Verdad, historia y posverdad

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La «verdad» ha pasado a ocupar recientemente un lugar protagónico en los debates de la opinión pública, en particular en su forma devaluada de «posverdad». Sus repercusiones son múltiples, porque se manifiestan en las decisiones de la política mundial, en las redes y medios de comunicación, y hasta en los dominios de la vida académica.
Sobre el alcance de estos procesos se realizó, en Lima, en octubre de 2018, un coloquio interdisciplinario en el que participaron el renombrado historiador italiano Carlo Ginzburg, como invitado especial, y especialistas peruanos en ciencias humanas y sociales. Este libro recoge un sugerente material de reflexión sobre los variados y sorprendentes vínculos entre la historia, la verdad y la posverdad.
Miguel Giusti (editor) es filósofo, profesor principal del Departamento de Humanidades de la PUCP. Es doctor en Filosofía por la Universidad de Tubinga, Alemania. Previamente, realizó estudios de Filosofía y Ciencias Sociales en la PUCP y en universidades de Italia, Francia y Alemania. Llevó a cabo una estancia postdoctoral en la Universidad de Frankfurt bajo la dirección de Jürgen Habermas, gracias a una beca de la Fundación Alexander von Humboldt. Ha ejercido la docencia y la investigación en varias universidades del Perú, América Latina y Europa. Se ha especializado en filosofía moderna y en historia de la ética, temas sobre los que ha publicado varios libros y numerosos artículos. Entre sus últimas publicaciones se hallan Disfraces y extravíos. Sobre el descuido del alma (2015), El paradigma del reconocimiento en la ética contemporánea. Un debate en curso (2017) y El conflicto de las facultades. Sobre la universidad y el sentido de las humanidades (2019).

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En las redes encuentro esta definición de post-truth, posverdad, dada por Oxford Dictionaries: se trata de un término «referido a situaciones en las cuales los hechos objetivos tienen menos influencia, en la formación de la opinión pública, que la apelación a las emociones y las convicciones personales». El término post-truth fue elegido en 2016, por los Oxford Dictionaries (el año del Brexit), como la «palabra del año», caracterizada por una difusión superior al 2000% con respecto al año precedente. Como podemos ver, este es un término descriptivo, que registra una situación, no la desea. En la definición se afirma que los «hechos objetivos» existen, pero que su peso tiende cada vez más a volverse marginal. A pesar de la aparente cercanía lingüística con el término posmoderno, estamos muy lejos del escepticismo asociado con frecuencia al posmodernismo.

Soy un usuario de la red (yo diría: como todos), pero no un experto. Me parece que, respecto a los medios de comunicación del pasado, la red implica (a) una ilusión de participación activa de los usuarios y (b) una dificultad mucho mayor con respecto a la verificación de datos.

Comienzo por el primer punto, a partir de algunas reflexiones, aún inéditas, de mi amigo Stefano Levi Della Torre. Como se sabe, las elecciones que hacemos en la red construyen un perfil que se presta a ser manipulado a nuestras espaldas para fines comerciales o políticos. El término agency, hoy inflado, refleja una situación en la cual «actuar» significa a menudo ‘ser actuados’: por ejemplo, por parte de la entidad ficticia conocida como social bots —bot sociales o socialbots, capaces de «generar mensajes automáticamente» que, a menudo, se encuentran en el origen de las fake news—. Extraigo esta noticia de la entrada «social bots» en Wikipedia. En ella se afirma que «al día de hoy los social bots pueden generar personas de Internet convincentes —una expresión que comentaré en breve— con capacidad de influenciar en personas de carne y hueso». El rol de los social bots en la elección de Donald Trump se menciona en un contexto abiertamente crítico. Se afirma que algunos social bots «imitan individuos reales», al difundir desinformación o propaganda terrorista. En este terreno envenenado prosperan los complots, verdaderos o imaginarios (el más reciente, QAnon, pretende develar un complot, probablemente ficticio, contra la administración Trump). La mentira revela, o finge develar, la mentira.

El contexto electrónico es nuevo; los actores, verdaderos o falsos, son antiguos. Antigua es la idea del complot, verdadero o imaginario (casi siempre uno imaginario esconde uno verdadero; sobre este tema, véase Ginzburg, 1991). Antiguo es el término persona, que en latín significa ‘máscara’ y, en el contexto contemporáneo que acabo de mencionar, un ‘individuo ficticio’. Y el término «ficticio» inmediatamente hace pensar en la fictio del derecho romano, procedimiento sobre la base del cual se decretaba tomar como verdadera, para los fines propios del derecho, una proposición que no es verdadera en relación con la realidad (al respecto, véase Galgano, 2010). Pero la ficción funcionaba, producía una realidad nueva. Una vez más, nos enfrentamos a una trama de lo nuevo y lo antiguo —incluso si los social bots, y entidades similares, actúan fuera de la ley—.

