Antonio Muñoz Molina
El jinete polaco
Para Antonia Molina Expósito
y Francisco Muñoz Valenzuela
Para Leonor Expósito Medina,
in memoriam
Sin que se dieran cuenta se les hizo de noche en la habitación de donde no habían salido en muchas horas, donde habían estado abrazándose y conversando en una voz cada vez más baja, como si la penumbra y luego la oscuridad que no notaban hubieran ido apaciguando el tono de sus voces pero no la avidez mutua de palabras, igual que se había apaciguado el modo al principio perentorio en que satisfacían y simultáneamente alimentaban su deseo, cuando regresaban caminando bajo la nieve y el frío de la taberna irlandesa donde habían almorzado, el pie descalzo de ella buscándolo con desvergüenza y sigilo bajo el amparo insuficiente del mantel, la casi persecución en el ascensor, ante la puerta, en el pasillo, en el cuarto de baño, la ropa arrancada con una delicada furia de impaciencia y las bocas mordiéndose mientras su doble respiración crecía en el calor de la habitación a media tarde, en la luz listada de las persianas que dejaban entrever al otro lado de la calle una hilera de árboles con las ramas peladas cuyo nombre ella no supo decirle y una fila de casas de ladrillo rojo con dinteles de piedra, con llamadores dorados y puertas pintadas de un negro brillante que a él le daban la tranquilizadora sensación de estar en Londres o en cualquier otra ciudad anglosajona y silenciosa, a pesar del ruido del tráfico que llegaba desde las avenidas, de las sirenas de los coches de la policía y de los camiones de bomberos, un pesado rumor que envolvía el núcleo de silencio en que los dos respiraban igual que la ciudad ilimitada y temible envolvía el espacio breve del apartamento, la cámara segura como un submarino en la que si se paraban a pensarlo era casi imposible que se hubieran encontrado, entre tantos millones de hombres y mujeres, de caras, de nombres, de gritos, de idiomas, de conversaciones telefónicas.
Vivían con naturalidad en el interior de una especie de milagro que ni siquiera habían solicitado ni esperado, casi desconocidos hasta unos días antes y ahora reconociéndose cada uno en la mirada, en la voz y en el cuerpo del otro, vinculados no sólo por la costumbre tranquila y candente del amor sino también por las voces y los testimonios de un mundo que irrumpía en ellos viniendo del pasado tan tumultuosamente como vuelve la savia a una rama que pareció muerta y seca durante todo el invierno, por la figura del jinete que cabalga a través de un paisaje nocturno, por las pupilas fijas en la oscuridad y en el vacío de una mujer emparedada que permaneció incorrupta durante setenta años, por el baúl de las fotografías de Ramiro Retratista y una Biblia protestante escrita en un inconcebible español del siglo XVI cuyas páginas recorrían ahora sus manos igual que las habían recorrido desde hacía más de cien años las manos de los muertos extraviados en la distancia y en el tiempo, sepultados al otro lado del mar, en una ciudad cuyo nombre les resultaba tan extraño decirse en aquel apartamento que les parecía situado en ninguna parte, Mágina, sus vocales rotundas como una luz de mediodía, sus duras consonantes tan cortadas en ángulos como las piedras en las esquinas de los palacios de piedra color arena, amarilla en el sol de la mañana, cobriza en los atardeceres, casi gris en los días de lluvia, en aquel invierno de su adolescencia que compartieron sin saberlo hasta el final, ella medio extranjera y recién llegada de América, con su pelo rojizo y su barbilla irlandesa, él hosco y callado y deseando marcharse a cualquier parte del mundo a condición de que no fuera Mágina, Madrid, París, Nueva York, San Francisco, la isla de Wight, cualquiera de las ciudades o países cuyos nombres leía de niño en el sintonizador iluminado de la radio y donde se oyeran esos idiomas que lo fascinaron mucho antes de que empezara a distinguir y a comprender el sonido de sus palabras, desvelado y solo en medio de la noche, buscando las emisoras