Antonio Muñoz Molina
Beatus Ille
Mixing memory and desire
T. S. Eliot
Ha cerrado muy despacio la puerta y ha salido con el sigilo de quien a medianoche deja a un enfermo que acaba de dormirse. He escuchado sus pasos lentos por el pasillo, temiendo o deseando que regresara en el último instante para dejar la maleta al pie de la cama y sentarse en ella con un gesto de rendición o fatiga, como si ya volviera del viaje que nunca hasta esta noche ha podido emprender. Al cerrarse la puerta la habitación ha quedado en sombras, y ahora sólo me alumbra el hilo de luz que viene del corredor y se desliza afiladamente hasta los pies de la cama, pero en la ventana hay una noche azul oscura y por sus postigos abiertos viene un aire de noche próxima al verano y cruzada desde muy lejos por las sirenas de los expresos que avanzan bajo la luna por el valle lívido del Guadalquivir y suben las laderas de Mágina camino de la estación donde él, Minaya, la está esperando ahora mismo sin atreverse siquiera a desear que Inés, delgada y sola, con su breve falda rosa y su pelo recogido en una cola de caballo, vaya a surgir en una esquina del andén. Está solo, sentado en un banco, fumando tal vez mientras mira las luces rojas y las vías y los vagones detenidos en el límite de la estación y de la noche. Ahora, cuando se ha cerrado la puerta, puedo, si quiero, imaginarlo todo para mí solo, es decir, para nadie, puedo hundir la cara bajo el embozo que Inés alisó con tan secreta ternura antes de marcharse y así, emboscado en la sombra y en el calor de mi cuerpo bajo las sábanas, puedo imaginar o contar lo que ha sucedido y aun dirigir sus pasos, los de Inés y los suyos, camino del encuentro y del reconocimiento en el andén vacío, como si en este instante los inventara y dibujara su presencia, su deseo y su culpa.
Cerró la puerta y no se volvió para mirarme, porque yo se lo había prohibido, sólo vi por última vez su delicado cuello blanco y el inicio del pelo y luego oí sus pasos que se amortiguaban al alejarse hacia el final del pasillo, donde se detuvieron. Tal vez dejó en el suelo la maleta y se volvió hacia la puerta que acababa de cerrar, y yo entonces temí y probablemente deseé que no siguiera avanzando, pero en seguida sonaron otra vez los pasos, más lejos, muy hondos ya, en la escalera, y sé que cuando llegó al patio se detuvo de nuevo y alzó los ojos hacia la ventana, pero no quise asomarme, porque ya no era necesario. Basta mi conciencia y la soledad y las palabras que pronuncio en voz baja para guiarla camino de la calle y de la estación donde él no sabe no seguir esperándola. Ya no es preciso escribir para adivinar o inventar las cosas. Él, Minaya, lo ignora, y supongo que alguna vez se rendirá inevitablemente a la superstición de la escritura, porque no conoce el valor del silencio ni de las páginas en blanco. Ahora, mientras espera el tren que al final de esta noche, cuando llegue a Madrid, lo habrá apartado para siempre de Mágina, mira las vías desiertas y las sombras de los olivos más allá de las tapias, pero entre sus ojos y el mundo persiste Inés y la casa donde la conoció, el retrato nupcial de Mariana, el espejo donde se miraba Jacinto Solana mientras escribía un poema lacónicamente titulado Invitación. Como el primer día, cuando apareció en la casa con aquella aciaga melancolía de huésped recién llegado de los peores trenes de la noche, Minaya, en la estación, todavía contempla la fachada blanca desde el otro lado de la fuente, la alta casa medio velada por la bruma del agua que sube y cae sobre la taza de piedra desbordando el brocal y algunas veces llega más alto que las copas redondas de las acacias. Mira la casa y siente tras él otras miradas que van a confluir en ella para dilatar su imagen agregándole la distancia de todos los años transcurridos desde que la levantaron, y ya no sabe si es él mismo quien la está recordando o si ante sus ojos se alza la sedimentada memoria de todos los hombres que la miraron y vivieron en ella desde mucho antes de que naciera él. La percepción indudable, pensará, la amnesia, son dones que sólo poseen del todo los espejos, pero si hubiera un espejo capaz de recordar estaría plantado ante la fachada de esa casa, y sólo él habría percibido la sucesión de lo inmóvil, la fábula encubierta bajo su quietud de balcones cerrados, su persistencia en el tiempo.
