Antonio Molina - Beatus Ille

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Juego de falsas apariencias y medias verdades que terminan por desvelar una sola verdad última, Beatus Ille reveló a uno de los jóvenes narradores más rigurosos y mejor dotados de nuestra llteratura actual.
Minaya es un joven estudiante, implicado en las huelgas universitarias de los años 60, que se refugia en un cortijo a orillas del Guadalquivir para escribir una tesis doctoral sobre Jacinto Solana, poeta republicano, condenado a muerte al final de la guerra, indultado y muerto en 1947 en un tiroteo con la Guardia Civil. La investigación biográfica permite a Minaya descubrir la huella de un crimen y la fascinante estampa de Mariana, una mujer turbadora, absorbente, de la que todos se enamoran. Envuelto por las omisiones, deseos y temores de los habitantes del cortijo, Minaya se acerca lentamente hacia la verdad oculta. La indagaci6n del protagonista de Beatus Ille permlte al autor una delicada evocación literaria, de impecable belleza expresiva, con técnica segura y eficaz, de una época, de una casa y los personajes que en ella viven y se esconden.

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Debo imaginarlo ahora, en su sillón de cuero, en ese lugar preciso de la biblioteca donde dijo Inés que se había sentado frente a Minaya, las manos juntas, el cigarrillo olvidado en el cenicero, todos los años perdidos escritos en su rostro y en su pelo que había sido rubio y que le daba, con los ojos azules, con sus modales de otro país y otro tiempo, un aire extranjero agravado por su timidez y su lealtad. Como una prolongación en la memoria de las palabras que había dicho al cabo de una infinita tregua de silencio, Manuel miró el retrato a lápiz de Mariana y repitió para sí mismo la fecha y el nombre escritos en el margen, pero cuando se levantó no fue para descolgar el dibujo y mostrar a su sobrino las palabras que Solana escribió en el reverso, sino que tomó de la repisa de la chimenea la foto que les hicieron el mismo día en que se supo la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero y se la tendió a Minaya. Míranos, pudo decir, sonriendo a la proximidad de la guerra y la muerte, contemplando con los ojos abiertos el sucio porvenir que nos estaba reservado, la vergüenza, el entusiasmo inútil, el milagro de una mano que por primera vez se posaba en mi brazo.

– Era verdad lo que te contaba tu padre. Fue Solana quien me presentó a mi mujer. Diez o quince minutos antes de que nos tomaran esa foto, el diecisiete de febrero de 1936.

Tenía un cuaderno donde apuntaba las fechas, dijo Inés, los lugares, los nombres, una libreta guardada en el primer cajón de su escritorio en la que al principio no escribió nada, como si sólo fuera una parte de su minuciosa simulación, únicamente, sobre la tapa, la fecha de su llegada a la ciudad, treinta de enero, miércoles, y en la primera página, en medio del espacio vacío, el nombre solo, Jacinto Solana, 1904-1947, como una inscripción funeral, como el título de un libro todavía en blanco, destinado acaso a no escribirse nunca, a no ser sino un volumen de ordenadas páginas sin una sola palabra ni otras señales que las de su cuadrícula azul. Empezó luego a anotar fechas y nombres, de noche, cuando se retiraba, como si trazara el borrador de una biografía futura que postergara siempre su desidia, los nombres de todos los habitantes de la casa y los títulos de las revistas que había consultado por la tarde en la biblioteca, cuando se quedaba solo y enrojecía si Inés entraba para preguntarle algo, para ofrecerle, porque se lo había ordenado Manuel, una taza de té o una copa. Escuchaba siempre, muy silencioso, solícito, y se quedaba hasta muy tarde conversando con Utrera, con Manuel, con Medina, el médico, y procuraba, con breves preguntas, con silencios que contenían las preguntas que él no siempre se arriesgaba a hacer, que la conversación gravitara sobre Jacinto Solana, sobre su perfilada sombra, huidiza y lacónica como su mirada en las fotografías, como las dedicatorias para Mariana o para Manuel que había en algunos libros de la biblioteca, en algunas postales enviadas desde París en 1930, desde Moscú, en 1935, en diciembre.

