EL BARRIO DE LA PLATA
Julià Guillamon
EL BARRIO DE LA PLATA
L'AVENÇ
Barcelona
2020
Edición original: Barcelona, 2018
© del texto, Julià Guillamon
© de esta edición digital, L'Avenç, S.L., 2020
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Diseño y composición: Albert Planas
Inspirado en el diseño del libro La Prostitution (1959), de Marcel Sacotte.
Diseño y composición de la edición digital: Víctor Sabaté
Imágenes: Films 59, Familia Guillamon Mota, Familia Puerto Barceló, Merche Fernández, Julià Guillamon, Arxiu Municipal Contemporani de Barcelona, Josep Miquel i Solé, Arxiu Històric del Poblenou (AHPN), Pepe Encinas, Santi Ferrer-Vidal, Arxiu Històric de la Ciutat de Barcelona - Ajuntament de Barcelona, Joan-Pere Viladecans, Carles Guiral, Ángel Uzkiano, Pepito Bas, Ateneu Enciclopèdic Popular (CDHS-AEP), Google maps, Montserrat Montaner, Arxiu Nacional de Catalunya, bar El Roble.
Imagen de la cubierta: muleta de Julián Guillamón El niño del Tibidabo.
Fotografía de Ramiro Elena.
ISBN: 978-84-18680-00-7
BIC: FA
Ref. AVEN103
Para Cris, de espaldas,
en el pasillo de la calle Luchana.
–Taxi!
–But I’ve no money.
–I have.
–Where are we going?
–Where I belong.
My Fair Lady
Busco una manera de empezar, el hilo de Ariadna que me llevará de regreso al barrio de la Plata, el barrio de los valencianos, en Pueblo Nuevo, donde viví hasta casi los treinta años. Y encuentro el inicio inesperadamente en La Vanguardia de hoy, 21 de octubre de 2014, que en la página treinta y cinco publica una información sobre la muerte de José Daurella. En los años cincuenta, junto a su hermano Francisco, se puso al frente de Cobega, la empresa fundada por su padre, que fabricaba y distribuía la Coca-Cola en España y Andorra (más tarde también en Portugal y en algunos países del norte de África). En 1983, cuando entré a trabajar en el diario Avui , la redacción conservaba algunas costumbres corporativas del viejo periodismo. Por ejemplo, el 24 de enero se celebraba san Francisco de Sales, patrón de periodistas y escritores. Cobega mandaba a unas azafatas que servían vasos de Coca-Cola. Por esta razón, y por los anuncios a página entera que pagaba generosamente, cuando Francisco Daurella publicaba una de sus novelas, el diario le correspondía. Mandaba a un redactor, que fabricaba una breve noticia sobre el acontecimiento social que rodeaba la presentación. Daurella era un tipo inquieto, acabó montando un museo en Barcelona y otro en Madrid, con una buena colección de pintura. Escribía novelas históricas y de ambiente cosmopolita con el seudónimo de Fran Daurel. Yo era el redactor más joven de la sección de cultura y me correspondía asistir a las presentaciones. Era lo que en el lenguaje del periodismo de aquel tiempo se llamaba un pesebre : un acto de compromiso, con poca substancia cultural. Y, a pesar de ello, había algo admirable en aquel Fran Daurel, propietario de una de las primeras fábricas a la americana de Barcelona, en la calle Guipúzcoa, que acogía a los niños de los colegios, en visitas culturales, un tipo forrado que escribía novelas de detectives y regalaba Coca-Cola a los periodistas.
