Antonio Muñoz Molina
El viento de la Luna
In memoriam Francisco Muñoz Valenzuela. Y para Elvira, que tanto lo quiso.
"Sólo recuerdo la emoción de las cosas".
Antonio Machado
Esperas con impaciencia y miedo una explosión que tendrá algo de cataclismo cuando la cuenta atrás llegue a cero y sin embargo no sucede nada. Esperas tumbado sobre la espalda, rígido, las rodillas dobladas en ángulo recto, los ojos al frente, hacia arriba, en dirección al cielo, si pudieras verlo, detrás de la curva transparente de la escafandra, que te sumergió en un silencio tan definitivo como el del fondo del mar cuando terminaron de ajustarla al cuello rígido del traje exterior. De pronto las bocas de quienes estaban más cerca se movían sin producir sonido y era como encontrarse ya muy lejos sin que el viaje hubiera empezado todavía. Las manos sobre los muslos, los pies juntos, dentro de las grandes botas blancas con un borde amarillo y una suela muy gruesa, sujetas para el despegue por unos cepos de titanio, los ojos muy abiertos. No escuchas nada, ni siquiera el rumor de la sangre en el interior de los oídos, ni los latidos del corazón, que unos sensores adheridos al pecho registran y transmiten, hondos, regulares, con resonancia de tambor, pero mucho menos exactos en su cadencia que la pulsación de los cronómetros. El número de tus latidos por minuto quedará registrado, como el de los corazones de tus dos compañeros, cada uno tan inmóvil y tenso como tú, los tres corazones golpeando en el interior del pecho con un ritmo distinto, como tres tambores no sincronizados. Cerrarás los ojos, esperando.
Los párpados son casi la única parte de tu cuerpo que puedes mover a voluntad y te recuerda tu frágil naturaleza física, la desnudez escondida en el interior de tres trajes sucesivos, hechos de nailon, de plástico, de algodón, tratados con sustancias ignífugas. Cada traje, en sí mismo, es ya un vehículo espacial. Hace unos años, durante más de una hora, flotaste en el vacío a una distancia de doscientos kilómetros sobre la Tierra, unido a la nave tan sólo por un largo tubo que te permitía respirar: no recuerdas miedo ni vértigo, tan sólo una sensación de perfecta quietud, moviéndote sin peso, extendiendo brazos y piernas en medio de la nada, golpeado imperceptiblemente por las partículas del viento solar. Con los ojos cerrados me imagino que soy ese astronauta. No veo estrellas, sólo una oscuridad en la que nada existe, ni cerca ni lejos, ni arriba ni abajo, ni antes ni después. Veo la curvatura inmensa de la Tierra, resplandeciendo azul y blanca y moviéndose muy despacio, las espirales de las nubes, la frontera de sombra entre la noche y el día. Pero ahora no quiero estar flotando en el espacio. Ahora cierro los ojos y alimento con datos minuciosos la imaginación para encontrarme en el interior de la nave Apolo Xi, en el segundo mismo del despegue. Controlas parcialmente el movimiento de los párpados, membranas tan delgadas deslizándose sobre la curvatura húmeda del ojo, y los músculos que mueven los globos oculares, y que por mucho que los fuerces no te dejan ver nada ni a derecha ni a izquierda. A tu derecha
y a tu izquierda están los otros dos viajeros, tan rígidos como tú en el interior de sus trajes y de sus escafandras, tendidos en la misma posición, atados por los mismos cinturones elásticos y cepos de titanio, encerrados contigo en el espacio cónico de una cámara rica en oxígeno y llena de cables, interruptores, conexiones eléctricas, una trampa explosiva, que se puede convertir en una bola de fuego si saltara la chispa nada improbable de un cortocircuito. Otros han muerto así, en un espacio tan estrecho y tan sofocante como éste, en esta misma posición que ya tiene de antemano algo de funeraria. El que estaba más cerca de la escotilla intentó desbloquear la palanca que la mantenía cerrada y no pudo, y un instante después todo el oxígeno explotaba en una sola llamarada. Láminas de metal retorciéndose al rojo vivo, humo tóxico de aislantes y fibras sintéticas, plástico derretido que se adhiere a la carne quemada y se mezcla con ella.
