Antonio Molina - Beatus Ille

Здесь есть возможность читать онлайн «Antonio Molina - Beatus Ille» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Современная проза, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

Beatus Ille: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «Beatus Ille»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Juego de falsas apariencias y medias verdades que terminan por desvelar una sola verdad última, Beatus Ille reveló a uno de los jóvenes narradores más rigurosos y mejor dotados de nuestra llteratura actual.
Minaya es un joven estudiante, implicado en las huelgas universitarias de los años 60, que se refugia en un cortijo a orillas del Guadalquivir para escribir una tesis doctoral sobre Jacinto Solana, poeta republicano, condenado a muerte al final de la guerra, indultado y muerto en 1947 en un tiroteo con la Guardia Civil. La investigación biográfica permite a Minaya descubrir la huella de un crimen y la fascinante estampa de Mariana, una mujer turbadora, absorbente, de la que todos se enamoran. Envuelto por las omisiones, deseos y temores de los habitantes del cortijo, Minaya se acerca lentamente hacia la verdad oculta. La indagaci6n del protagonista de Beatus Ille permlte al autor una delicada evocación literaria, de impecable belleza expresiva, con técnica segura y eficaz, de una época, de una casa y los personajes que en ella viven y se esconden.

Beatus Ille — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «Beatus Ille», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

– La cena, señora -dijo Inés.

– ¿Ha venido ya el hijo de mi sobrino, Minaya?

– Llegó a las seis, señora. Ahora está en la biblioteca.

– ¿Cómo es?

– Alto, señora, y parece algo callado.

– ¿Es guapo?

– No me he fijado en él.

– Mentira. Es guapo. Te lo noto. Y bien que te has fijado. ¿Va a quedarse mucho tiempo?

– Parece que unas dos semanas.

– Eso habrá que verlo. Engañará a mi hijo, como ese Utrera que todavía dice que es escultor, y se quedará aquí hasta que se canse de vivir a costa nuestra. Será un sablista, como lo fue su padre.

Cuando volvió a bajar, con la bandeja intacta, vio que estaba encendida la luz en el gabinete, y siguiendo su costumbre de espiarlo todo -no era la curiosidad, sino un instinto de sus grandes ojos siempre abiertos, de su cuerpo educado para el sigilo, como los ojos y el cuerpo de un animal nocturno- pudo ver a Manuel sin que él la descubriera, prendido en la mirada muerta de Mariana y encerrándose luego en el dormitorio nupcial con una llave que sólo él poseía, y supo entonces que aquel regreso a una costumbre perdida era la primera consecuencia de la llegada del forastero y de la conversación en la biblioteca. Desconfiaba de Minaya como de un afable invasor, y con la misma atención con que había registrado su maleta y sus libros y olido el rastro de su cuerpo en el cuarto de baño y en las toallas húmedas lo estudió a él más tarde, en la biblioteca, complaciéndose en su desasosiego cuando lo miraba directamente a los ojos, cuando lo rozaba al inclinarse junto a él para llenar su copa durante la cena, en el comedor, o sorprendía en un espejo su mirada de interrogación, de anunciado deseo. Silenciosa y hostil, advirtiendo el peligro, entró en la biblioteca para ver más de cerca a Minaya, ahora que estaba solo. Recordarían después que aquella fue la primera vez que se hablaron, y que Minaya se puso en pie al verla y no supo qué decirle cuando Inés le preguntó si quería algo, parada en el umbral, indescifrable y sumisa, con su pelo castaño recogido en una cola de caballo y sus hermosas manos de muchacha maltratadas por el agua turbia de los fregaderos. Tenía dieciocho años recién cumplidos y con su sola presencia sabía establecer una distancia invisible entre ella misma y las cosas que la rozaban sin tocarla nunca, entre su cuerpo y las miradas que lo deseaban y el trabajo oscuro y agotador que ejercía en la casa. Fregaba los suelos y tendía las camas y pasaba horas enteras doblegada junto a un cubo de agua sucia para limpiar las losas del patio, y cinco veces al día llevaba la comida o el té a doña Elvira sosteniendo la bandeja de plata con la misma elegancia absorta de esas figuras de santas de los cuadros antiguos que llevan ante sí los emblemas de su martirio, pero ella y su cuerpo se mantenían a salvo, y cada noche, hacia las once, desde el balcón de su dormitorio, Minaya la veía salir a la plaza con su abrigo demasiado corto y sus zapatos sin tacón, altiva y súbitamente libre y alejándose hacia otro lugar y otra vida que ni él ni nadie conocían, del mismo modo que nadie, ni siquiera él, podía averiguar su pensamiento ni precisar su pasado antes del día en que llegó a la casa recomendada por las monjas del orfelinato donde había vivido hasta los doce o los trece años. Hacia otra vida se marchaba todas las noches, hacia un cuarto de alquiler en una casa de vecinos que estaba en la plaza donde se levanta el monumento a los Caídos que esculpió Utrera. Pero al principio, aquella tarde, en la biblioteca, antes del deseo y de la voluntad de saber, Minaya sólo fue conmovido por la gratitud y el miedo de la belleza y su habitual predilección por las muchachas muy delgadas.

