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La misma noche se expande, sofocante y bochornosa, por todo el barrio del General Entrerriano, otras pesadillas invaden a sus habitantes, pesadillas oníricas, inconscientes rebelados, miedos profundos, angustias escondidas. Penetremos, una vez más, en el lado oscuro de la clase media porteña.
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El sueño es inquieto y Susana Danti, claro está, se mueve nerviosa en la cama conyugal. Esa noche, después de la cena, habían visto en familia una de esas películas espantosas, que tanto le gustaban a Facundo y a Santiago, padre e hijo unidos en la bizarreada del cine de clase B. Unos zombis que invadían las ciudades, avanzaban babeantes, ávidos de carne humana, indetenibles en su caminar a menos que sus cabezas sean reventadas. Los varones de su familia disfrutaban esa fantochada de mal gusto, ella acompañaba, como mujer y como madre a sus hombres, espantada de la sangre y de la estupidez de la trama. Pero ahora, en sus sueños, la trama no era tan estúpida, aunque sí bastante sangrienta, la invasión se producía una vez más, no eran zombis venidos de quien sabe dónde, era otra cosa lo que atacaba la buena Ciudad de Buenos Aires, los que arrasaban con la civilización blanca, eran ellos, los otros, los resentidos, los suburbiales, los periféricos, los negros de mierda. La televisión lo anunciaba, el buen Periodista Independiente, siempre pulcro, siempre serio, estaba esta vez sin corbata, transpirado, informaba, ante la muerte que se acercaba seguía informando, tal era la vocación del buen Periodista Independiente. En la parte inferior de la pantalla el zócalo anunciaba en grandes letras rojas “Invasión negra, el fin ha llegado”, Susana comenzaba a espantarse. Avanzaban desde el conurbano y no dejaban nada a su paso, sus pocos dientes, amarillentos unos, amarronados otros, estaban afilados y dispuestos a morder la carne y las pertenencias de los ciudadanos de bien, era el fin de su ciudad, las casas de la buena clase media usurpadas por la negritud invasora, por el conurbano que de amenaza se transformaba en violenta realidad. La CABA invadida por negros, zombis con mal olor y alpargatas, con vino en cartón y choripán, la muerte con mal gusto. Su casa estaba próxima a la invasión, la desesperación la invadía, pero sus hombres estaban allí, su marido y su hijo, para protegerla de los negros, de la basura del conurbano, para cuidarla del contagio pobre. En la televisión el buen Periodista Independiente es atacado, seguro por algún groncho encargado de la limpieza del canal, la sangre empapa la delicada camisa blanca y transpirada del buen Periodista Independiente, sus ojos cambian, se tornan negros, sin alma, muere y resucita con rapidez, toma vino en cartón que otros gronchos le ofrecen, bebe, eructa, mira a la cámara, la mira a ella, sabe que es imposible pero está pasando, el nuevo negro dice sus primeras palabras: “Allí donde los sueños se vuelven realidad, y son reales también las pesadillas, allí Susana estamos todos, allí Susana pronto estarás vos”. El nuevo negro, ex buen Periodista Independiente, fondea el cartón de vino y se une a un baile frenético al ritmo de la cumbia junto a docenas de negros de mierda más.
Susana está aterrada, mira la calle desde la ventana de la sala, todo es un caos, negros mordiendo blancos, infectándole el virus de la delincuencia, expandiendo su pandemia vaga, su casa sigue, necesita a sus hombres, los busca, no los encuentra, grita sus nombres, implora su ayuda, y allí vienen, escucha sus pasos, ve sus sombras proyectarse, anunciar su llegada, y sobreviene el espanto, su hijo camina hacia ella, lleva en su mano en tetrabrik de vino tinto, su marido viene detrás entonando una espantosa canción:
“ Bailen cumbia, cumbiamberos,
Que llegó el fumanchero,
Fumancheando de la cabeza,
Empinando una cerveza,
Nos pinta el indio fumanchero,
Estamos hechos unos pistoleros”.
Susana llora y se paraliza, la infección avanza, sus hombres contagiados, sus hombres son negros, son villeros, todo está perdido, la invasión es total, se sabe derrotada, solo puede llorar, mientras su hijo la muerde en el cuello y le contagia el germen groncho de la pobreza. Pobre país, pobre Argentina, destino cruel, destino de negros de mierda.
