EL TRIÁNGULO DE INVIERNO
Julia Deck
A las novelistas las vi en las revistas que hay en las salas de espera, en las páginas de Madame Figaro. Se las ve abriendo las puertas de sus salas de estar en París, posando en sus escritorios, delante de la biblioteca, en el fondo de sus bañeras de esquina, donde chapotean para encontrar inspiración.
Cansada de una vida rutinaria, desbordada por las deudas y sin mayor proyección que un nuevo trabajo precario, la joven protagonista de esta historia decide –en medio de una entrevista con su consejera laboral– cambiarse el nombre. De ahora en adelante se llamará Bérénice Beaurivage, como la novelista interpretada por Arielle Dombasle en una película de Éric Rhomer. Sumado a que su parecido con la actriz es sorprendente, ser novelista es un empleo mucho más atractivo que cualquiera de los que le propone la consejera laboral. ¿Por qué no habría de cambiar entonces su identidad?
Para iniciar su nueva vida se muda de Le Havre a Saint-Nazaire, donde conoce al Inspector: el flechazo es mutuo. Pero a medida que pasan los días se hace más difícil sostener la mentira, a lo que se suma la aparición de la bella periodista Blandine Lenoir, también interesada en el Inspector y quien rápidamente sospecha de la joven protagonista.
Julia Deck construye una novela hipnótica, tan apasionante como triangular: tres son los amantes, tres los puertos que recorre la protagonista –y que también debieron construirse una nueva identidad luego de la Segunda Guerra Mundial– y tres son las estrellas del Triángulo de Invierno, una figura que a esta escritora, sin ninguna duda, le calza a la perfección.
Afiche de la película El árbol, el alcalde y la mediateca (1993), de Éric Rohmer.
El triángulo de invierno
JULIA DECK
Traducción de Magalí Sequera
Quien oculta una columna comete una falta.
Quien hace una falsa columna comete un crimen.
AUGUSTE PERRET,
Contribución a una teoría de la arquitectura
Bérénice Beaurivage. Le doy vueltas y más vueltas y no le veo nada que me haga dudar. Sí, este nombre me calzaría a la perfección, piensa ella girando hacia la ventana que enmarca una calle lúgubre. Rectángulo en el que, si se insiste un poco, se distingue el borde de la vereda plantado con postecitos terminados en esferas, un paralelogramo de calzada desierta y la fachada amarillenta del edificio de enfrente. Y luego la mirada descansa obstinadamente en el zócalo.
–Señorita, deje de contemplar el tomacorriente.
Bérénice Beaurivage, basta con pronunciar ese nombre y enseguida se abre la perspectiva, se ensancha el horizonte.
–Señorita, abra los ojos. Parece dormida.
Voy a elegir este nombre. Lo voy a adoptar, me lo voy a apropiar, lo voy a lucir bajo todas sus letras, me voy a transformar por completo en la mujer que sugieren esos sonidos.
–Señorita, le estoy hablando.
Aflora una pequeña molestia. Porque ese nombre no lo inventé, le pertenece a otra, aunque por así decirlo, a medias. Mi nombre lo usa una actriz de una película de Éric Rohmer, Arielle Dombasle, que interpreta el papel de la novelista Bérénice Beaurivage.
–Mire, señorita, hace tres meses que viene para una entrevista individual. Al principio fui comprensiva, porque su última experiencia laboral no fue muy buena, luego le encontré unos avisos, propuestas de formación, y usted se hizo la difícil. Pero va a tener que poner algo de su parte, mostrar más creatividad, capacidad de adaptación, porque sin título, ni cualificación, no crea que va a llegar a ministra.
Novelista. Una actividad atractiva. Mucho más que los puestos que propone la consejera laboral.
–Muy bien, señorita, hice todo lo que pude. Como no quiere saber nada, voy a llamar a mi superior. Monsieur Geulincx, ¡venga, por favor!
A las novelistas las vi en las revistas que hay en las salas de espera, en las páginas de Madame Figaro . Se las ve abriendo las puertas de sus salas de estar en París, posando en sus escritorios, delante de la biblioteca, en el fondo de sus bañeras de esquina, donde chapotean para encontrar inspiración.
–Sí, Solange, ¿qué puedo hacer por usted?
Las novelistas no saben lo que es madrugar para viajar en horrorosos transportes públicos. Se levantan a la hora que quieren, se pasean bajo las volutas de largos cigarrillos en busca de la palabra perfecta, de la mejor frase, y así transcriben lo que se les ocurre en bellas libretas encuadernadas en cuero.
–Se trata de la señorita, monsieur Geulincx. Ya la citamos la semana pasada.
–Sí, lo recuerdo. Un caso difícil con el agregado de la falta de motivación.
Ser novelista no puede ser tan complicado cuando una ejerció, como yo, muchos oficios con creatividad y capacidad de adaptación.
–Exacto, monsieur Geulincx, ya intenté todo con ella, el acompañamiento personalizado, talleres, prácticas de inserción. Ya me esforcé lo suficiente.
Con los oficios, ya intenté lo suficiente,
–Señorita, es necesario que se ubique o tendremos que cortarle el estipendio y va a terminar cobrando el supuesto subsidio extraordinario por desempleo, en realidad va a terminar en la calle, sí, señorita.
en oficinas, en tiendas, para vivir una vez más en una nueva piel.
–Realmente no se puede sacar nada de ella. Pero Solange, la verdad es que lo que más me preocupa es ese asunto del acoso.
–Absolutamente, monsieur Geulincx. ¡Amenazar al jefe de sección con un utensilio y la probabilidad de que vuelva a encontrar un empleo en el rubro después de eso!
Basta con tener algunas características similares a las de la actriz Arielle Dombasle,
–Tiene razón. Con esos antecedentes, sería mejor que se fuera de Normandía.
estar segura de mí misma en cualquier circunstancia, y también un cuerpo grácil, una larga cabellera rubia,
–Bueno, no hay nada que hacer, cierre la ventanilla. Y a usted, señorita, no la quiero ver más en esta oficina, usted no tiene remedio.
lo que es un hecho.
LE HAVRE
(PRINCIPIOS DE DICIEMBRE)
La señorita volvió a su hogar en la atmósfera suave y celeste de las cinco de la tarde. Pasó por los bassins du Commerce, du Roi y de la Manche para llegar al quai de Southampton, donde se detuvo al pie del conjunto de edificios frente a la terminal de cruceros. Encajada en la desembocadura del río como el diente de un tenedor, la punta de Florida recibe los buques de pasajeros que hacen escala. Mientras la mujer cumplía con su cita en la agencia de empleo, llegó un barco. Es un crucero moderno, trescientos metros de largo y diez pisos que se alzan sobre el agua tranquila. Unas cuatro mil personas deben de circular por estas superestructuras, pero la pared brillante no deja adivinar nada de ese ajetreo, totalmente ajeno a la ciudad que se extiende más allá del muelle.
Ella escuchó en los noticieros que, cuando naufraga un crucero, las parejas sobrevivientes presentan una tasa de divorcio bastante más alta que el promedio. Como lo había comentado el periodista, este fenómeno se explica porque la gente tiende a pisotear a los demás para salvarse el pellejo. La señorita no está expuesta a ese tipo de problemas –es el anverso de su medalla–, sube sola los dos pisos del monoambiente donde también vive sola, tan desligada de la tierra firme como los pasajeros del navío. Este le tapa la vista desde su puerta ventana, que ahora da a una grilla de ojos de buey.
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