Antonio Molina - Ardor guerrero

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En el otoño de 1979, un joven que sueña con ser escritor se incorpora por reclutamiento obligatorio al Ejército Español. Su destino es el País Vasco. Su viaje, que atraviesa la península de sur a norte, es el preludio de una pesadilla. En las paredes de los cuarteles estaban todavía los retratos de Franco y su mensaje póstumo. Es una historia biográfica donde el autor nos cuenta cómo fue su servicio militar.

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Yo no sabía que en realidad se cambia muy poco desde los primeros años de la vida, y que ya entonces, en mi calle, donde durante mucho tiempo fui como un emboscado cobarde, habría podido señalar entre los niños del vecindario a los que disfrutarían de la mili y clasificarnos a cada uno de nosotros en los modelos que tantos años después iba a encontrar: el chulo, el chivato, el asustado, el silencioso, el leal, el lacayo, el entusiasta de la violencia practicada por otros, el que lamerá el polvo ante los vencedores y hará escarnio de las víctimas. La infancia posee una capacidad de obtener sufrimiento de la imaginación que los adultos luego no recuerdan: yo me consolaba pensando que todavía me faltaban muchos años para irme a la mili.

III.

De pronto se había extinguido aquella eternidad de tiempo futuro como una fortuna dilapidada por un heredero que la suponía inagotable y que de un día para otro se encuentra en la ruina: de pronto había llegado octubre de 1979, yo era tan plenamente adulto como mis tíos cuando me contaban sus aventuras cuartelarias y estaba a punto de irme a la mili, y no a cualquier parte, sino al País Vasco, a Vitoria, al Centro de Instrucción de Reclutas número once, asaltado unos meses antes por un comando de etarras que no tuvieron gran dificultad en desarmar a los soldados de guardia y robarles los cetmes.

Desde que supe adonde me había destinado mi mala suerte yo compraba cada mañana el periódico o conectaba la radio o el televisor a la hora de las noticias con un agudo presentimiento de alarma y algunas veces de pavor: casi diariamente explotaban bombas y morían asesinados oficiales del ejército, policías y guardias civiles, y se veía siempre un cadáver tirado en la acera en medio de un charco de sangre y mal tapado por una manta gris, o caído contra el respaldo en el asiento trasero de un coche oficial, la boca abierta y la sangre chorreando sobre la cara, una pulpa de carne desgarrada y de masa encefálica tras el cristal escarchado y trizado por los disparos. Se veían luego las imágenes de los funerales, los ataúdes negros cubiertos por banderas, llevados sobre los hombros de oficiales en uniformes de gala, se oían los gritos de los jóvenes fascistas que saludaban el cortejo fúnebre alzando el brazo a la romana, extendiendo manos cubiertas por guantes negros hasta erizar el aire sobre las cabezas de los parientes enlutados de las víctimas.

Gafas negras, abrigos oscuros de pieles, fajines, gorras de plato con estrellas doradas, caras de rabia, de ira muerta, de odio, declaraciones oficiales de serenidad: después de cada crimen pensábamos que los militares ya no aguantarían más y que estaba a punto de sobrevenir un golpe de estado. Su presencia obsesiva nos daba la sensación de vivir en libertad condicional, en una libertad exaltada, quebradiza, en peligro, minada por las presiones del ejército y asaltada a diario por las salvajadas de los terroristas. Los grandes galápagos de la jerarquía militar tenían algo de dioses inescrutables e iracundos que en cualquier momento podrían fulminarnos. Se hablaba mucho entonces de ruido de sables: de vez en cuando se publicaban rumores sobre conspiraciones, o se murmuraban nombres que no llegaban a aparecer en los periódicos, o que surgían en los diarios golpistas como torcidas sugerencias de complots. Por debajo de la fiebre incesante de las novedades y las contiendas políticas, de las manifestaciones, de las huelgas, de las campañas electorales, de aquel aturdimiento de tiempo acelerado y trastornado en el que vivíamos y de la incertidumbre sobre el porvenir hacia el que tan velozmente estábamos siendo empujados, había como un espacio de silencio y de miedo, un crepitar sordo y monótono de especulaciones y sospechas, un desasosiego permanente que algunas veces se volvía tan irrespirable como la expectación de una tormenta.