– Un poco flaca todavía, pero espere a verla dentro de un par de años -dijo Utrera, examinándolo sin pudor desde el otro lado de la mesa con sus pequeños ojos húmedos, vivos como puntas de luz entre las arrugas de los párpados. Al dar las nueve, Minaya había entrado en el comedor vacío y demasiado grande, creyendo que el cubierto situado frente al suyo era el de su tío, pero al cabo de unos minutos de soledad y espera no fue Manuel quien entró, sino un viejo menudo y locuaz que olía ligeramente a alcohol y llevaba un clavel blanco en el ojal de la solapa. Todo en él, salvo las manos, era pequeño y concertado, y su calva impecable parecía un atributo de su pulcritud, como el brillo de la dentadura y la corbata de lazo que culminaba su camisa.

– Como es muy posible que Manuel no cene con nosotros -dijo, tenso y excesivo- me temo que deberé presentarme yo mismo. Eugenio Utrera, escultor y huésped indigno de esta casa, si bien he de advertirle que muy en contra de mi voluntad me hallo a un paso de la jubilación. Usted es el joven Minaya, ¿me equivoco? Teníamos verdaderos deseos de conocerlo. Su padre fue buen amigo mío. ¿No se lo dijo nunca? En cierta ocasión estuvimos a punto de organizar entre los dos un negocio de antigüedades. Pero siéntese, por favor, y hagamos juntos los honores a estos manjares que nos trae la bella Inés. Tengo entendido que piensa escribir un libro sobre Jacinto Solana. Empeño difícil, me imagino, pero también interesante.

Hablaba muy rápido, adelantando el cuerpo para estar más cerca de Minaya, con una sonrisa ávida de respuestas que no llegaba a esperar, y al sorber la sopa el aire le silbaba entre la dentadura postiza, que a veces, al ajustarse, emitía un sonido como de huesos que chocaran entre sí. Tenía las manos grandes y romas, que parecían de otro hombre, y en el anular izquierdo llevaba una piedra verde, tan excesiva como su sonrisa, testimonio, igual que ella, del tiempo en que alcanzó y perdió su breve gloria. Sonreía y hablaba como sostenido por el mismo resorte a punto de romperse que mantenía en pie su figura de galán anacrónico, y sólo sus ojos y sus manos no participaban en el fuego fatuo de la gesticulación, pues no podía esconder la fiebre de sus pupilas afiladas cada mañana y cada noche en los espejos de la vejez y el fracaso ni la ruina de sus manos inútiles que en otro tiempo esculpieron el mármol y el granito de las estatuas oficiales y modelaron el barro y ahora yacían y lentamente se embotaban en una inmovilidad acuciada por la artrosis. Detrás de sus palabras y del humo de los cigarrillos, sus ojos, no velados por la vanidad ni la mentira, escrutaban a Minaya o perseguían a Inés con devoción de viejo verde, y cuando ella se inclinaba para servirle algo o retirar el mantel, Utrera guardaba silencio y le miraba de soslayo el escote, irguiéndose un poco, muy grave, con el tenedor en la mano, con la servilleta pulcramente prendida al cuello de su camisa. -Vive con un tío suyo, que está enfermo, me parece que inválido, tiene algo en las piernas o en la columna vertebral. De vez en cuando debe sufrir alguna clase de recaída, porque Inés deja de venir o se va a media tarde, sin explicar nada, ya se habrá dado usted cuenta de que no habla mucho.

