1 ...7 8 9 11 12 13 ...19 El instinto de muerte
Hay dos condiciones ligadas a la existencia, a las cuales los seres humanos no logramos acostumbrarnos por completo y ante las que siempre reaccionamos con absoluta sorpresa, y más aún, lidiamos con ellas como si fueran absolutamente nuevas y desconocidas: una de ellas está relacionado con el comienzo de la vida y la otra con su final; una se relaciona con el coito y la otra con la muerte 7 . Aunque Freud reconoció la sexualidad desde un principio, no reconoció la significación del “instinto agresivo” hasta 1920 cuando era algo tarde para que su fenomenología adquiriera la misma relevancia que la “libido” había tenido. Peter Gay (1998) presenta la situación de la siguiente manera:
Lo que le intrigó a él [Freud] en ese entonces, al igual que intrigó a otros, fue sólo que él hubiese dudado en elevar la agresividad como rival de la libido. “¿Por qué hubimos nosotros” –se preguntó posteriormente– “de necesitar tanto tiempo antes de decidir reconocer a la agresividad como un impulso?”. Recordó un poco arrepentido su propio rechazo defensivo hacia tal impulso, cuando surgió la idea por vez primera en la literatura psicoanalítica, y “cuánto tiempo me tomó antes de hacerme receptivo a ello”. En aquellos años, concluye Gay, Freud simplemente no estaba listo [p. 396].
Sin embargo, anexo a este reconocimiento tardío, hubo otras complicaciones. Estar consciente de la existencia del “impulso de muerte” fue un proceso lento en las investigaciones de Freud. “Es esencial –dicen Laplanche y Pontalis (1967)– relacionar el concepto de instinto de muerte con la evolución del pensamiento de Freud y así descubrir qué necesidad estructural se logra responder, al introducirlo en el contexto de la revisión general conocida como la encrucijada de 1920” (1988, p. 97); finalmente introdujo la noción de este impulso tal como lo conocemos en el presente.
El primer intento de describir el instinto de muerte con la misma importancia que el instinto sexual, no fue de Freud sino producido por Sabina Spielrein, doctora rusa quien, luego de un quiebre psicótico [¿histérico?], fue analizada “exitosamente” por Jung en Burgholzli, entre 1904 a 1908, convirtiéndose luego en su amante. En 1911 ella presentó un papel de trabajo a Freud y al “grupo de los miércoles” en Viena, con el sugestivo título de La destrucción como la razón del devenir 8, sobre el cual, en una carta dirigida a Jung con fecha del 21 de marzo de 1912, Freud expresó lo siguiente:
En relación al artículo de Spielrein, sólo conozco el capítulo que presentó en la sociedad. Es muy inteligente; todo lo que dice tiene un significado; su impulso destructivo no es del todo de mi agrado, por cuanto creo está condicionado por su persona. Ella parece anormalmente ambivalente. [Van Waning, 1992, p. 405; López-Corvo 1995, pp. 114-115]
Freud tuvo un desacuerdo similar con Adler, por esa misma época, objetando que éste hacía mucho énfasis en la importancia a la agresión. Gay (1998) dijo al respecto:
Él [Freud] había escuchado larga y pacientemente a Adler, pero ya era demasiado. Con esa disposición, no logró reconocer que algunas ideas de Adler, tal como su postulado acerca de un impulso agresivo independiente, podría haber sido una contribución valiosa para el pensamiento psicoanalítica. En cambio, le adjudicó a Adler los calificativos psicológicos más injuriosos de su vocabulario. [pp. 222-223]
En 1920, cuando cambia su teoría sobre los impulsos desde una concepción monista a otra dualista, es cuando finalmente Freud agrega, en un llamado a pie de página en el capítulo 6 de “Más allá del principio del placer”, un reconocimiento al trabajo de Spielrein:
Una considerable porción de estas especulaciones han sido anticipadas por Sabina Spielrein (1912) en un instructivo e interesante artículo, el cual sin embargo y desafortunadamente no está muy claro para mí. Ella describe allí los componentes sádicos del instinto sexual, como “destructivos”. [p. 55]
Diez años más tarde, en 1930 en “La civilización y sus descontentos”, Freud confesó: “Recuerdo mi propia actitud defensiva, cuando la idea de un instinto de destrucción emergió en la literatura psicoanalítica y cuánto tiempo me tomó antes de hacerme receptivo a la idea” (p. 120). He afirmado previamente que
Algunos piensan, aunque Freud mismo lo negó, que una conflagración mundial como la Primera Guerra Mundial fue lo que permitió a Freud concebir la inimaginable cantidad de agresión que puede albergar el espíritu humano. Quizás era difícil imaginar tal ira durante la época de una Europa pacífica y una Viena gentil, donde el conflicto clínico principal traído a la consulta era el miedo al embarazo en las familias ya con varios hijos, la masturbación, la sexualidad reprimida, la sintomatología histérica y la psicosis. [López-Corvo 1995, p. 116]
Klein, por su lado, le dio al instinto de agresivo una relevancia mayor, a través de sus contribuciones emblemáticas sobre la metapsicología de la envidia. Obviamente tenemos que considerar también que el paso del tiempo ha generado cambios y la sexualidad no sufre la misma severidad de represión, como sucedía durante la dominancia de época victoriana, en consecuencia, la agresión es un impulso cada vez más factible de observar en la actualidad, tanto en la sociedad en general como en el trabajo psicoanalítico.
