Julià Guillamon - Mariposas de invierno

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Atrapado en la ciudad en la calurosa última semana del mes de julio, el narrador recuerda una escena de muchos años atrás: los niños juegan en la calle del pueblo y, de tarde en tarde, encuentran a un escarabajo rinoceronte medio muerto junto a la acera. La escena se repetía en unas noches concretas de julio: justo en aquel momento, y no estará allí para verlo. Su compañera duerme en la habitación de al lado, recuperándose de un derrame cerebral. El narrador se siente como el escarabajo rinoceronte de su infancia: un animal herido, atropellado por la vida, al que siempre le faltaba una pata, apenas se movía y no conseguía levantar el vuelo. A lo largo de tres veranos, 
Mariposas de invierno y otras historias de la naturaleza reconstruye el universo de las relaciones familiares, vinculadas a los insectos que deambulan por prados y bosques y conviven con la gente. Tres personajes principales sostienen el relato -un hombre, una mujer y el hijo de ambos–. El objetivo: volver al bosque tras un largo proceso de cura.Con una sensibilidad extraordinaria,
Julià Guillamon nos acompaña al pie de un tilo en plena polinización, a una plazoleta frente a un hostal donde revolotean las hormigas aladas, a una casa de campo abandonada donde las mariposas más bellas sorben la pulpa de las ciruelas. Mariposas de invierno y otras historias de la naturaleza comienza como un bestiario pero después los insectos pasan a un segundo plano y los insectos son la gente. Esos bichos, reales y extraordinariamente documentados, son en este libro un elemento simbólico para conectar a los vivos con los muertos, el puente de la memoria que une el mundo onírico de la infancia con el desencanto de los adultos. Es también la frontera entre la ciudad que ha borrado la naturaleza y el entorno rural que se aferra a ella como seña de una identidad que se desdibuja. Un reencuentro con lo esencial, lo que nos construye y lo que nos sujeta cuando todo parece derrumbarse. Porque cuidando de la tierra nos cuidamos también nosotros mismos.

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Años después vimos un Lucanus cervus que volaba a baja altura, parecía un pájaro. Pero no era exactamente el vuelo de un pájaro: se aguantaba en suspensión, como un abejorro de charol o como un oxidado colibrí. Era casi de noche, caminábamos junto al arroyo, en un recodo donde acuden a beber mirlos y serpientes. Se escondió bajo un avellano y, cuando levanté las ramas para ver de qué bicho se trataba, encontré a los compañeros de farra: tres o cuatro machos y una hembra corrían alborotados entre hojas y ramas. Lucanus cervus: el ciervo del crepúsculo. Las bestias nocturnas, cuando llega el día, no dan pie con bola.

Escarabajos relucientes

Cuando se refería a la contracultura, nuestro amigo Genís decía siempre «la psicodelia». Pensaba que la psicodelia era una cuestión de actitud, que se podían conseguir estados alterados de conciencia por otros medios que no fueran las drogas. Nuestro amigo era profesor de arte: veía formas psicodélicas en el estampado de una camisa, en la cubierta de un disco, en las irisaciones de una concha, en el reflejo de un fragmento de ferromanganeso que le regaló su padre, químico industrial. Cuando descubrió que existía un coleóptero que se llamaba Calosoma sycophanta, con el caparazón que pasaba del verde al naranja (como aquellas postales con el holograma de una chica que las mueves un poco y te guiña el ojo), estaba exultante. «Sycophanta…», decía arrastrando mucho la efe, como si se tratara de un disco perdido de Pink Floyd. Después he sabido que Calosoma sycophanta quiere decir «belleza calumniadora o delatora»: es bello, pero el reflejo le delata. Aquel coleóptero resumía la juventud heroica de nuestro amigo. A los veinte años su fotografía apareció en portada en los periódicos: decían que era un terrorista de la olla, la Organización de Lucha Armada. El joven guapo de las comunas psicodélicas de los años setenta, calumniado en un montaje policial. Con cuarenta años intentaba revivir el mundo de su juventud: estaba enfermo y no se quería morir.

Cris y yo no habíamos vivido la contracultura, éramos demasiado jóvenes y no participamos en nada que tuviera que ver con la política. Nos gustaba el Carabus rutilans, que es también verde y naranja, sin el componente psicodélico del nombre imaginado. Antes de conocer a Cris, cuando por la tarde iba a caminar por el camino de Can Quadres, se veían muchos. He leído que el Carabus rutilans es un gran depredador de escarabajos de la patata. Después empezamos a encontrarlos junto al arroyo, por el camino de Can Torrent, donde una vez vimos una gran cantidad de ellos, o cerca de la Font de Llops, cerca de la balsa reconvertida en piscina: un montón de insectos acelerados que corrían por el reguero obstruido por las hojas de pino. Si encontrábamos un caparazón aplastado por un coche, con las patas dislocadas, lo guardábamos como un tesoro en un bote de cristal grabado, muy bonito, que fue de mi abuela.