Comía despacio, como si oficiara, cortando la carne en trozos muy pequeños y bebiendo el vino a sorbos como de pájaro, hospitalario, atento siempre a que la copa de Minaya no quedara vacía, recordando o inventando una antigua amistad con su padre, en aquellos tiempos, decía, tan denostados ahora, tan prósperos para él, que era alguien en la ciudad, en España, un escultor de prestigio, como tal vez le hubiera contado su padre a Minaya, como indudablemente comprobaría si visitaba una mañana su estudio para mirar los álbumes de recortes de prensa donde se reproducía su foto y su nombre y se afirmaba que él, Eugenio Utrera, estaba destinado a ser, como escribió Blanco y Negro, un segundo Mariano Benlliure, un Martínez Montañés de los nuevos tiempos, y no sólo en Mágina, donde había vuelto a tallar para las cofradías de Semana Santa todos los pasos de procesión que fueron quemados durante la guerra, sino en toda la provincia, en Andalucía, en las lejanas plazas de ciudades nunca visitadas por él donde los monumentos a los Caídos llevaban su firma escrita en cultas mayúsculas latinas, EVGENTO VTRERA, escultor. Bebía ya sin disimulo los restos de la botella que Inés, atendiendo a una discreta indicación suya, no había retirado al limpiar la mesa, y se miraba las manos recordando con gastada melancolía los años irrepetibles en que llegaban a su taller presidentes de cofradías y jefes locales del Movimiento para encargarle vírgenes barrocas y estatuas de héroes caídos, sobrios bustos de Franco, ángeles de granito con espadas. Había que ocupar el espacio vacío de los retablos saqueados y rehacer los tronos de Semana Santa fenecidos en las hogueras que durante aquel verano de locura se encendieron en todas las plazas de Mágina, dejando con sus llamas altísimas rastros de hollín que todavía pueden verse, dijo, en las fachadas de algunas iglesias abandonadas desde entonces, cerradas al culto, como esa de ahí enfrente, la de San Pedro, convertidas a veces en almacenes o garajes. Durante los años que siguieron a la guerra, el taller de Utrera hirvió, como un bosque animado, de vírgenes atravesadas por puñales, de cristos con la cruz al hombro, crucificados, expirantes, azotados por sayones en los que Utrera retrataba sin el menor escrúpulo a sus enemigos, de cristos resucitados y ascendiendo inmóviles sobre nubes de purpurina azul. En 1954, recordó, el primero de abril, el ministro de la Gobernación vino a Mágina para inaugurar el monumento a los Caídos. En medio de los setos, entre los cipreses recién plantados, un monolito, una cruz y un altar de piedra, un gran bloque de imprecisas aristas cubierto por una gran bandera nacional. Él no era un político, sino un artista, explicó, pero no podía recordar sin orgullo el instante en que el ministro tiró del cordel haciendo que cayera a un lado el lienzo rojo y amarillo y descubriendo entre los aplausos y los himnos un Ángel de altas alas y dura melena al viento que abrigaba el cuerpo del Caído y recogía su espada, alzándolo entre sus musculados brazos como a ese Cristo muerto de Caravaggio que tal vez conocía Minaya.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «Beatus Ille»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «Beatus Ille» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Antonio Molina - In the Night of Time
Antonio Molina
Antonio Molina - A Manuscript of Ashes
Antonio Molina
Antonio Molina - In Her Absence
Antonio Molina
Antonio Molina - Sepharad
Antonio Molina
Antonio Molina - Los misterios de Madrid
Antonio Molina
Antonio Molina - El viento de la Luna
Antonio Molina
Antonio Molina - Ardor guerrero
Antonio Molina
libcat.ru: книга без обложки
Antonio Molina
Antonio Molina - Córdoba de los Omeyas
Antonio Molina
Antonio Molina - El Invierno En Lisboa
Antonio Molina
Antonio Molina - El jinete polaco
Antonio Molina
Отзывы о книге «Beatus Ille»

Обсуждение, отзывы о книге «Beatus Ille» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x