Se mueve inquieta en la cama, ruedan lágrimas por las mejillas de Susana, recién llegada de Miami, donde una invasión de negros resultaría inverosímil, aunque ya esos mexicanos afean, y mucho, el buen paisaje del lugar. Susana llora y en sus sueños ya es una negra de mierda más.
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Sucede en la dirección del colegio Nuestra Sagrada Bendición de Cristo, sobre la calle Combatiente del Ejército Sanmartiniano al 5140, en pleno barrio del General Entrerriano, inserto en la majestuosa Ciudad de Buenos Aires, la CABA para la gente como uno. Dos personas están sentadas frente a frente, un escritorio las separa. Ella viste una camisa blanca, manga larga, ni un botón ha dejado de ser abrochado, su cuello está oculto, su piernas también por lo largo de la pollera azul; mujer rolliza, de baja estatura, tendrá unos cincuenta y tres años, se llama Norma Conesa, y es la directora del instituto. Del otro lado un hombre, impecable su traje, impecable su rostro, prefecta su afeitada, sus ojos celestes penetran a quien los miré, transmuta personalidad y seguridad este hombre, que tiene sesenta y cinco años pero que aparenta quince menos, nadie sospecharía que se trata del abuelo de un alumno, de una alumna mejor dicho. Veamos de qué hablan:
— Señor Alvear, sé que el papá de la niña es un hombre ocupado y entiendo los
pormenores domésticos de su madre, pero entienda usted también, son ellos los que deberían estar acá.
— Llamame Pedro
—¿Disculpe?
— Llamame Pedro, podés tutearme.
— Gracias Señor Alvear...
— Pedro, por favor. Entiendo lo que dice Norma, pero nosotros somos una
familia muy unida, el problema de uno es el problema de todos, y así lo enfrentamos, sin secretos, vengo en nombre de mi hija y mi yerno, lo que hable conmigo lo estará hablando con ellos, confié en mí.
Pedro le guiña un ojo y le sonríe. Es una sonrisa que, lo sabe Norma, habrá derretido a muchas mujeres durante la juventud de Pedro, y ahora, quizás, también. Norma ahoga una risita adolescente que le venía brotando desde la garganta. Se aploma un poco. La charla continúa.
— Confío en usted señor Alvear. Perdón, confió en vos Pedro.
— Soy un abuelo preocupado Norma, cuénteme lo que pasa con mi Julieta.
Somos una familia unida ya le dije, pero la familia es mucho más que mi núcleo filial, somos todos nosotros, el Nuestra Sagrada es una familia, siempre lo fue, durante muchos años fui parte de la comisión de colegios del barrio, sé como funciona este colegio, y sé que es mucho más que eso, que un colegio, acá están las buenas familias del barrio, gente de fe, de trabajo, de buena voluntad. Cuénteme Norma, ayúdeme a ayudar a mi nieta, dígame que sabe.
Y Norma lo vio, fueron solo unos segundos, o menos, algo cambió en el hombre, algo le invadió el rostro, ¿dudas, miedos? ¿O algo peor? ¿Perversión? Pero la sensación dura poco, los ojos celestes de Pedro, su sonrisa seductora echan a atrás todo. Es un hombre encantador, un abuelito, un abuelito muy buen mozo piensa Norma, que se preocupa por su nieta. Norma ya no se pregunta que vio, lo sepulta más allá del inconsciente, se deja atrapar por el magnetismo de ese hombre.
— Le cuento Pedro.
Y Norma le contó.
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Sergio Casillas tiene treinta y cinco años. Amanece activo. Se afeita de manera impecable, sin cortes, sin irritación, antes como siempre, media hora en la bicicleta fija. Se baña minuciosamente, jabón frutal, champú para evitar la caída del cabello. Se cambia, traje Gucci, cinturón Dolce Gabana. Arma el bolso, ropa deportiva, Niké, el gimnasio lo espera después de la oficina. Es la vida del hombre de éxito, no hay márgenes para la pavada. Desayuna, yogurt light, cereales sin azúcar. Hay que cuidar la línea.
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