Al poco, los agentes se despidieron y el vecino cerró la puerta. Rápidamente y con el mayor sigilo regresamos a su casa y cerramos la puerta.
«¿Ves? No era nada importante», iba a decir para desviar la atención sobre ese contacto. Pero ella se adelantó.
—¡Maldita sea! Les ha dado esquinazo el muy astuto.
—Pero… ¿Pero cómo lo sabes? —Yo alucinaba—. Si no hemos escuchado nada de lo que…
—Vamos, que se va a salir con la suya. ¿Y nosotros no vamos a poder hacer nada?
—Bueno, está bien. Vamos a hacer lo que hay que hacer.
No quería llegar a ese extremo, aunque lo había pensado por unos instantes, justo hasta el contacto con sus brazos.
Bajé las escaleras rápidamente. Por suerte, una llamada retuvo un minuto a los agentes y les alcancé antes de que se marchasen. Manteniendo la distancia de seguridad, me identifiqué y con argumentos de mano izquierda les pregunté por su cometido. Después de enterarme volví al piso de Christiana.
Me miraba perpleja, con los ojos tan abiertos, celestes como nunca, que se atascaban en ellos las preguntas.
—Bien. Resuelto el misterio —concedí, un tanto enternecido—. Han venido a comunicarle que ha aparecido la cartera que le robaron la semana pasada. Al parecer no le funciona el teléfono. Le han identificado antes para asegurarse y eso ha sido todo. No he entrado en más detalles para no entretenerles a lo tonto.
Se quedó pensativa. Demasiado. Sospeché, por su expresión, que con más dudas que antes.
Madre mía, en qué lío te estás metiendo.
—Oye, ¿a qué te dedicas? Yo te he contado mi vida y tú no has soltado prenda más que por encima. No serás un pez gordo, un agente secreto o algo así por el estilo. Casi se te cuadran esos polis cuando les has enseñado un… un je ne sais quoi —dijo moviendo los dedos.
Me reí, espontáneo y forzado a la par. Pero esos ojos eran tan fascinantes que, como ya me había sucedido con su piel, quise retenerlos. Y me atreví a exagerar como un fanfarrón.
—Hay cosas que no se deben saber. Y, si se saben, hay que negar.
Pero con una mujer como ella no servían las mamarrachadas. Un segundo le duró la impresión. Luego repuso:
—Ya, menudo cuento. En serio, dime a qué te dedicas o qué has hecho para enterarte.
—Ya hablaremos de eso. El caso es que se lo he preguntado y me han dicho de qué se trataba. A todos los efectos, caso resuelto. No sólo no ha hecho carne picada con su esposa, sino que encima le habían robado la cartera. La han encontrado y se la han devuelto, para que no tenga que ir a recogerla a la comisaría.
Volvió al silencio, con el ceño fruncido y el cerebro trabajando a miles de revoluciones por minuto, era evidente. Yo no quise forzar las cosas y me dispuse a hacer mutis como un aceptable secundario.
Hasta que, súbitamente, pareció resetear pensamientos y sonrió.
—No soy madame Dancenis, pero para esparcir un poco de ilusión en tu vida te invito a desayunar —dijo aludiendo a una apreciada lectura común—. En la terraza, no en el dormitorio.
—Y, de paso, intentarás sonsacarme… no, me sonsacarás todo lo que puedas —entendí.
—Sí, chico listo. De verdad que nos vamos a llevar bien.
Estás perdido, chaval. Deliciosamente perdido.
* * *
¡Qué chasco! ¿Cómo he podido estar tan equivocada y meter la pata de esa manera? No puede ser. O me estay haciendo vieja prematuramente o ahí falla algo.
Su cartera, ¿eh? ¿Pero qué hay de su mujer? ¿Dónde está ella realmente? Tiene que haber alguna forma de averiguar algo más, pero no se me ocurre cómo.
Seguro que él sí que podría, pero el muy tonto no quiere saber nada de ello, porque está emperrado en que es sólo un pobre hombre y su mujer habrá ido a pasar la cuarentena cuidando de algún familiar o de una amiga necesitada, o yo qué sé. Sí, seguro que él podría, porque de lo poco que le he sonsacado durante el brunch es que trabaja en algo de interior o de defensa, pero hasta ahí. De puro reservado, es duro de roer. Menudo pájaro.
