Historias y novelas, psicoanálisis, crítica literaria: todo ello me acercó a la investigación histórica, moviéndome desde muy diferentes tipos y formas de conocimiento; en cada uno de ellos el caso formaba una parte importante. Respecto de la historia en cuanto «disciplina» (un término con matices coercitivos que no me ha gustado nunca), me he sentido durante mucho tiempo en una posición marginal: un sentimiento que no es nada desagradable. En 1979 traté de reflexionar sobre esta marginalidad y sus implicaciones en el ensayo «Spie. Radici di un paradigma indiziario», el cual fue traducido casi inmediatamente al español con el título «Señales, raíces de un paradigma indiciario» (Ginzburg, 1979).
Había partido de tres individuos, dos reales y uno imaginario: Giovanni Morelli, Sigmund Freud, Sherlock Holmes. Aquello que los unía era la búsqueda de indicios, un tema que traté de insertar en una perspectiva histórica muy larga. Edgar Wind, en un ensayo incluido en su libro Art and Anarchy (1963), y Enrico Castelnuovo, brillante historiador del arte y querido amigo mío, en una entrada de la Enciclopedia universal dedicada a la «Attribution» (1968), llamaron mi atención sobre Morelli. Freud, en una nota a pie de página del ensayo sobre el Moisés de Miguel Ángel (en un primer momento publicado de manera anónima), había declarado su deuda intelectual con los escritos del connoisseur italiano Giovanni Morelli, autor de una serie de textos en alemán firmados con un pseudónimo pseudorruso (Ivan Lermolieff). Según Morelli, lo que distinguía los cuadros originales de los grandes pintores del pasado de las copias, quizás contemporáneas, eran detalles mínimos, realizados de manera descontrolada, sin darse cuenta: orejas, uñas (figura 3).
Figura 3. Giovanni Morelli, 1890, p. 99. Facsímil de la biblioteca de la Universidad de Heidelberg. https://digi.ub.uni-heidelberg.de/diglit/morelli1890/0120
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Aquel ensayo sobre los indicios no se refiere al caso como género literario, sino a las prácticas cognitivas que los presuponen, considerados en una perspectiva histórica muy larga, que parte, incluso, de los cazadores del neolítico: un ejercicio de «historia conjetural», como se habría dicho en el siglo XVIII. Sin embargo, también hay una reflexión implícita al respecto en mi itinerario de investigación, particularmente en Los benandanti y El queso y los gusanos: se trata de dos libros basados en casos anómalos representados, respectivamente, por un grupo y un individuo (volveré sobre la anomalía y sus implicaciones en breve). La perspectiva que, por entonces, estaba comenzando a emerger y que tomó el nombre de «microhistoria» puede ser descrita, en mi opinión, como un enfoque experimental con respecto a la investigación histórica (y a la escritura de la historia), basado en el caso y sus implicaciones. Uso el término «experimental» porque la microhistoria no enfrenta al lector con una narración pura y simple, sino con una narración que incluye una reflexión sobre la forma en que se construyó. El andamiaje no se desmonta cuando se completa el edificio, pero es parte fundamental del mismo: una elección estilística, cognitiva y política que se inspira (al menos en mi caso) en la literatura del siglo XX —una categoría suficientemente amplia como para incluir a Marcel Proust o Bertolt Brecht—.
Sin embargo, el experimento puede también abrir caminos a la revisión de un caso escrito por otros. Es eso lo que traté de hacer, a mediados de la década de 1980, al reexaminar uno de los casos más famosos de Freud, aquel del hombre de los lobos (Ginzburg, 1985). El paciente, un ruso, le había contado a Freud haber nacido con la camisa puesta, es decir, envuelto en el saco amniótico: un detalle que Freud registró sin darle importancia. Ahora bien, en el folclore ruso se dice que los niños nacidos con la camisa puesta están destinados a convertirse en hombres lobo: un detalle que me hace pensar inmediatamente en las historias de los benandanti friulanos que, habiendo nacido con la camisa, estaban obligados a luchar en espíritu, cuatro veces al año, contra brujas y hechiceros. Reflexionando sobre esta analogía, adelanté la hipótesis de que el sueño de la infancia en el que el paciente de Freud había reconocido el punto de partida de su propia neurosis —cinco lobos apoyados a un árbol, mirándolo fijamente— era una especie de sueño iniciático inducido por las historias de su njanja (niñera). Así, llegué a la conclusión de que «en lugar de convertirse en un hombre lobo se vuelve un neurótico, al borde la psicosis» (1986a, p. 242).