Acerca de la muerte
Creo que lo que hace al sexo y la muerte ser percibidos siempre como algo nuevo es la represión; quizás el sexo más que el instinto de muerte. El budismo, por ejemplo, nos ha alertado de la tendencia a considerar la muerte como algo extraño y negar su fatalística presencia. En el Añguttara-Nikaya (iii. 35) 9, uno de los libros sagrados del budismo, King Yama, dialogando con sus sacerdotes sobre la ignorancia y el miedo a la muerte, dice:
La muerte tiene tres mensajeros… ¿no has visto al primer mensajero de la muerte emerger visiblemente entre nosotros? Él respondió: “No, mi Señor”… ¡oh, Señor! ¿Es que no ves entre hombres y mujeres de 80 o 90 o 100 años de edad, decrépitos… encorvados, apoyados en un bastón, temblorosos en el caminar…? Él contesta: “Mi Señor, lo vi… ¡oh, Señor!” ¿No viste al segundo de los mensajeros de la muerte aparecer claramente entre los hombres? “Mi Señor, no… ¡oh, Señor!” ¿No viste entre los hombres y mujeres, fallecidos, sufriendo, sensiblemente enfermos…? Él contesta, “Mi Señor, lo he visto… ¡oh, señor!” ¿No viste claramente al tercer mensajero de la muerte…? “Mi Señor, no lo vi”… ¿No viste a… una mujer o un hombre, quien estando muerto por un día o dos… se hincha y ennegrece…? Él replica, “Mi Señor, lo he visto… ¡Oh, Señor!” ¿No te ocurrió a ti, una persona madura en años e inteligencia, ‘Yo también estoy sujeto a [vejez, enfermedad] la muerte y de ninguna manera excepto…? “Mi Señor, no lo pensé”. [pp. 94-95]
Existen grabaciones de la muerte de reconocidas personalidades a lo largo de la historia, que muestran un “completo control” de los eventos que rondaron su propia muerte; un buen ejemplo es la ejecución de Sócrates, documentada por Platón en Fedro, donde la absoluta serenidad con la cual el filósofo afrontaba el final de su existencia, asombró a todos. Otro episodio es el del reconocido filósofo escocés David Hume al momento de su muerte en 1776, en Edimburgo y reproducida por Boswel (1776) e Ignatieff (1984). Tales testimonios, relatados para la posteridad por confiables testigos de primera línea, generan una suerte de sospecha acerca de la verdadera postura que estos individuos pudieran haber manifestado mientras enfrentaban los últimos momentos de su vida. No hay razón para dudar que tales transcripciones fueran un fiel retrato de la verdad. Sin embargo, independientemente de cuán reales puedan haber sido estos actos, ahora los utilizo como paradigma de una remarcada e inusual actitud, presente en ciertos individuos quienes quizás, fueron capaces de trascender su propio miedo a la muerte. Los uso a ellos comparándolos con otros individuos a quienes, debido a las particulares circunstancias que rodearon su historia personal, no les fue posible liberarse de su terror sin nombre frente a la muerte. Añadiendo que para enfrentar la muerte con naturalidad, como Sócrates y Hume, es indispensable alcanzar un profundo sentido inconsciente “de estar vivo” o, expresándolo acorde a las palabras de Osho, “ cómo puedes ver la muerte si no has visto la vida, la muerte es más sutil”. Me gustaría intentar una investigación psicoanalítica acerca del significado de tal conocimiento e indagar sobre qué suerte de circunstancias impediría o incrementaría la capacidad para alcanzar un sustancial y decisivo sentido hacia el sentimiento de estar vivo.
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