Cabe destacar que, si bien las reformas de las que se da cuenta en esta nueva edición no son muchas, lo cierto es que sí son significativas: primero, la incorporación de un importante grupo de delitos fuente y la desaparición de una de las circunstancias especiales de agravación (leyes 1762 de 2015, 1819 de 2016 y 1943 de 2018) y, segundo, una declaratoria de inexequibilidad (Sentencia C-191 de 2016). Estos cambios nos producen sentimientos encontrados: por un lado, la Corte Constitucional ha propuesto un interesante camino para restringir el ámbito de aplicación del tipo penal, pero el legislador, por el suyo, ha insistido en la idea de expandirlo. Desafortunadamente, el grueso de los problemas advertidos en su momento permanece y, en honor a la verdad, no parece que estuvieran próximos a resolverse.
A todos esos cambios hemos hecho referencia y, cuando lo consideramos necesario, ajustamos los apartados respectivos para ponerlos a tono con esa nueva realidad; así mismo, incorporamos algunas decisiones de la Sala de Casación Penal de la Corte Suprema de Justicia y unas cuantas fuentes bibliográficas especializadas de reciente aparición. Todo esto, con la idea de suministrar a los interesados en el tema una fuente de consulta actualizada que, como se desprende de estas líneas, sin perder de vista su objetivo fundamentalmente explicativo, mantiene su carácter crítico.
Para terminar, queremos hacer constar la ayuda que recibimos en esta tarea por parte de Felipe Carreño Balcázar y Sergio Nicolás Guillén Ricardo, cuya colaboración no podemos dejar de agradecer.
En Bogotá D. C. y Medellín, a 28 de octubre de 2019.
CARMEN E. RUIZ LÓPEZ
RENATO VARGAS LOZANO
Es indiscutible que una de las principales motivaciones de los autores de ciertos delitos es la de acumular mayor riqueza; sin embargo, los bienes así obtenidos solo podrán ser útiles a los delincuentes en la medida en que logren separarlos de su origen ilícito e incorporarlos al circuito económico (Callegari, 2003, p. 84). Esta conclusión explica, por un lado, el interés de las autoridades por evitar la legalización de esos activos, y, por el otro, el efecto preventivo y disuasivo atribuido a su incautación (del cual carecería la pena privativa de la libertad, al menos, frente a determinadas formas concretas de criminalidad).
En tal contexto surge y se despliega una nueva política con múltiples repercusiones en materia penal, orientada a la prevención, detección y sanción del “blanqueo“, el “lavado”, la “legalización”, la “legitimación”, la “naturalización”, la “normalización”, el “reciclaje”, la “reconversión” o la “regularización” de “activos”, “bienes” o “capitales” (Abel Souto, 2002, pp. 23 y ss.) producto del delito, y encaminada a evitar su reinversión en las actividades delictivas que los originaron –u otras– e impedir su disfrute por parte de los autores de estos ilícitos.
El lavado de activos no es, entonces, en tanto que fenómeno o hecho, nada diferente de un proceso, ciertamente complejo o estratificado, encaminado a dar apariencia de legalidad –normalizar– los bienes de procedencia delictiva, mediante la realización de actos u operaciones destinados a separarlos, cuanto más mejor, de su origen ilícito, y en el cual se identifican tres momentos diferentes que, si bien no concurren siempre ni se manifiestan en el mismo orden, sí le son característicos: la colocación, la conversión y la integración.
Aunque las actividades propias de lo que hoy se conoce como lavado de activos han existido desde antiguo (ya en la Edad Media, por ejemplo, cuando la usura fue considerada delictiva, los prestamistas debían recurrir a múltiples prácticas para encubrir el delito y sus ganancias [Uribe, 2003]), lo cierto es que la preocupación por evitar estas actividades, previniéndolas y sancionándolas, sí es muy reciente, y acudir al derecho penal para castigar a quienes las realicen ha sido una tendencia impulsada por actores de los órdenes regional y mundial.
Como consecuencia de lo anterior, se han producido diversas disposiciones de carácter internacional que, por una parte, han desencadenado reformas significativas en los ordenamientos internos de los Estados obligados a cumplirlas, y, por otra, revelan la estrategia diseñada por la comunidad internacional para enfrentar un “problema” constitutivo de una “amenaza global” que, por ende, debe ser “combatida” por todos (Vargas Lozano, 2018, pp. 223 y ss.).
Comprender este fenómeno como un proceso y no como un resultado explica por qué, además de atribuirle un cierto carácter instrumental al delito correspondiente (Queralt Jiménez, 2010, p. 1.292), las disposiciones internacionales proponen criminalizar una serie de actos (los de conversión, transferencia, ocultación, disimulación, adquisición, posesión o utilización) encaminados, de modo general, a la consecución del objetivo último de ocultar o disimular el origen ilícito de los bienes y, también, la correlativa tendencia entre los legisladores nacionales a sancionar las fases más tempranas (preparación), a la par de las intermedias (ejecución y consumación) y de las finales (agotamiento).
Se intuye, en consecuencia, que se trata de una regulación más compleja de lo que podría parecer en principio y, aunque la generalidad de los requerimientos internacionales en esta materia han sido cumplidos por los Estados obligados –Colombia no es la excepción–, su aplicación no ha estado exenta de dificultades, mucho más tratándose del ámbito penal.
En efecto, los obstáculos que debe sortear esta normativa no son pocos y tocan con diversos aspectos teóricos y prácticos. Por una parte, están los derivados de la naturaleza misma de estos hechos y las peculiaridades asociadas con su investigación y demostración. Piénsese, por ejemplo, en su condición transnacional, en el uso de complejas organizaciones y en sus nexos con el poder económico y político (Albrecht, 2001), al igual que en la sofisticación de los métodos empleados, la globalización de la economía y, en especial, de los mercados financieros, la aparición de nuevas tecnologías, el carácter inagotable del ingenio humano o, en fin, la necesidad de coordinar diversas autoridades nacionales e internacionales.
Por otra parte, aparecen las cuestiones atinentes a la justificación político-criminal de su persecución y a la construcción dogmática de su estructura, que debe hacerse en consonancia con los principios que rigen los respectivos derechos penales nacionales, refractarios, por regla general, a criminalizar actos preparatorios o aquellos que supongan un mero peligro abstracto para el bien jurídico-penal tutelado, así como a la imposición de sanciones desproporcionadas. Los problemas en este punto surgen, huelga decirlo, por causa de la tendencia expansiva del delito comentado, la cual es evidente habida cuenta de, primero, el alcance del tipo penal (que cubre los llamados “autoblanqueo”, “blanqueo en cadena” y “blanqueo sustitutivo”, al igual que actos preparatorios y comportamientos constitutivos de posesión o de uso); segundo, el aumento progresivo de los delitos fuente o de los verbos rectores, y tercero, el endurecimiento de las sanciones correspondientes (Vargas Lozano y Ruiz López, 2017, pp. 24 y ss.).
La preocupación en torno a la coherencia de estas disposiciones con los principios que informan el derecho penal colombiano y por sus efectos, así como por identificar aquellas circunstancias que puedan dificultar o entorpecer su aplicación, ha propiciado que las instancias estatales responsables de orientar la política criminal nacional, en concreto, el Ministerio de Justicia y del Derecho, acometan la tarea de revisar la normativa vigente para, a partir de su examen, detectar los puntos que pueden ser objeto de revisión y de una eventual mejora.
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