cristianos de todos los países, arrodillémonos.
El gesto de ponerse de rodillas durante una partecita del Credo en la misa de Nochebuena me había llamado mucho la atención desde mi primera Navidad en el noviciado (1988). Así que dicho gesto, reflexionado por años, fue el detonador de este escrito.
La fe de “Azorín”
José Martínez Ruiz (“Azorín”) fue un gran escritor y periodista español de la Generación del 98, fallecido en 1967.
“Azorín me contaba que, como buen alicantino de tierra adentro, había recibido una educación religiosa clara, sana, profunda e imborrable”.1 Es la huella de la fe. Huella que, cuando es fresca, parece tímida y superficial, pero que con el pasar de los años puede asentarse y cuajar… Si se le sabe descubrir, cultivar, vivir y referir a su Autor.
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