A finales del verano de 1979 yo contaba los días de libertad que me quedaban y no sabía imaginarme cómo iba a ser mi vida cuando terminara aquella tregua. Veía en el periódico la foto de un general asesinado y pensaba que el ejército se iba a sublevar cuando yo hubiera ya ingresado en filas. Más allá de la superficie de normalidad de las cosas diarias había un límite de abismo que las volvía al mismo tiempo más valiosas y del todo irreales. Abría los ojos al despertarme, miraba en el balcón la luz húmeda y violácea de aquel otoño y pensaba: tal vez la semana que viene, a esta misma hora, ya estaré en el cuartel. Una mañana, a principios de octubre, llamaron a la puerta y. un hombre de uniforme me entregó una citación: pero la fecha mecanografiada que leí con un sobresalto de angustia en el pecho no era aún la de mi viaje, sino la del día en que se me ordenaba ir a la Caja de Recluta para que me entregaran el petate.

El petate era la primera señal indudable de que aunque todavía no hubiéramos llegado al cuartel ya pertenecíamos al ejército. El petate era el primer objeto militar que tocábamos, y desde el principio comprendíamos que en aquella lona verde y recia estaba toda la materialidad del tiempo que nos esperaba, no las imágenes abstractas, no las leyendas inventadas por el miedo sino la textura primordial de nuestro porvenir durante más de un año. En la oficina de reclutamiento nos daban un papel al que llamaban pasaporte y un billete de tren para unos días más tarde, pero si no nos hubieran dado también el petate habríamos podido imaginar, al salir a la calle, a las evidencias de la realidad civil, que en esos pocos días aún nos era posible vivir como habíamos vivido hasta entonces, que éramos iguales a cualquiera que se cruzara con nosotros, pues aún vestíamos de paisano y técnicamente no estábamos sometidos a la jurisdicción militar. Pero el petate, que llevábamos bajo el brazo, vacío, o echado livianamente al hombro, ya nos contaminaba sin remedio y nos hacía saber cómo serían los olores de los meses futuros, el color del mundo, un verde olivo sucio, el tacto áspero de la vida diaria. El petate, usado muchas veces por otros, tal vez por generaciones de reclutas, olía a desinfectante, pero sobre todo olía, de antemano, a cuartel, al aire rancio de los dormitorios masculinos, a ropa sudada y guardada luego sin lavar en taquillas metálicas. Pasar los dedos por la lona del petate, por las anillas de acero que lo cerraban, era tocar la ropa que vestiríamos a lo largo de más de un año y adivinar en el tacto del candado todo el escalofrío futuro de las armas de fuego: abrir el petate y asomarse a su fondo para guardar algo en él era asomarse al pozo oscuro del tiempo que nos esperaba, y al principio, cuando uno guardaba allí algo de ropa, le daba un escrúpulo de desconfianza y de higiene, un miedo a infectarse o a ser manchado por la mugre que hubiera dejado en el interior la ropa sucia de otros hombres, la ropa arrugada y sudada de generaciones de soldados. Salir de la Caja de Recluta era un breve alivio, una instantánea vacación, una tregua, porque ya nos habían tratado casi como si fuéramos militares, y un oficial nos había leído no sin torpeza los artículos mas brutales del código disciplinario del ejército, pero a los pocos minutos nos habían dejado marchar, y en el papel que llevábamos con nosotros había una fecha de varios días mas tarde, días para vivirlos con una avariciosa plenitud de libertad, disfrutando del aire, de los amigos, de la cama, de los bares, con la misma avidez con la que disfruta un amante de la mujer que lo abandonará dentro de unas pocas horas.

Salíamos de la Caja de Recluta, volvíamos a casa, intentábamos olvidar que cada hora nos aproximaba inapelablemente a la hora final, al principio negro del viaje hacia el norte, pero con nosotros iba el petate, verde oscuro, áspero, fuerte, con nombres y fechas escritos a bolígrafo que las lavadoras no habían podido borrar, con el nombre, el cuartel y el número de identificación de otro recluta al que nunca conoceríamos y que ya era como nuestro antepasado: alguien que había sobrevivido, que había contado los días como un preso, que también se habría estremecido de desagrado al tocar por primera vez el petate. Aquel olor ya se introducía invasoramente entre los olores de nuestra casa, del cuarto donde dormíamos, aquel tacto se agregaba al catálogo de las texturas y de las superficies que tocábamos y a las que muy pronto iba a sustituir: la lana de los jerséis, el lino, el algodón, el tejido resbaladizo y sintético. Muy pronto nuestra propia ropa ya nos sería ajena, y la guardaríamos durante semanas en el interior de una taquilla, y luego, cuando volviéramos de la jura de bandera, con el primer permiso, la amontonaríamos de cualquier modo en el petate.

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