Escribe en su dormitorio, dijo Inés mientras se desnudaba, bajándose primero los leotardos azules, deslumbrando con sus muslos blancos la media penumbra de la habitación, con sus pies blancos, de talones rosados y ateridos, y después de quitarse la falda entró en la cama y se sentó en ella, cubriéndose hasta la cintura, los pies tan fríos en lo más hondo de las sábanas, y luego, al despojarse del jersey de lana roja, desapareció su cabeza por un instante y volvió a surgir, hermosa y despeinada, para hundirse del todo, hasta la barbilla, tiritando inmóvil, sacando una mano del embozo para arrojar al suelo el sujetador y la camisa, ya desnuda, adherida, adelantando las rodillas, los muslos, con los ojos cerrados, como a tientas, la piel tibia y luego cálida, los leves pechos, el roce de los pezones duros por el frío y luego tenues otra vez y rosados y dóciles a la caricia o al mordisco lento que indagaba, todavía sin el auxilio de la mirada, para que así, cuando se abrieran los ojos, estuviera ella, Inés, recuperada y próxima, intacta, quebrándose en el abrazo, combando su largo cuerpo tendido en el recinto ciego de las sábanas que era preciso apartar para mirarla entera, el pubis breve y liso entre los muslos cerrados, las caderas angulosas y alzadas, y cuando la mano descendía hasta percibir en las yemas de los dedos la recta y húmeda hendidura, el tacto, como una contraseña, avisaba del tránsito hacia la celebración de los olores, hondo vientre salado y delicado aliento y boca que a veces se cerraba rosa y húmeda y una sonrisa de finos labios apretados que era la candida sonrisa sabia de la felicidad y la tregua.

– Pero se calla cuando yo entro y me mira mucho, casi nunca a los ojos, me mira cuando le doy la espalda, pero yo lo veo mirarme en los espejos -dijo, riendo sólo con los labios, segura de su cuerpo, agradecida a él de un modo que ya excluía la adolescencia y el azar. Había preparado para Minaya la habitación situada a la izquierda del gabinete, simétrica al dormitorio vacío de Manuel y Mariana, y la primera noche, cuando él bajó a la biblioteca después de bañarse, Inés examinó su maleta y sus libros y los papeles que había guardado en el escritorio y al abrir el armario confirmó su sospecha de que el recién llegado no tenía otro traje que el que llevaba puesto. Anduvo luego por el patio, rondando la puerta entornada de la biblioteca, haciendo como que limpiaba los cuadros o los azulejos, pero entonces apareció Utrera, que volvía del café, y empezó a preguntarle cosas sobre Minaya con su tarda voz de borracho, cómo era, a qué hora había llegado, dónde estaba, rozándole el cuerpo en una asedio como casual o cobarde, tan cerca que ella podía oler su aliento corrompido de tabaco y coñac. Utrera, que no entró en la biblioteca porque era incapaz de caminar derecho y le temblaban las manos, la miró por última vez, no al rostro, sino a las caderas y al vientre, y se perdió luego en los fondos de la casa, sin duda para encerrarse en el cocherón donde tenía su estudio, o lo que él llamaba así, porque en los años que llevaba Inés al servicio de Manuel, el viejo no había hecho otra cosa que tallar un San Antonio para la iglesia de un pueblo y repetir hasta el hastío una serie de figuras de apariencia romántica que vendía con regularidad a una tienda de muebles.

«Puedes quedarte aquí todo el tiempo que desees, incluso cuando hayas terminado ese libro», oyó decir a Manuel, y se apartó de la puerta de la biblioteca, porque la voz había sonado muy cercana a ella. Lo vio salir, cabizbajo y más ausente de lo que solía, y le extrañó que no le pidiera su sombrero y su abrigo, como todas las noches, para ir a dar el largo paseo por los miradores de la muralla que le había prescrito Medina. «Inés», le dijo, volviéndose desde la escalera, «mira a ver si nuestro invitado necesita algo», pero ella no llegó a hacerle caso, pues Teresa vino entonces de la cocina y le pidió que le ayudara a preparar la cena de doña Elvira -Amalia, la otra criada, inerte y casi perdida en la ceguera, les daba vagas órdenes sentada junto al fogón-. Un caldo, un plato de verdura hervida y una copa de agua que ella misma, Inés, solía subir a las habitaciones de la señora, cumpliendo así la parte más ingrata de su oficio, porque doña Elvira le daba miedo, como algunas monjas del internado donde pasó su infancia, y la miraba igual. Pasaba los días examinando con una lupa libros de contabilidad o revistas de modas del tiempo de su juventud y siempre tenía encendido el televisor, incluso cuando tocaba el piano, y no lo miraba nunca. Calculo que tendrá ya casi noventa años, pero dice Inés que no hay en sus pupilas ni un solo signo de decrepitud. Usa un vestido negro con el cuello y los puños de encaje, y lleva el pelo corto y peinado en ondas, a la moda de 1930. Esta tarde, por primera vez en veintidós años, ha salido de sus habitaciones y de su casa para subir al cementerio y presenciar sin llanto, con un rígido ademán de dolor muy semejante al de ciertas estatuas fúnebres, el entierro de su hijo.

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