Antonio Molina - Beatus Ille

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Juego de falsas apariencias y medias verdades que terminan por desvelar una sola verdad última, Beatus Ille reveló a uno de los jóvenes narradores más rigurosos y mejor dotados de nuestra llteratura actual.
Minaya es un joven estudiante, implicado en las huelgas universitarias de los años 60, que se refugia en un cortijo a orillas del Guadalquivir para escribir una tesis doctoral sobre Jacinto Solana, poeta republicano, condenado a muerte al final de la guerra, indultado y muerto en 1947 en un tiroteo con la Guardia Civil. La investigación biográfica permite a Minaya descubrir la huella de un crimen y la fascinante estampa de Mariana, una mujer turbadora, absorbente, de la que todos se enamoran. Envuelto por las omisiones, deseos y temores de los habitantes del cortijo, Minaya se acerca lentamente hacia la verdad oculta. La indagaci6n del protagonista de Beatus Ille permlte al autor una delicada evocación literaria, de impecable belleza expresiva, con técnica segura y eficaz, de una época, de una casa y los personajes que en ella viven y se esconden.

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Minaya sabía que algo iba a suceder esa misma tarde. Un camión se había parado en la puerta, y una cuadrilla de hombres desconocidos y temibles que olían a sudor andaban sin apuro por las habitaciones, levantando los muebles entre sus brazos desnudos, arrastrando hacia la calle el baúl que contenía los vestidos de su madre, desordenándolo todo, gritándose palabras que él no conocía y que le daban miedo. Colgaron en el alero un garfio y una polea y pasaron por ella una soga a la que iban atando desde el balcón los muebles más queridos, y Minaya, oculto tras una cortina, miraba cómo un armario que le pareció despedazado por aquellos hombres, una mesa de patas curvas sobre la que siempre hubo un perro de escayola, una cama desarmada, la suya, oscilaban sobre la calle como a punto de caer y romperse en astillas entre las carcajadas de los invasores. Para que ningún suplicio le fuese negado aquella tarde, su madre le puso el traje de marinero que sólo sacaba del armario cuando iban a visitar a algún pariente lúgubre. Por eso se escondía, aparte el miedo que le daban los hombres, porque los niños de la calle, si lo vieran vestido así, con aquel lazo azul sobre el pecho y la esclavina absurda que le recordaba un hábito de monaguillo, se reirían de él con la saña unánime de su confabulación, porque eran como los hombres que devastaban su casa, sucios, grandes, inexplicables y malvados.

Dios nos valga, dijo luego su madre, en el comedor ahora vacío, mirando las paredes desnudas, las manchas de claridad donde estuvieron los cuadros, mordiéndose los labios pintados, y su voz ya no sonaba igual en la casa despojada. Habían cerrado la puerta y lo llevaban de la mano caminando en silencio, y no le contestaron cuando preguntó a dónde iban, pero él, con la inteligencia aguzada por la súbita irrupción del desorden, lo supo antes de que doblaran la esquina de la plaza de San Pedro y se detuvieran ante la puerta con llamadores de bronce que eran manos de mujer. Su padre se ajustó el nudo de la corbata y se irguió dentro del traje de domingo como para recobrar toda su estatura, entonces prodigiosa. «Anda, llama tú», le dijo a su madre, pero ella se negó agriamente a hacerle caso. «Mujer, no querrás que nos vayamos de Mágina sin despedirnos de mi primo.»

Columnas blancas, una alta cúpula de vidrios rojos, amarillos, azules, un hombre de pelo gris que no se parecía a los héroes del cine y que lo tomó de la mano para conducirlo a un gran salón de suelo entarimado donde brillaba como luna fría la última claridad de la tarde mientras una gran sombra que tal vez no pertenece a la realidad, sino a las modificaciones de la memoria, iba anegando las paredes sobrenaturalmente cubiertas por todos los libros del mundo. Estuvo primero inmóvil, sentado en el filo de una silla tan alta que sus pies no rozaban el suelo, sobrecogido por el tamaño de todas las cosas, de las estanterías, de los ventanales que daban a la plaza, del vasto espacio sobre su cabeza. Una mujer lenta y enlutada vino para servirles pequeñas tazas humeantes y le ofreció a él algo, un bombón o una galleta, hablándole de usted, cosa que le desconcertó tanto como descubrir que aquella caja tan alta y oscura y tapada con un cristal era un reloj. Ellos, sus padres y el hombre a quien habían dado en llamar su tío, hablaban en voz baja, en un tono lejano y neutro que adormecía a Minaya, actuando como un sedante para su excitación y permitiéndole que se recluyera en la secreta delicia de ir mirándolo todo como si estuviera solo en la biblioteca.