La cápsula está situada en el pináculo de un cohete veinte metros más alto que la estatua de la Libertad, cargado con siete mil toneladas de hidrógeno líquido tan inflamable que su superficie exterior está cubierta por láminas de hielo artificial que han de mantener baja su temperatura en el calor húmedo de los pantanos de Florida. Pero no tienes sensación de calor, a pesar del traje, de la escafandra, de los tres cuerpos tumbados uno junto a otro en la estrechura cónica, cada uno con su pulso secreto, con sus parpadeos, la sangre de cada uno fluyendo a una velocidad ligeramente distinta. Una red capilar de tubos delgadísimos permite que un flujo permanente de agua fría circule por el interior del traje espacial y lo mantenga refrigerado. Aire fresco, ligeramente oloroso a plástico, circula con suavidad sobre la piel, roza la cara, los dedos en el interior de los guantes, las yemas de los dedos que golpean de manera instintiva, con impaciencia controlada, que también registran los sensores. Pero no es aire exactamente: es sobre todo oxígeno, el sesenta por ciento, y el cuarenta por ciento nitrógeno. Cuanto más oxígeno haya mayor será el peligro del fuego.
El aire olía a sal y quizás a algas y a cieno de pantanos incluso desde la altura de la pasarela que conducía a la escotilla abierta, a ciento diez metros sobre el suelo. No había un punto más alto en toda la amplitud de las llanuras y las ciénagas que se prolongan hasta el horizonte del mar.
El olor marino del aire quedó cancelado justo al mismo tiempo que el ajuste de la escafandra al ancho cuello rígido del traje espacial abolió todos los sonidos. En la claridad del amanecer blanqueaba a lo lejos la línea recta de espuma rompiendo silenciosamente contra la orilla del Atlántico. Desde la distancia la llanura pantanosa y las playas rectas y desiertas eran un paisaje primitivo y todavía no explorado por seres humanos, un territorio virgen muy anterior a las genealogías más antiguas de los homínidos, más próximo a los episodios originarios de la vida animal sobre la Tierra, a las primeras criaturas marinas todavía con branquias que se aventuraron a arrastrarse sobre el limo. Un poco antes, todavía de noche, se veían hogueras en las playas y constelaciones de faros de coches en las autopistas donde el tráfico se había detenido, una ingente peregrinación humana aproximándose desde muy lejos a esa cegadora luminosidad blanca de la pista de despegue, donde la luz de los reflectores resalta la verticalidad del cohete rodeado de nubes de vapor y el rojo andamio metálico al que está sujeto, y cuyos anclajes se desprenderán uno tras otro en el momento del despegue entre las llamaradas y las nubes de humo. La noche era honda y lejana al otro lado de los ventanales, y había una luz blanca de clínica en los corredores y en las grandes salas de control donde nadie parecía haber dormido desde mucho tiempo atrás: caras pálidas, camisas blancas, corbatas estrechas y negras, columnas de números parpadeando en las pequeñas pantallas abombadas de las computadoras. Miércoles, 16 de julio, 1969. Esperas tendido boca arriba, inmóvil, con los ojos abiertos, igual que has esperado en la oscuridad de un dormitorio en el que has despertado antes de que te llamara nadie, volviendo la cara hacia la mesa de noche y la esfera del reloj donde los números todavía no marcaban las cuatro de la madrugada. Las hogueras de los que han venido de muy lejos y han esperado despiertos el amanecer, los faros de los coches que no pueden seguir aproximándose por las autopistas congestionadas: verán de lejos, en el horizonte plano y caliginoso de la mañana de julio, la inmensa deflagración y la cola de fuego ascendiendo muy lentamente entre las nubes negras de combustible quemado. Pero esa lentitud es un engaño visual causado por la altura y el volumen del cohete:
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