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Aquel breve ensayo, escrito hace tantos años, ilustra la porosidad intelectual del caso en cuanto género literario. Se puede reescribir el mismo caso a partir de un detalle mínimo («Dios está en los detalles», según la famosa frase de Aby Warburg), el cual, reinterpretado en otra clave, puede dar lugar a una configuración completamente distinta. ¿Podemos interpretar todo esto como un ejemplo del diálogo entre diversas disciplinas? Sí y no. Sí, porque el experimento involucró un diálogo metafórico entre un erudito de la historia profundamente interesado en la antropología (es decir, quien les habla) y el fundador del psicoanálisis (Ginzburg, 2009). No, porque aquello que había posibilitado este diálogo no eran las disciplinas como tales, sino el caso como un género hibrido (un «género epistémico», como lo ha definido Gianna Pomata), ubicado, repito, en la intersección entre medicina, derecho y teología (Pomata, 2014).
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Una reflexión sobre la casuística, en cuanto fenómeno histórico, era inevitable en aquel punto. En mi caso, esta reflexión surgió después de muchos años: un retraso que atribuyo a mi ambiente familiar, claramente orientado en una dirección opuesta, basado en el carácter absoluto de la ley moral3. Creo que tuve que superar una resistencia inconsciente frente a las implicaciones morales de la casuística. Aunque no había recibido una educación religiosa, creo que he absorbido una actitud hacia la moralidad que puede considerarse, para decirlo en términos un tanto apresurados, como una versión secularizada del rechazo a la casuística (y, en particular, de la casuística jesuítica) por parte de Pascal.
Estoy en capacidad de documentar de manera precisa el momento en el que mi actitud frente a estas cuestiones cambió. Por muchos años he enseñado en la Universidad de California, Los Ángeles (UCLA); al inicio de cada año coordinaba un seminario para doctorandos que duraba seis meses. Después del 11 de setiembre de 2001, decidí inmediatamente que en el seminario que comenzaría pocos meses después leería El príncipe, de Maquiavelo, con los estudiantes. Nunca había trabajado sobre Maquiavelo; sin embargo, el primer seminario en el que había participado, de estudiante, en la Escuela Normal de Pisa había sido justamente sobre El príncipe. Había sido dirigido por un medievalista de gran originalidad, Arsenio Frugoni. Cuarenta y cinco años después asumí el mismo texto —aunque, como era inevitable, desde una perspectiva diferente—. Cuando comencé a construir la lista de lecturas que se repartirían a los participantes en el seminario, me di cuenta de que uno de los temas que me había propuesto explorar, casi sin darme cuenta, era la casuística. Después de décadas rumiando sobre los casos, había llegado el tiempo de la casuística. El espléndido capítulo dedicado al caso en el libro de André Jolles, Einfache Formen (que había leído en francés), me había estimulado en esa dirección (1972). No menos importante fue, pienso, una fuerza cuyo papel en la investigación suele ser extrañamente ignorado: la criptomemoria. Cuando comencé a explorar los posibles nexos entre Maquiavelo y la casuística, tuve la impresión de meterme en un terreno inexplorado. Me equivocaba: no recordaba (al menos, de manera consciente) que me había encontrado ya con este tema muchos años antes. Por un lado, en un ensayo de Benedetto Croce que rechazaba cualquier conexión entre el vigoroso compromiso moral de Maquiavelo y los sofismas de la casuística; por otro lado, en un libro de Luigi Russo que definía como «prefiguraciones de la casuística» los argumentos usados por Fray Timoteo, uno de los personajes de la Mandrágora, de Maquiavelo, para convencer a Lucrecia, la virtuosa mujer de Nicia, de que el adulterio no es pecado. Lo que surgió durante la investigación me dejó asombrado. Los argumentos usados por Fray Timoteo para demostrar que el adulterio es, en ciertas circunstancias, legítimo, hacen eco de los argumentos sobre la legalidad, en ciertas circunstancias, de la usura, propuestos por Giovanni d’Andrea, un famoso profesor de derecho canónico que murió en Bolonia durante la peste de 1348. Maquiavelo había podido consultar el libro de Giovanni d’Andrea en la biblioteca de Bernardo, su padre, quien poseía una copia. Continuando por este camino, me di cuenta de que los capítulos centrales de El príncipe —aquellos en los que Maquiavelo mismo veía la sección más original y más audaz de su tratado— invariablemente comienzan por enunciar una norma moral —por ejemplo, «El príncipe debe cumplir su palabra»—, seguida inmediatamente de una excepción: «No obstante…».
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