Quizás porque al propio Daurella le gustaba escribir, Coca-Cola promovía el Concurso Nacional de Redacción. Participaban en él chicos y chicas de toda España: todos los escritores de mi generación desfilaron por allí. Seleccionaban a tres o cuatro alumnos de cada colegio, que participaban en las eliminatorias provinciales y, más adelante, en la final nacional. Yo no pasé de una de las rondas de Barcelona, pero años más tarde conocí a un tipo que ganó el Concurso Nacional. Lo obsequiaron con un viaje a Río de Janeiro. En aquellas primeras rondas regalaban libros. Recuerdo que iba a por leche a la calle Joncar, el carrer dels gitanos (la calle de los gitanos) como lo llamaba mi yaya, obsesionado con la idea de ganar aquellos libros que acabarían siendo el punto de partida de una biblioteca. Me rondaba por la cabeza un monólogo interior como el de los dibujos animados de Oliver y Benji : «¡tengo que ganar esos libros, tengo que ganar esos libros!». Era una especie de confesión o de examen de conciencia, los buenos propósitos a los que siempre aludía mi madre. Me regalaron tres libritos de una colección de la Editorial Bruguera que se llamaba «SÍ-NO». Recuerdo que uno de los autores, quizás el autor de los tres, era José Repollés. Nacido en Calanda en 1914, «prolífico autor de obras de carácter popular, en ocasiones escribió bajo seudónimo (…). Es autor, entre otros libros de divulgación, de una deslucida Historia de España . Su escritura carece de relieve artístico». Pobre hombre: vaya manera de tratarlo en la Wikipedia.
Cada uno de los libritos abordaba un tema de forma didáctica. Empezaba por un test de doscientas preguntas al que debías contestar escogiendo entre cuatro opciones. A continuación, el autor se las componía para dar respuesta a todas aquellas preguntas en un texto continuo. Los años setenta fueron la época de oro de las fichas y de los test, continuación natural de la teoría de conjuntos y de los móviles que se utilizaban con fines pedagógicos en el parvulario y en los primeros cursos de primaria: la simplificación divertida, la idea de que, con solo algunas nociones, dejándote guiar por la intuición, podías llegar a resolver cualquier problema. Recuerdo unas fichas azules y otras de color tostado, de historia y de ciencias sociales, respectivamente. Y las hojas de ejercicios del método Ruaix para aprender catalán, que también funcionaban a base de fichas. En el mercado de lance he encontrado libros de la colección «SÍ-NO». Me han sorprendido El teatro universal, de Maria Aurèlia Capmany, La música, de Jaume Vidal Alcover y Napoleón, de José Miguel Mínguez Sender, porque cuando empecé a moverme en los ambientes literarios en los años ochenta los conocí a los tres. No recuerdo que me tocara ninguno de esos volúmenes. Igual regalaban los que se vendían menos. Repollés era un escritor sin relieve artístico, los libros de la colección «SÍ-NO» no eran demasiado atractivos, pero era una manera de empezar.
El colegio Voramar era lo que en los años sesenta se llamaba una escuela de padres . Enseñaban catalán, en una época en la que no formaba parte de los programas educativos. Nuestro profesor era Joan-Enric Vives, un cura joven de la iglesia de Santa María del Taulat. Vestía vaqueros y conducía un Citroën Dyane 6. Mucho más tarde, siempre con sotana o clergyman , ha sido obispo auxiliar de Barcelona, obispo de Urgel y copríncipe de Andorra. Los sábados por la mañana, su hermana Josefina daba clases de guitarra clásica en el comedor del colegio. Era una familia catalana, de Pueblo Nuevo de toda la vida. Me resultaba chocante que pudieran existir personas de Pueblo Nuevo de toda la vida, porque me sentía desarraigado y tenía la sensación de que estábamos allí por accidente. Un año, por la fiesta del libro, Joan-Enric nos llevó a los puestos de la Rambla, y compré un libro de historia de Ferran Soldevila, Resum d’història dels Països Catalans , con una miniatura en la cubierta que reproducía las Cortes Catalanas del siglo xv: el primer libro que no era del colegio y el primero que pagué de mi bolsillo. Mi madre se había apuntado al Círculo de Lectores que, a principios de los setenta, además de los libros con encuadernaciones de cartoné que imitaban la piel, empezó a vender discos. Crearon una marca, Orlador, la primera marca blanca que vi en mi vida. Publicaron un disco del cantautor Raimon, A Víctor Jara, cambiándole la portada. En la versión original reproducía un retrato de Leopoldo Pomés, con la cara de Raimon que quemaba el papel. Debieron encontrarla demasiado atrevida. También eliminaron el título, que era políticamente comprometedor, porque a Víctor Jara, otro cantautor, lo había asesinado Pinochet en Chile. El libro de Ferran Soldevila, publicado por Teide, es de 1974. El disco de Raimon, de Orlador, de 1975. Yo debía tener trece o catorce años.
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