Pero… pero la tonta soy yo. Para una vez se cruza en mi camino alguien decente, no se me ocurre otra cosa que llenarle de improperios y atosigarle. Con lo fácil que fluyen las cosas con él, con lo sencillo que resulta dejarse llevar en conversaciones, en bromas o en tiradas dialécticas. Poca, muy poca gente se digna a seguirme la corriente y a entenderme, y es como si él me conociera desde siempre.
¡Es que es de lo más peculiar! ¿Desde cuándo hay alguien al que le aterra la vanidad? Y a él parece que le da alergia. Saca todo lo que lleva dentro con cuentagotas, y cada gota es más agradable que la anterior, como en un continuo «más difícil todavía». Por eso creo que asoma apenas una pequeña parte de sí, como un iceberg.
Esa sensación de comodidad, de estar en casa… No sé cómo lo hace, pero ese hombre irradia paz.
¿Un hombre? ¿Paz? Vaya rareza.
Rareza… Vamos a ver, ¿qué tal un poco de sinceridad contigo misma? ¿Rareza? Es monísimo, y hasta es atractivo. No de esos de darse la vuelta cuando pasa, pero tiene un cierto atractivo que se ve reforzado por su forma de ser. Y no niegues que se te ha puesto la carne de gallina cuando apenas te ha rozado los brazos…
Cuidado. Peligro. Eso es lo que pasa. Tú misma dices que las cosas no suceden porque sí, por casualidad. Siempre estás con esas.
Cuidado, peligro. Sí, pero es por ti misma, no porque haya que tener cuidado con él o sea peligroso. Ya le gustabas mucho antes de conocerle, que el pobre se delató como un niño. Y ahora le tienes enganchadito perdido.
No creo que te vayas a ver en otra como ésta. No es nada fácil.
Pero no sé si estás preparada.
Te lo dijo la psicóloga. El miedo y la vergüenza no tienen que dirigir tu vida. Estuvo bien en su momento como escudo, como refugio temporal. Pero la tormenta se extinguió. Es el pasado, no el hoy.
¿Y si este Jorge es la prueba de ello?
Bueno, por asomarte y ver qué pasa no pierdes nada, y puedes ganar… quién sabe.
* * *
Durante horas no me pude quitar de la cabeza el tacto de esos brazos estilizados pero fibrosos, esa piel de bebé, esos ojos enormes que me tragaban como un agujero negro, pero en azul. Bueno, ni podía ni quería quitármelo de la cabeza.
Después de conversar el brunch (sin dedicar ni una palabra al «asunto» del vecino de abajo) nos concedimos unas horas de siesta y aseo. Unas horas durante las que el mero recuerdo de una escena tan vulgar como sublime me erizaba la piel… y lo que no era la piel.
Vergonzoso de todo punto. Había convertido a lo que hasta entonces era un hada espiritual que veía entrar o salir de casa desde mi ventana o, en el mejor de los casos, con la que me cruzaba en la escalera como en una especie de encantamiento, en una mujer de carne y hueso capaz de despertar la acucia de su presencia, de su olor y su voz, de su mirada y su tacto. Ninguna mujer, por atractiva que fuera, ni siquiera quien fue mi novia durante años, me había provocado esa reacción.
Por efecto de mi naturaleza, mi educación y mis lecturas tendía a idealizar las mujeres que me gustaban y a sublimar todo amago de instinto bajo. Y lo mismo había sucedido con Christiana hasta el día anterior, en que apoyó su mano en mi pecho para ajustar con la otra el nudo de la corbata; y, sobre todo, hasta esa mañana, en que sostuve sus brazos durante una eternidad y sólo solté con el ímpetu hipnotizador de sus ojos.
No conseguí pegar ojo en la siesta y dejé la ducha de agua fría para el momento previo a tocar de nuevo el timbre de su casa.
La había invitado a cenar en la mía, pero rechazó mi oferta a su manera.
—Si te parece bien, prepararé algo de cena y pasas por mi casa cuando estés lista —propuse antes de regresar a mi piso.
Читать дальше