En las esquinas se encienden al anochecer luces amarillas que no llegan a alumbrar la plaza, tan sólo esculpen en la oscuridad la boca de un callejón, aclaran una mancha de cal o la forma de una reja, sugieren la puerta de una iglesia en cuya hornacina más alta hay un vago San Pedro descabezado por iras de otro tiempo. La iglesia, cerrada desde 1936, y el apóstol sin cabeza que todavía levanta la bendición de una mano amputada, nombran a la plaza, pero es el palacio el que define su anchura, nunca abierta, muy pocas veces enturbiada por los automóviles. El palacio es más antiguo que las acacias y los setos, pero la fuente ya estaba allí cuando lo construyeron, traída de Italia hace cuatro siglos por un duque muy devoto de Miguel Ángel, y también la iglesia y sus gárgolas renegridas de liquen que cuando llueve expulsan el agua sobre la calle con un ceño de vómito. Desde la plaza, tras los árboles, como un viajero casual, Minaya mira la arquitectura de la casa, dudando todavía ante los llamadores de bronce, dos manos doradas que al golpear la madera oscura provocan una resonancia grave y tardía en el patio, bajo la cúpula de cristal. Losas de mármol, recuerda, columnas blancas sosteniendo la galería encristalada, habitaciones con el pavimento de madera donde los pasos sonaban como en la cámara de un buque, aquel día, el único, cuando tenía seis años y lo trajeron a la casa y caminaba sobre el misterioso suelo entarimado como pisando al fin la materia y las dimensiones del espacio que merecía su imaginación. Antes de aquella tarde, cuando pasaban por la plaza camino de la iglesia de Santa María su madre le apretaba la mano y andaba más de prisa para impedir que se quedara quieto en la acera, atrapado por el deseo de permanecer siempre mirando la casa, imaginando lo que habría detrás de la puerta tan alta y de los balcones y las ventanas redondas del último piso que se encendían de noche como las claraboyas de un submarino. En aquel tiempo Minaya percibía las cosas con una claridad muy parecida al asombro, y andaba siempre inventando entre ellas vínculos de misterio que sin explicarle el mundo se lo habitaban de fábulas o amenazas. Porque advertía la hostilidad de su madre hacia aquella casa nunca le preguntó quién vivía en ella, pero una vez, cuando acompañaba a su padre a una visita, él se detuvo junto a la fuente y con esa ironía triste que era, según supo Minaya muchos años después, su única arma contra la tenacidad del fracaso, le dijo: -¿Ves esa casa tan grande? Pues ahí vive mi primo Manuel, tu tío.
Desde entonces, la casa y su mitológico habitante cobraron para él el tamaño heroico de las aventuras del cine. Saber que en ella vivía un hombre inaccesible que era, sin embargo, su tío, procuraba a Minaya un orgullo semejante al que obtenía a veces imaginando que su verdadero padre no era el hombre triste que se dormía cada noche en la mesa después de hacer cuentas interminables en los márgenes del periódico, sino el Coyote o el Capitán Trueno o el Guerrero del Antifaz, alguien vestido de oscuro y casi siempre enmascarado que alguna vez, muy pronto, deseaba Minaya, vendría para recogerlo después de un viaje muy largo y lo devolvería a su verdadera vida y a la dignidad de su nombre. Su padre, el otro, que casi siempre era una sombra o un melancólico impostor, estaba sentado en uno de los sillones rojos de su dormitorio. La luz tenía tonalidades rojas cuando atravesaba las cortinas, y sobre un fondo rosado, en el techo, en la penumbra cálida, se perfilaban como en la cámara oscura pequeñas siluetas invertidas, un niño con un mandil azul, un hombre a caballo, un lento ciclista, minucioso como el dibujo de un libro, que se deslizaba cabeza abajo hacia un ángulo de la pared esfumándose en ella tras el niño de azul y el tenue jinete que lo precedían.
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