– Nos vamos a Madrid, Manuel -dijo su padre-. Y allí borrón y cuenta nueva. En Mágina no hay estímulo para un hombre emprendedor, no hay dinamismo, no hay mercado.

Entonces su madre, que estaba junto a él, muy rígida, se cubrió la cara con las manos, y Minaya tardó un poco en entender que ese ruido extraño y seco que hacía era llanto, porque nunca hasta esa tarde la había visto llorar. Fue, por primera vez, el mismo llanto sin lágrimas que aprendió a reconocer y espiar durante muchos años, y que según supo cuando sus padres ya estaban muertos y a salvo de toda desgracia o ruina, revelaba en su madre el rencor obstinado e inútil contra la vida y contra el hombre que siempre estaba a punto de hacerse rico, de encontrar el socio o la oportunidad que también él merecía, de romper el asedio de la mala suerte, de ir a la cárcel, una vez, por una estafa mediocre.

– Tu abuela Cristina, hijo mío, ella empezó nuestra desgracia, porque si no hubiera cometido la estupidez de enamorarse de mi padre y de renunciar a su familia para casarse con él ahora nosotros viviríamos en ese palacio de mi primo y yo tendría capital para triunfar en los negocios. Pero a tu abuela le gustaban los versos y el romanticismo, y cuando el infeliz de mi padre, que descanse en paz, Dios me perdone, le dedicó aquellas poesías y le dijo cuatro cursiladas sobre el amor y el crepúsculo, a ella no le importó que fuera un escribiente del Registro Civil, ni que don Apolonio, su padre, tu bisabuelo, la amenazara con desheredarla. Y la desheredó, ya lo creo, como en los folletines, y no volvió a mirarla ni a preguntar por ella durante el resto de su vida, que ya fue poca, por culpa de aquel disgusto, y le buscó la ruina a ella y a mí, y también a ti y a tus hijos si los tienes, porque a ver cómo puedo yo levantar cabeza y darte un porvenir si la mala suerte me ha perseguido desde antes de nacer.

– Pero es absurdo que te quejes. Si la abuela Cristina no se hubiera casado con tu padre tú no habrías nacido.

– ¿Y te parece poco privilegio?

Algunos días después del entierro de sus padres, que le dejaron al morir algunos retratos de familia y un raro instinto para percibir la cercanía del fracaso, Minaya recibió una carta de pésame de su tío Manuel, escrita con la misma letra muy inclinada y picuda que cuatro años más tarde reconocería en su breve invitación a que pasara en Mágina unas semanas de febrero, ofreciéndole su casa y su biblioteca y toda la ayuda que él pudiera prestarle en su investigación sobre la vida y la obra de Jacinto Solana, ese poeta casi inédito de la generación de la República sobre el que Minaya estaba escribiendo su tesis doctoral.

– Mi primo hubiera querido ser inglés -decía su padre-. Toma el té a media tarde y fuma su pipa sentado en un sillón de cuero, y encima es republicano, como si fuera un albañil.

Sin atreverse todavía a usar el llamador, Minaya busca en el abrigo la carta de su tío como si se tratara de un salvoconducto que le será exigido cuando le abran, cuando de nuevo cruce el portal donde había un zócalo de azulejos y quiera llegar al patio en el que aquella tarde anduvo como perdido, esperando a que salieran sus padres de la biblioteca, porque la criada que le hablaba de usted se lo había llevado de allí cuando empezó el llanto de su madre, poseído por la perdurable fascinación de los rostros sombríos que lo miraban desde los cuadros de los muros y de la luz y el dibujo como de grandes flores o pájaros que formaban los vidrios de la cúpula. Al principio se limitó a caminar en línea recta de una columna a otra, por que lo complacía el sonido de sus propios pasos metódicos y era como inventar uno de esos juegos que sólo conocía él, pero luego se atrevió a subir sigilosamente los primeros peldaños hacia la galería y su propia imagen en el espejo del rellano lo obligó a detenerse, guardián o enemigo simétrico que le prohibiera seguir avanzando hacia las habitaciones más altas o adentrarse en el corredor imaginario que se prolongaba al otro lado del cristal y donde tal vez guarde el olvido varios rostros no exactamente iguales de Mariana, la estampa de Manuel cuando subió tras ella con su uniforme de teniente, la expresión que tuvieron por única vez los ojos de Jacinto Solana en la madrugada del 21 de mayo de 1937, víspera ignorada del crimen, después de ser arrebatado por las caricias y el llanto sobre la hierba del jardín y de decirse que no importaban la culpabilidad ni la guerra en aquella noche en que acceder al sueño hubiera sido una traición a la felicidad.

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