Es algo mucho peor.
El novato se pone en pie con dificultad.
—Denme un segundo… —murmura para internarse de inmediato en el cubículo. Después de unos asfixiantes murmullos y berreos, el chico asoma su cabeza pelirroja por la puerta entreabierta.
—Pasen, pero dejen eso afuera, por favor —pide y señala el ternero con la cabeza.
Irina se encoge de hombros, avanza a zancadas hacia la salida y, sin mucho esfuerzo, arroja el cadáver al asfalto, del cual rezuma un líquido verduzco al chocar contra el suelo.
El acobardado novato les pasa de largo y entra en una de las patrullas del estacionamiento. Arranca, tembloroso, pero no sin antes enviarles una última mirada nerviosa a los visitantes.
Momentos después, los dos errantes son recibidos por el sheriff del condado de San Juan, quien los mira atentamente mientras ellos toman asiento frente a él.
—Perdonen la inutilidad de mi asistente —dice el hombre mientras sonríe con dientes amarillentos—. Debía irse esta mañana a tomar notas de un caso, pero el pobre lo ha olvidado por completo.
Ante su innecesaria verborrea, los devorapieles no dicen palabra. El cerdo carraspea con un fastidio bien disimulado.
—¡En fin! ¿En qué puedo servirles esta vez, señores? No hace ni tres días que los recibí. ¿Todo en orden?
El cinismo del hombre hace que Crepúsculo de Hierro contenga la tentación de romper la mesa de un puñetazo.
—Cuando acompañaba a su padre a juntar el ganado esta mañana, uno de mis hijos encontró muerto a otro de nuestros animales —comienza Irina con prudencia—. Además, tenía esto metido en la garganta.
Calen saca de la caja un aparato que deja caer sin miramientos sobre el escritorio de madera. Es un alambre de púas engranado a una trampa metálica. De uno de los extremos cuelga un enorme gancho, cuya punta curvada todavía está recubierta por carne muerta: trozos de una lengua cercenada. En el otro extremo hay un clavo largo y oxidado, destinado para clavarse en la tierra y sostener con crueldad a su presa.
—Es el quinto, sheriff . El quinto animal que perdemos en dos meses —dice serena la devorapieles.
El hombre mira el brutal artefacto y se rasca con discreción una axila sudada, indeciso entre la sorpresa y la frustración. Sabe que aún si se cagara sobre su propia silla, nadie levantaría un dedo para reclamárselo, pero ellos , esta gente tan extraña, llevan meses complicándole la vida.
El cerdo duda, y nosotros deslizamos nuestras cenizas sobre su hombro. Lo hacemos arrugar la nariz y, despacio, pegamos nuestra sola boca sobre su oído tapado por el cerumen.
Lo envenenamos. Le susurramos el gozo de la brillante joya nueva que lleva en el dedo anular. Le inyectamos el placer de pagar su reluciente auto nuevo sin tener que sudar una sola gota de trabajo honesto. De las mujeres que ha comprado con la sangre de ese becerro.
No hay espíritu más inmundo que la codicia, y este hombre y su comisaría están repletos de ella, casi tanto como nosotros lo estamos de nuestra propia maldad.
Él, complacido, sonríe.
—¿Y se puede saber qué hacía su hijo con el ganado en vez de estar en la escuela, señora Hatahle?
Ojo de Arena se yergue sobre la silla.
—Disculpe, pero ¿a qué viene eso? —pregunta con aparente calma.
—Quiero decir, señora, que siempre me ha interesado el bienestar de la gente de este condado, y por lo mismo, no logro comprender cómo es que sus niños no van a la escuela. Me parece… preocupante.
—Mis hijos estudian en casa —dice ella con los dientes apretados—. Usted ya lo sabe.
—Bueno, bueno, pero aun así —exclama el sheriff con una mano en el pecho—, ¿acaso no es consciente del peligro que correría el niño si lo atacase una serpiente o se cayera de uno de los acantilados? ¿Qué clase de madre es usted?