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Como ya mencioné, la red nos permite acceder de manera muy rápida a una cantidad enorme de datos que es muy difícil verificar. Con esto llego al tema central de este libro: la construcción de las narraciones en las ciencias humanas. El reclamo de la historiografía, desde Heródoto en adelante, de elaborar narraciones verdaderas debe, hoy, arreglar cuentas con un contexto —aquel registrado con el término «posverdad»— en el que los «hechos objetivos» tienden a importar menos, y quizás cada vez menos. Los eventos de los últimos años han puesto en evidencia cuáles fueron las implicaciones cognitivas, políticas y morales del escepticismo posmoderno, el cual defendía la imposibilidad de distinguir entre narraciones verdaderas y ficticias. He polemizado por años contra estas posiciones escépticas, no pretendo volver sobre este punto. Repetiré solo lo que he escrito hace tiempo: incluso si las respuestas dadas por los escépticos posmodernos no resultan interesantes, las preguntas que formulan permanecen (Ginzburg, 2006, p. 9). Sobre todo, queda un hecho ineludible: la imbricación de narraciones verdaderas y falsas —incluso si las unas deben distinguirse de las otras, los intercambios entre ellas no son eliminables—. Los historiadores no pueden prescindir de la narrativa y sus técnicas ni siquiera cuando trabajan con estadísticas o imágenes. La narración es comparable a un experimento que permite ir mucho más allá de la experiencia, pues condensa tiempos y espacios, y toma distancia de la realidad para llegar a conocerla mejor.

De la realidad que nos rodea forman parte la red y la enorme cantidad de datos a los cuales esta nos permite ingresar. ¿Existen modos de usar las redes sin sentirse abrumado? Es una pregunta que afecta a todos. Intentaré dar una respuesta a partir del trabajo que realizo, el del historiador. Propondré una estrategia que permita, por un lado, el control de datos, dentro de ciertos límites; y, por otro lado, la generalización, tal vez de forma hipotética. Esta estrategia tiene un nombre: el estudio de casos (en inglés, case study). Reflexionaré sobre la potencialidad de este género (que la historiografía comparte con la medicina, el derecho, la teología) a partir de un caso específico: el mío. Espero poder mostrar que este ejercicio autobiográfico usa el narcisismo como medio, no como fin.

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Mi primer libro, I benandanti (en español, titulado también Los benandanti, los buenos caminantes) fue publicado en 1966. La traducción al inglés, titulada The Night Battles. Witchcraft and Agrarian Cults in the Sixteenth and Seventeenth Centuries, fue publicada en 1983, con una introducción de Eric Hobsbawm. Treinta años después, en el año 2013, la editorial Johns Hopkins University Press me invitó a escribir un nuevo prólogo. Aproveché para reflexionar sobre la trayectoria que me había llevado a estudiar los procesos de brujería.

Mi primer ensayo, publicado en 1961, analizaba un juicio de la Inquisición de principios del siglo XVI contra una campesina de Módena, Chiara Signorini, acusada de ser una bruja. Al final del ensayo escribí lo siguiente: «El caso de Chiara Signorini, incluso en sus aspectos irreductiblemente individuales, puede adquirir un significado un tanto paradigmático» (Ginzburg, 1986b, p. 28; véase también Boucheron, 2014, p. II).

En 2013 comenté este pasaje así:

Paradigmático aquí significa ‘ejemplar’ (La estructura de las revoluciones científicas, de Thomas Kuhn, un libro basado en la noción de «paradigma» se publicó el año siguiente, en 1962). Presentar como ejemplar un descubrimiento debido al azar significaba avanzar una hipótesis arriesgada; más precisamente, hacer una apuesta. ¿Pero qué me había llevado a convertir un juicio en un caso? No estoy en condiciones de responder a esta pregunta. Solo puedo decir que, desde aquel momento y hasta ahora, he continuado reflexionando sobre casos y sus implicaciones (Ginzburg, 2013, pp. X-XI)2.

Hoy, cinco años después, intentaré formular una respuesta, tratando de explicar —en primer lugar, a mí mismo— las raíces de mi interés precoz por los casos.

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A finales de la década de 1950, cuando comenzaba a trabajar sobre procesos de brujería, la palabra «caso» evocaba para mí dos nombres: Sherlock Holmes y Sigmund Freud. Había leído, traducidos, las historias de Conan Doyle y los casos clínicos de Freud. La idea de que un caso, analizado en profundidad, pudiese revelar algo que un razonamiento de carácter general no podría captar me había impactado profundamente. Esta pasión por el indicador particular se fortaleció posteriormente por el encuentro con la obra de dos grandes filólogos que se ocupan de novelas, Leo Spitzer y Erich Auerbach.

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