Antonio Muñoz Molina
Ardor guerrero
Una memoria militar
Ardor guerrero vibra en nuestras voces
y de amor patrio henchido el corazón
entonemos el himno sacrosanto
del deber, de la patria y del honor.
(Himno de la Infantería española)
Así pues, lector, yo mismo soy la materia de mi libro.
MONTAIGNE
Hasta hace no mucho he soñado con frecuencia que tenía que volver al ejército. Por equivocación me habían licenciado antes de tiempo, y me reclamaban de pronto, o bien a lo largo de mi servicio militar se había cometido un error administrativo que lo invalidaba, un error de segundo orden, desde luego, inadvertido durante años tal vez, pero tan grave al mismo tiempo que hacía inevitable mi regreso al cuartel.
Con la aterradora inmediatez de los sueños, que superpone consecuencias y causas en fracciones de segundo, ya me veía formando en el patio para el toque de diana en un amanecer lluvioso y frío de San Sebastián, pero al mirar hacia el suelo me daba cuenta de que no llevaba las botas militares, sino mis zapatos negros de muchos años después, y que una parte de mi indumentaria era civil. Por un descuido inexplicable, por falta de costumbre, iba a sufrir un arresto, como el recluta que no sabe atarse las botas y llega tarde a la formación, o el que se olvida de saludar reglamentariamente a un superior y le dice buenos días, ganándose un castigo fulminante.
Recuperaba en el sueño otro rasgo del miedo militar, el miedo a ser el único en algo, a encontrarme solo entre los otros, que no tendrían la menor compasión hacia mí, porque en el ejército una de las primeras cosas que uno perdía era la piedad, y no costaba nada empezar a alegrarse de las desgracias que les ocurrían a otros. Alrededor mío, inmóviles en las filas, los demás soldados mostraban una uniformidad sin tacha, una quietud repulsiva y perfecta de colaboracionistas. El sargento de semana se acercaba con la visera de la gorra hundida sobre la frente y el cuaderno de la lista bajo el brazo, con aquellas lentas zancadas que solían afectar los mandos inferiores para simular energía y darnos miedo, y yo escuchaba el crepitar de las suelas de sus botas sobre la grava y sabía que en cuanto me descubriera me impondría un castigo, y que tal vez eso me impediría licenciarme al mismo tiempo que mis compañeros de reemplazo.
La soledad del castigado y del excluido es tan absoluta como la del enfermo de cáncer. Angustiado, yo quería ocultarme de la vista del sargento y el miedo me despertaba. Descubría con alivio que no estaba en el ejército, que habían pasado muchos años desde la última vez en que formé para diana y podía volver confortablemente a dormirme sin peligro de que me sobresaltara minutos después una corneta. Pero el miedo, en el despertar, se mantenía intacto, no gastado por el olvido: miedo y pánico, vergüenza por tanta sumisión y asombro de que aquellos sentimientos pudieran haber durado tanto, siguieran actuando sobre mí sin que yo lo supiera, debajo de mí, en aquella parte de mí mismo a la que no llega el coraje, ni el orgullo, ni siquiera la conciencia de una cierta dignidad civil.
En el sueño, repetido metódicamente a lo largo de años, yo era un soldado asustado y vulnerable, retrocedido a los terrores de la infancia y de la primera adolescencia, dócil a la brutalidad, a la disciplina, a la soberbia de otros. En el sueño el tiempo posterior a mi servicio militar era un espejismo, no había existido o había pasado en vano, sin dejar en lo más íntimo de mí ni una señal de aprendizaje o experiencia: yo volvía a estar en Vitoria, en el Centro de Instrucción de Reclutas número 11, o en San Sebastián, en el Regimiento de Cazadores de Montaña Sicilia 67, a donde me destinaron después de la jura de bandera, y mi identidad verdadera y mi vida habían dejado de existir, hasta mi nombre. Y lo peor de esa parte del sueño era que casi todas sus exageraciones oníricas se correspondían exactamente con los hechos más crueles de la realidad.
Durante el período de instrucción a los reclutas nos quitaban el nombre y lo sustituían por un sistema de matrículas parecido al de los coches primitivos. Yo me llamaba J-54. El miedo experimentado una y otra vez en el sueño no era un miedo imaginario, como el que siente uno al soñar que se ahoga o que se despeña por un precipicio. Era un miedo real, un instinto preservado en la inconsciencia: hubo un día, hace ahora casi trece años, en el que yo sentí que mi vida verdadera se estaba volviendo imaginaria, en que dejé de ser quien era hasta un poco antes para convertirme en un soldado, una casi sombra en la que difícilmente me puedo reconocer cuando recuerdo con detalle los peores días o miro alguna foto de entonces, la de mi carnet militar, por ejemplo: El pelo muy corto, casi al rape, la barbilla alzada con una falsa jactancia, el cuello duro del uniforme abotonado, los dos rombos del escudo militar cosidos por mí mismo a las solapas unos minutos antes de que nos tomaran la fotografía, una tarde nublada y ventosa de otoño, en octubre, en 1979, una de las tardes más tristes de mi vida, cuando llevaba sólo dos o tres días en el campamento y pensaba con horror en los catorce meses que me quedaban por delante.
Me habían despojado de mi nombre, de mi ropa y de mi cara de siempre, y cada mañana, al emprender la travesía sórdida y disciplinaria de las horas del día, cuando me miraba en el espejo del lavabo, tenía que acostumbrarme a la mirada y a los rasgos de otro, un recluta asustado al que ya le costaba trabajo reconocerse en la memoria de su vida anterior.
Aún guardo esa foto, y el carnet militar de cartulina amarilla mal plastificada en la que las letras de mi nombre, escritas a máquina, han empezado a desvaírse. He cambiado tantas veces de casa en todo este tiempo, de casa y de ciudad, hasta de oficios y de vidas, he perdido tantas cosas, tantos papeles, tantos documentos necesarios o inútiles, páginas de novelas, borradores de artículos que se me extraviaron y debí repetir, cartas de amor rotas en pedazos pequeños, o arrojadas a una papelera, o quemadas, carnets, libros que me importaban mucho o que perdí sin leer, fotografías, billetes de tren o de avión cuya búsqueda siempre fracasada me sumía en una impotencia neurótica, en una sorda diatriba contra mí mismo, he perdido títulos académicos, hasta escrituras de propiedad.
Es formidable el número de cosas que habré perdido en todo este tiempo, pero mi carnet militar, que no me sirve para nada, sigue conmigo, sin que yo me haya esforzado demasiado en conservarlo, ha rondado por mis carpetas y mis cajones desde que me licenciaron del ejército, ha sobrevivido a mi desesperante incapacidad de no perderlo todo y de vez en cuando aparece delante de mí sin que yo lo haya buscado.
Se esfuma entre un montón de papeles o en las páginas de un libro, y al cabo de algún tiempo, meses o años, surgirá otra vez, tenaz y no solicitado, con una especie de modesta lealtad, en el curso de otra búsqueda inútil: esa cara invariable, cada vez más joven, más detenida en la adolescencia o retirada hacia ella a medida que yo voy cumpliendo años, ajena al tiempo de mi vida y sumergiéndose en la lentitud del suyo, el tiempo de las fotografías, el pasado siniestro en el que todo aquello sucedió, sin olvido posible, el frío en aquella desolación de llanuras y de colinas despobladas, en las afueras de Vitoria, el invierno prematuro de noviembre de 1979, el viento entre los barracones, la nieve cayendo muy despacio sobre nosotros mientras resistíamos en posición de firmes la duración insoportable de nuestra jura de bandera.
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