Cuando Cris y yo teníamos diecisiete años, acabábamos de conocernos y entramos en la Universidad. Raquel Asún, una profesora de Literatura española que también murió joven, nos hablaba de Ibn Hazm, un poeta del año 1000, autor de El collar de la paloma. Hablando de ella con nuestro amigo Genís comprendimos el significado de aquel título. «Las cosas no tienen color», decía Genís, que había dedicado su tesis doctoral a la psicología del color. «Es un efecto de la luz: fíjate en el cuello de las palomas, que pasa del verde al púrpura y del púrpura vuelve a pasar al verde». Ibn Hazm utilizó esta imagen para hablar del amor, que se presta a todas las ilusiones, como los élitros de los escarabajos relucientes.

Un día, con Pau, estábamos construyendo unas balsas en un torrente y destapamos una galería subterránea. Apareció, aturdido, un Carabus rutilans. «¿Te has fijado en qué limpios salen del suelo?», le dije a Cris. Pasó raudo, las patas negras, ahora naranja, después verde, después verde y naranja. Saltó el ribazo y se escondió debajo de una raíz.

El escarabajo de la poca harina

Reunir una colección de insectos. Antonio Espuña, un niño del colegio, en el Poblenou, le puso el nombre de bichario. Ir clavando a los insectos en una base de corcho, en una caja de puros. No tener paciencia para esperar que hayan muerto y ver cómo empujan con las patas, se desclavan y caminan con la aguja que los atraviesa, entre los otros insectos, como los fantasmas de un castillo. Descubrir los campos de trigo de Can Blanc y, en una espiga, el macho de la Hoplia coerulea. Los manuales dicen que es de color azul ceniciento. Qué trabajo tan ingrato encontrar palabras para definir lo indefinible, tristes escritores de manuales. La parte superior es azul celeste, metalizada y fluorescente, con la tripa gris, plateada con trazos negros, como si la hubieran arrastrado, rascándole el fondo. Pero el macho de la Hoplia coerulea raramente toca el suelo. Es un coleóptero equilibrista que se aguanta con las sierras de las patas, de forma inverosímil: en una espiga, en un brote de helecho o en una hoja de ortiga. Las patas de atrás estiradas, con unos buenos muslos que parecen ancas de rana. Una vez, mi amigo Cristian, de Santiago de Chile, quiso seducir a una secretaria invitándola a cenar. Las ancas de rana le gustaban con delirio, pero le daba miedo que la chica se asustara y le estropeara el plan. Utilizaba un lenguaje en clave con el camarero: «Tomaré un pollito». Le sirvieron dos ancas de rana tan grandes que parecían medio pollo. La chica estaba convencida de que efectivamente lo era.

Las grandes casas solariegas, rodeadas de campos de trigo. La montaña, el bosque, los bancales difíciles. Uno de los vecindarios de Arbúcies, entre barrancos y torrentes, se llamaba «de la Poca Farina». Ahora todos lo son, vecindarios de poca harina: el cereal cultivado ha desaparecido, o prácticamente, y la Hoplia coerulea ha huido a las veras de los caminos. Un insecto tan bonito y tan escaso. En el mes de junio aparecen algunas colonias. En una zarza. Bajo unos álamos, donde crecen, rebozados de polvo de coche, lirios de un día, con las hojas un poco remangadas, los pétalos con una raya en el centro, el corazón dorado y, en el interior, como si salieran de un jarrón, los pistilos, empolvados y erectos. La belleza perfecta: un escarabajo de cristal, en un lirio de seda que se abre solo para ti. Dicen los manuales que las hembras de Hoplia coerulea son marrones, que se esconden al pie de las plantas en las que los machos chulean y se desperezan indolentes. Buscamos por el suelo, apartando las matas, no vemos ninguna y en seguida nos cansamos de buscar.

«Es un insecto muy raro», le digo a Pau, que va saltando, pensando en sus cosas. «A medida que se han ido abandonando los cultivos, han desaparecido del mapa». Pero encontramos una gran colonia en unas zarzas tiernas, en una curva de la urbanización a medio construir donde vamos a jugar al fútbol. Otro día, después de un gran discurso extincionista, en la puerta del bloque de pisos junto a nuestra casa: en el seto de ciprés brillan decenas de reflejos relucientes, como bolitas de un cristal de seguridad que explota y se esparce por los rincones. «La belleza está por todas partes», dice la Hoplia coerulea, llamando al exceso de confianza. «Muy bonita, pero el ala le sobresale de los élitros, como si llevara la camisa por fuera», le digo a Pau, que sostiene cuatro o cinco en la mano, para que no nos hagamos tantas ilusiones.

Segundo verano

El escarabajo Lamborghini

Debió ser un día que fuimos a pasar la mañana a la montaña de Montjuic porque en el acantilado, que cae a pico sobre el puerto y las autovías, crecen muchas pitas. Y los niños, enamorados de aquellas hojas azules y verdes punzantes (el azul verdoso era uno de los colores preferidos de las cajas de lápices de colores, junto al color carne), nos llevamos, sí o sí, dos hijuelas. A mi madre no le debió gustar especialmente la idea porque no les buscó una buena maceta, de las que íbamos a comprar en la tienda de objetos de alfarería frente al cine Rellisquín. Utilizó una maceta con tacto de cazuela, muy grosera: una de esas macetas que no sabes cómo han llegado al patio. Las pequeñas pitas, claro está, no crecieron mucho. Fueron sacando hojas sobre un tallo cada vez más seco, como las lechugas cuando se espigan. Ya no eran la perfecta miniatura de aquella mañana de domingo en Montjuic: se iban confundiendo con la vieja maceta descascarillada.

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