—¿Pero quién diablos se ha creído? —la mujer intenta ponerse en pie de un tirón, pero la firme palma de su hermano en su hombro la retiene.
—No evada el tema, sheriff —dice el bastardo—. ¿Se imagina lo que habría pasado si la trampa no hubiese sido activada por el ternero? El hijo de Irina tenía más probabilidades de matarse si esta cosa llegara a enterrarse en alguna parte de su cuerpo que por algún otro accidente. Y usted lo sabe.
Aun cuando la voz del devorapieles ha retumbado más de lo habitual, el sheriff tan sólo se inclina sobre su silla, confiado de nuevo en su poder.
—Entiendo su intranquilidad, señor Wells, y le aseguro que la comisaría de San Juan está poniendo todo de su parte para resolver este problema, pero esta ¿trampa? —dice, apuntando al artefacto—, a mí nada me revela. ¿Cómo sabe usted que no fue dejada allí hace mucho tiempo o que no la tiró algún cazador debidamente regulado?
—¡No puede hablar en serio! ¡Cazan nuestro ganado dentro de nuestro propio terreno! Hemos levantado denuncias y no veo ninguna patrulla en nuestros alrededores, puede haber gente peligrosa deambulando por nuestras tierras, ¡y usted sólo se sienta ahí a darnos excusas estúpidas!
La gigantesca mano de Crepúsculo de Hierro aplasta por fin el escritorio. Y, de manera casi imperceptible, la punta de sus colmillos empiezan a afilarse.
Sonreímos de hondo placer, porque no podemos esperar a ver cómo se quiebra por completo.
—Que yo sepa —susurra el sheriff Tate con la barbilla en alto—, esas tierras le pertenecían al anciano Begaye. Y usted, señor Wells, no está emparentado con él; además, ¿quién le da potestad para venir a gritarme en mi propio despacho?
—¿Pero qué mierda le pasa? —sisea Irina.
—Cuide su lengua, señora —responde el hombre, sonrojado por la soberbia—, está hablándole a un representante de la ley. Le recuerdo que estamos siendo muy benevolentes al permitirles vivir allí, a pesar de que no poseen derecho legal alguno sobre esas tierras. No me hagan cambiar de opinión.
—A usted le importa una mierda la ley —gruñe Calen con los labios apretados, en un intento de ocultar sus colmillos—. Larguémonos de aquí, Irina. Ya encontraremos a alguien que quiera ayudarnos, así tengamos que llevar esto hasta otro maldito condado.
El errante toma la caja con la trampa y da media vuelta. Nos las arreglamos para impregnarnos en su piel mientras Irina nos sigue de cerca.
Invasores. Mala madre.
Qué fácil ha sido quebrarlos.
Ambos se suben a la camioneta en completo silencio, sin siquiera tomarse la molestia de cargar de vuelta el cadáver del ternero, y emprenden la marcha en dirección a la carretera estatal. La tensión rasguña la piel de ambos y nuestra presencia no hace más que empeorar la pesadez dentro de la cabina.
—No nos conviene pagar un abogado ahora, tardarían años en arreglar el asunto de las tierras —dice Ojo de Arena después de un largo, largo silencio—. Nadie nos escucha y nadie va a querer ayudarnos.
—Lo sé, Irina, lo sé —responde el bastardo entre dientes—. Ese cabrón trae algo sucio entre manos. ¿Por qué proteger tanto a un montón de cazadores furtivos, en primer lugar?
—No son sólo un montón de cazadores, Calen. Y lo sabes.
Al escuchar a su hermana, el devorapieles busca su teléfono móvil dentro de sus bolsillos. Mira la pantalla, y un surco de tensión parte su frente.
La hembra se percata de inmediato de su ansiedad.
—¿Aún no ha llamado? —un gruñido del errante es respuesta suficiente, por lo que ella suspira—. No te preocupes. Sabes bien que Alannah tiende a aislarse de vez en cuando, y más si va en coche. Te aseguro que sólo debe estar practicando alguno de sus rituales. Ya verás que volverá pronto a casa.
Calen mira hacia el frente, y sus labios se cierran con absoluto hermetismo.
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