Julia Deck - El triángulo de invierno

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A las novelistas las vi en las revistas que hay en las salas de espera, en las páginas de Madame Figaro. Se las ve abriendo las puertas de sus salas de estar en París, posando en sus escritorios, delante de la biblioteca, en el fondo de sus bañeras de esquina, donde chapotean para encontrar inspiración. Cansada de una vida rutinaria, desbordada por las deudas y sin mayor proyección que un nuevo trabajo precario, la joven protagonista de esta historia decide –en medio de una entrevista con su consejera laboral– cambiarse el nombre. De ahora en adelante se llamará Bérénice Beaurivage, como la novelista interpretada por Arielle Dombasle en una película de Éric Rhomer. Sumado a que su parecido con la actriz es sorprendente, ser novelista es un empleo mucho más atractivo que cualquiera de los que le propone la consejera laboral. ¿Por qué no habría de cambiar entonces su identidad? Para iniciar su nueva vida se muda de Le Havre a Saint-Nazaire, donde conoce al Inspector: el flechazo es mutuo. Pero a medida que pasan los días se hace más difícil sostener la mentira, a lo que se suma la aparición de la bella periodista Blandine Lenoir, también interesada en el Inspector y quien rápidamente sospecha de la joven protagonista. Julia Deck construye una novela hipnótica, tan apasionante como triangular: tres son los amantes, tres los puertos que recorre la protagonista –y que también debieron construirse una nueva identidad luego de la Segunda Guerra Mundial– y tres son las estrellas del Triángulo de Invierno, una figura que a esta escritora, sin ninguna duda, le calza a la perfección.

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Cerrar los ojos. Se despiertan los dedos. Golpetean contra el borde de la mesa, pulgar, índice, medio, anular, meñique, y la inversa: izquierda, derecha, y las dos al mismo tiempo.

¿Está marcando el compás?

(Detectando una voz masculina a mano izquierda).

Y sin embargo, la música no está fuerte.

(Girar cautelosamente hacia el intruso).

Apenas se la oye.

(Bronceado marítimo, maxilares cuadrados, porte flexible y erguido. Excelente rendimiento en educación física).

Qué pena, me hubiera gustado bailar.

(Pero de dónde salió, los había fichado a todos en la vidriera).

Con usted, naturalmente.

(El viajante de comercio).

Usted se habría sacado la capucha, el anorak,

(Sí, es él).

y habríamos,

(Caminó en la sombra, esquivando las lámparas de neón),

habríamos,

(se acercó por un punto ciego).

bailado hasta el alba.

(Culpa de los Rusos negros , me nublan la vista).

Luego habría regresado al Sirius .

(Sacarse la capucha).

Lo habrá visto seguramente, hacemos escala en la punta de Florida.

(Pensar).

Soy comisario de abordo, me llamo Steven.

(Pensar más fuerte, concentrarse muchísimo).

Y usted es

Soy

Es

Soy Bérénice. Bérénice Beaurivage, sí, así me llamo. Y de repente le parece que hace demasiado calor en este bar lounge, se desabrocha el anorak.

A partir de ahí la mujer se limita a seguirle la corriente al comisario de abordo, que resulta estar muy a gusto con el ejercicio de la palabra solitaria. Maneja a la perfección las banalidades de circunstancias condimentadas con discretos halagos e informaciones estratégicas. Así es cómo ella se entera de que él es propietario de un monoambiente en la ciudad –mi puerto base, de alguna manera–, en el complejo lujoso que está sobre la rada de los navegantes aficionados.

A su buque, ya lo vi en otro lugar, interrumpe Bérénice.

Querida, imposible. Es nuestro crucero inaugural, los astilleros de Saint-Nazaire entregaron a Sirius el mes pasado.

Yo sé lo que digo, ya lo vi, reanuda ella mientras se acerca a la mesa con una ondulación del busto que deja ver sus senos firmemente contorneados.

Un sister-ship , Bérénice. Debe haber visto a su doble, no exactamente el mismo, ni del todo diferente.

No era otro, era este, segurísima.

Entonces, usted fue a Saint-Nazaire.

Ya no me acuerdo.

Sirius, desarrolla el comisario de abordo, una de las tres estrellas del Triángulo de Invierno, que desde nuestro punto de vista parece casi equilátero. Y prosigue Algunos leen los astros, yo leo las manos, y con ese pretexto toma las de la mujer.

Sus antebrazos dibujan arabescos al ritmo indefinido y lento del fondo sonoro, un tapiz de bajos no distinguibles. Espirales que se propagan por las muñecas y a lo largo de los dedos. Es mecánico, las manos se enlazan para guardar el calor, y por arriba se murmuran palabras inaudibles sin que nadie se preocupe por agregarles sentido. Tal vez ni siquiera sean palabras, sino simplemente sílabas para mover los labios, mostrar el extremo de los dientes y descubrirlos todos, porque hay muchas risas en ese intercambio sin lógica aparente pero con precisa comprensión mutua, hasta el punto de que el comisario de abordo termina por hacerse cargo de la cuenta que no dejaba de crecer a medida que aparecían en la mesa cócteles exorbitantes que se liquidaban enseguida. Deja un billete grande en la mesa. Nos vamos, anuncia tomando el brazo de Bérénice, quien solo atina a agarrar el anorak.

Qué extraña la piel del otro cuando vuelve a ser del otro, recostada en la sombra contra la suya y a medida que desaparecen los efectos de los Rusos negros . Un poco pesado también cuando una trata de liberarse. Serán al menos las cuatro de la mañana considerando el tiempo de espera, con la mirada clavada en el techo para no perturbar el sueño del comisario de abordo. No, las 2 y 36 en el despertador electrónico que está sobre la mesita de luz. El halo proyecta un cono de luz verde en el cuarto desordenado. Podría irme. Vestirme, salir en silencio de esta residencia del quai François-I ery rumbear hacia el faro, en cinco minutos llegaría a mi casa. A mi casa, es un decir. Dentro de poco van a llegar los agentes judiciales, van a embargar todas mis cosas. Podría huir. Irme a otra ciudad costera, comenzar de nuevo, eso tendría que hacer. Son las 3 y 14.

Podría quedarme, desayunar, buen día señor, buen día señorita, cómo amaneció, y fue un placer conocerlo, ah ya se va de viaje, muy bien, muy bien. Podría podría podría.

A través del ventanal distingue los brazos del malecón, que protegen los barcos de recreo, mecidos por el chapoteo del agua oscura. Sigue con la mirada el contorno de los embarcaderos donde están amarradas las lanchas, los veleros, recorre el fino enrejado de los aparejos. A lo lejos se deslizan sombras, portacontenedores, buques de carga, ferris, formas negras sobre fondos negros que avanzan hacia la entrada del puerto. El horizonte palidece levemente y ella vislumbra el volumen de las nubes, el contorno de las naves que se va precisando en planos cada vez más cercanos, por fin puede leer los nombres.

Al salir de la cama en puntas de pie recupera su ropa, una media enrollada en los flecos de la alfombra, su buzo debajo de un sillón, un vestido de encaje en el bar americano. Se apoya en ese mueble para ponerse la segunda media, y roza al pasar la chaqueta del comisario de abordo, colgada del respaldo de una silla. Cierra los ojos mientras su mano se pierde en el bolsillo interior sobre la billetera, un estuche de cuero blando rellenito: la había visto anoche cuando él pagó la cuenta. Con los párpados bien cerrados, hurga en el bolsillo grande del estuche, oye el dulce estremecimiento de los billetes de banco. Luego los acerca abriendo bien grandes los ojos: hay trescientos. Qué bien.

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