extranjeras de onda corta, manejando el dial con la misma cautela que su padre cuando buscaba el himno de Riego en la Pirenaica, imaginando que su destino y la mujer de su vida estaban esperándolo en una ciudad a la que tal vez no iría nunca: ella nacida en un suburbio con casas de ladrillo rojo o de madera pintada de blanco a donde llegaban a veces las gaviotas y el viento húmedo de la bahía y el olor a muelle y a limo y educada en un inglés con acento de Irlanda y en el límpido español que se hablaba en Madrid antes de la guerra y le fue transmitido tan involuntariamente por su padre como la expresión obstinada y atenta de los ojos: él venido al mundo en una noche tempestuosa de invierno y a la luz de una vela, crecido en las huertas y en los olivares de Mágina, destinado a dejar la escuela a los catorce o a los quince años y a trabajar en la tierra al lado de su padre y de sus abuelos y llegada una cierta edad a buscarse una novia a quien sin duda habría conocido desde la infancia y a llevarla al altar vestida de blanco después de un noviazgo extenuador de siete u ocho años, él torpe, enconado, silencioso, rebelde, escribiendo diarios de furiosa desdicha en cuadernos de apuntes y odiando la ciudad donde vivía y la única clase de vida que había conocido y que legítimamente tenía derecho a esperar en nombre de otras vidas que le fueron anunciadas por las canciones, los libros y las películas, y mucho antes, cuando era niño, por las voces de la radio y los nombres de ciudades que veía en los mapamundis, alto ahora, cuando tuvo a Nadia delante de sí y no la supo recordar, a punto de cumplir diecisiete años y mortificado por la impaciencia de convertirse en un adulto, vestido siempre de oscuro, con un mechón de pelo negro sobre la frente que le ensombrecía la mirada, con pantalones vaqueros que para escándalo de sus padres no se quitaba ni siquiera los domingos y con un chaquetón azul marino abrochado hasta el cuello que tenía algo de uniforme maoísta, aunque era la guerrera de guardia de asalto que había estado guardada durante más de treinta años en el armario de su abuelo Manuel, escondida en el fondo, junto a los correajes y el canuto de estaño con el diploma de su nombramiento, junto a una caja de lata llena de billetes de banco que él mostraba con orgullo a sus amigos diciéndoles que eran dinero de la República: buscando siempre voces y canciones extranjeras en la radio, imaginando que se iba con una bolsa al hombro y que la carretera de Madrid se prolongaba infinitamente hacia el norte, hacia lugares donde él vivía de cualquier modo y se cambiaba de nombre y hablaba sólo en inglés y se dejaba crecer el pelo hasta los hombros, como cualquiera de los héroes a quienes reverenciaba, Edgar Allan Poe, Jim Morrison, Eric Burdon, tan desesperado por marcharse y no volver que no le importaría no ver nunca más ni a sus amigos ni a la muchacha de la que estaba enamorado entonces, con un amor hecho más de cobardía y literatura que de entusiasmo y deseo, tan legendario, doloroso y ridículo, como su propia vida y sus sueños de huida y los versos y las confesiones que escribía en los cuadernos de apuntes, en las horas muertas de clase en aquel instituto donde daba clases de literatura con una pesadumbre de vejación y destierro un profesor de Madrid al que rápidamente apodó el Praxis el más réprobo de todos los alumnos, un futuro teniente de la Guardia Civil que ya entonces fumaba grifa, aspiraba a decorarse los brazos con tatuajes legionarios y se llamaba Patricio Pavón Pacheco. Desconocidos, cruzándose en las calles de Mágina y tan extraños como si hubieran vivido a una distancia de siglos, habitados hasta la médula de su conciencia por las voces de sus mayores, herederos de un valor fracasado mucho antes de que ellos nacieran y modelados sin saberlo por hechos memorables o atroces de los que nada sabían, herederos involuntarios de la soledad, del sufrimiento y del amor de quienes los habían engendrado.
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