Novela histórica en Colombia 1988-2008
Entre la pompa y el fracaso
Pablo Montoya
Editorial Universidad de Antioquia
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ISBNe: 978-958-714-969-2
Primera edición: noviembre del 2009
Segunda edición (digital): junio de 2020
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Parte de esta obra obtuvo en el 2008 la Beca Nacional de Investigación en Literatura, del Ministerio de Cultura
Introducción
Seymour Menton habla en La nueva novela histórica de la América Latina (1993) de 367 novelas históricas escritas entre 1949 y 1992. La cifra pareciera tocar los terrenos de lo maravilloso. De hecho, es durante ese período que el realismo maravilloso se establece entre los autores de esta parte del mundo como el arte poético por excelencia para la creación novelística. El punto de partida para este tipo de narración es, según el crítico norteamericano, El reino de este mundo (1949) de Alejo Carpentier. La nueva novela histórica se caracteriza, en general, por ser carnavalesca, paródica y heteroglósica; por dinamitar el discurso oficial de la historia a través de los anacronismos; por la presencia de la intertextualidad o el palimpsesto; y por ficcionalizar las figuras históricas más relevantes.
Es la historia de América, sin duda, el eje primordial de la realidad maravillosa que ya Carpentier, apertrechado en toda la parafernalia surrealista, explicaba en su prólogo de la novela sobre las cimarronadas de Haití. De las 367 novelas, Menton registra, hasta 1988, ocho de autores colombianos: El amor en los tiempos del cólera (1985) de Gabriel García Márquez, Los cortejos del diablo (1970), La tejedora de coronas (1982) y El signo del pez (1987) de Germán Espinosa, La otra raya del tigre (1977) de Pedro Gómez Valderrama, Las cenizas del Libertador (1987) de Fernando Cruz Kronfly, Los pecados de Inés de Hinojosa (1986) de Próspero Morales Pradilla y El fusilamiento del diablo (1986) de Manuel Zapata Olivella. Pero desde 1988 en adelante, el panorama literario colombiano se ha enriquecido por la narrativa histórica de tal manera que la cifra de Menton es superada con amplitud.
Las causas de este incremento son varias. Una de ellas, señalada por el crítico norteamericano para todo el continente, es la celebración del quinto centenario del Descubrimiento de América. Otra, la necesidad de los escritores colombianos de hallar las claves necesarias en el pasado de la violenta Conquista, de la reprimida Colonia y del fragoroso siglo xix, para comprender, al menos desde la ficción literaria, la situación de permanente crisis política y social que ha vivido el país durante los últimos años. Parece que los novelistas colombianos contemporáneos se reconocieran en la consideración de Georg Lukács de que la literatura, cuando se enfrenta a la historia, procura indagar en períodos de grandes traumatismos sociales. Y habrá algunos que piensen, amparados por el materialismo histórico, y parafraseando a Walter Benjamin cuando se refiere a la labor del cronista, que Colombia, para redimirse de sus males innúmeros, debe arrojarse a su pasado y sopesarlo desde el presente de los nuevos escritores. Indagación que, como lo hicieron los novelistas románticos latinoamericanos, iría a los momentos fundadores de la nación colombiana para intentar salvar a la golpeada colectividad de hoy. Pero los escritores locales no sólo se trasladan, para desentrañar los diversos móviles de la identidad nacional, hacia el siglo xix, que es en donde surge la caótica y sangrienta República, sino que traspasan la Colonia para rastrear la igualmente sangrienta y caótica Conquista.
Una causa más es la de lanzar las preocupaciones del imaginario del escritor a un horizonte histórico extraterritorial. Desde esta perspectiva, se podría afirmar ahora, sin temor a caer en la pose cosmopolita de índole modernista que tanto han fustigado los exponentes de la región, que son tan colombianas las novelas que buscan en realidades romanas o turcas (El signo del pez de Espinosa y Tamerlán (2003) de Enrique Serrano), como las que narran periplos históricos latinoamericanos o propiamente colombianos (La risa del cuervo (1992) de Álvaro Miranda, La ceiba de la memoria (2007) de Roberto Burgos Cantor y Ursúa (2005) de William Ospina, por sólo nombrar algunas de las novelas que se trabajan en esta obra). En cualquier caso, las novelas históricas colombianas ocupan un puesto relevante en la producción literaria más reciente del país. Ellas delinean la calidad del profesionalismo y del oficio novelístico de sus autores, y nombran de varias maneras esa suerte de apertura hacia realidades pasadas que puede entenderse como un insoslayable signo de “la mayoría de edad”, para emplear una expresión cara al siempre escéptico Hernando Valencia Goelkel, a la que han llegado los escritores colombianos. Desdeñarlas no es sensato, puesto que algunas de estas novelas son complejos organismos literarios y superan en profundidad estética aquellas relacionadas con el narcotráfico, el sicariato, la corrupción política y demás larvas sociales que intentan definir nuestra decadente modernidad.
¿Qué se entiende en los inicios del siglo xxi por novela histórica? Frente a la proliferación de estudios sobre este tema, que van desde las notas pioneras de José María Heredia, escritas en 1832 —en donde se atacan las “ficciones mentirosas” de las novelas históricas de Walter Scott—, pasando por el texto fundamental de Lukács, La novela histórica (1954), hasta las numerosas tesis doctorales que se elaboran actualmente en las universidades del mundo, me acojo a la breve definición que Enrique Anderson Imbert dio en 1952: “Llamamos ‘novelas históricas’ a las que cuentan una acción ocurrida en una época anterior a la del novelista”. Amado Alonso hace una discutible apostilla a esta definición y dice que ese pasado no debe haber sido experimentado por el autor. Esta experiencia parecería ser de tipo vivencial. Pero la literatura que recrea un tiempo anterior obedece a una experiencia de tipo intelectual y emocional que el autor siente inevitablemente hacia el fenómeno recreado. De allí que sea comprensible que en muchas novelas históricas el diálogo entre el presente del autor y el pasado que la novela documenta, disfraza o inventa, esté muy marcado. Tal circunstancia es lo que favorece en algunas obras la presencia del anacronismo, que comunica las diversas dimensiones temporales que hacen posible la existencia de un devenir literario histórico determinado.
En el prefacio de Ivanhoe (1820), una de las novelas históricas clásicas del siglo xix, Scott aclaraba que el autor traducía necesariamente las costumbres y el lenguaje del pasado a su propio tiempo. Pero así promulgara esta libertad creativa, Scott consideraba también que en la novela no se debía referir nada que no estuviera de acuerdo con la forma de vida de la época descrita. Por su parte, Alexander Pushkin, el continuador de las ideas de Scott en Rusia, denunció la modernización de la representación histórica en muchas novelas cuyos personajes del siglo xvi parecían haber leído el Times y el Journal des Débats. Actualmente, muchos autores y lectores siguen respetando las enseñanzas de la novela histórica a lo Walter Scott.
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