Marcos Carbonelli - Los evangélicos en la política argentina

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La avanzada evangélica en las arenas partidarias latinoamericanas es uno de los acontecimientos más estudiados en el campo de la sociología de la religión y un evento que suscita hondas polémicas en el espacio amplio de la sociedad civil. Fundamentalismo antiderechos, mesianismo y redención de la política son algunas de las etiquetas que circulan en el debate que se esfuerza por nombrar un fenómeno que cosecha bancadas, alcaldes, gobernadores y hasta vicepresidentes en países como Brasil o Colombia. La proyección de esta fuerza religiosa regional suscita la pregunta por el caso argentino. Sustentado en una investigación de corte cualitativa, el libro analiza las proyecciones partidarias de actores evangélicos en la Argentina del nuevo milenio. Tras examinar el perfil de sus protagonistas, sus estrategias y demandas, explica la disparidad entre su suerte en las urnas y los logros obtenidos por experiencias religiosas del mismo cuño en otros países de la región. También presenta dos vías fecundas para pensar la politicidad evangélica más allá de la vía electoral: su participación creciente en debates públicos referidos a la extensión de derechos sexuales y reproductivos, y su rol como mediadores de políticas públicas orientadas a la contención de los sectores vulnerables de la sociedad.

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Frente al fracaso y la complejidad de la arena partidaria, el espacio público en sentido amplio comprendería entonces aquel campo donde los evangélicos encontrarían su lugar como religión pública (Casanova, 1994). En suma, la “politicidad” de la praxis evangélica reside, para Marostica y Wynarczyk, en las disputas por la reconfiguración de las relaciones de poder jurídicas y simbólicas que reproducen la hegemonía católica y que establecen la conculcación de derechos de los evangélicos, en tanto minoría religiosa. Esta acción se desprende de un proyecto de carácter netamente dirigencial, que se cristaliza en la constitución de las federaciones y que obtiene legitimidad representativa en la circunscripción de su accionar a una protesta conectada con un marco de injusticia en el que se reconocen los miembros de las diferentes denominaciones.

En un plano más escéptico se posicionaron los estudios de raíz antropológica que guardan como común denominador su preocupación puntual por el fenómeno del pentecostalismo y sus incidencias políticas, a su criterio situadas en los márgenes o directamente por fuera del sistema político-partidario. Daniel Míguez (1997) considera que, en un contexto de creciente pauperización de las condiciones de vida cotidiana de los sectores populares, las pequeñas iglesias pentecostales de barrio resultaron espacios que canalizaron la protesta y el desencanto social de los sectores populares en la década de 1990, teniendo en cuenta a su vez la pérdida u erosión de su vínculo con las instituciones que otrora les proporcionaban marcos de sentido históricos, en particular, la Iglesia Católica, los sindicatos y los partidos políticos.

Sin embargo, para el mismo autor, la materialización del pentecostalismo como respuesta política transformadora del escenario social observa límites. En primer lugar, Míguez (1997: 158-160) sostiene que las iglesias pentecostales inscriptas en los barrios representan comunidades cuyos lazos de solidaridad alcanzan exclusivamente a aquellos que se desempeñan como miembros, siendo dificultoso el armado de un tejido comunicante con el resto de las fuerzas sociales, que habilitarían una movilización conjunta. Paralelamente, detectó en las comunidades pentecostales tradiciones ambiguas en lo que se refiere a la relación con lo mundano: mientras por un lado los líderes de las iglesias ponderan una misión redentora en las estructuras terrenales (sociales y políticas), por otro estos mismos dirigentes aducen que no es conveniente envolverse en el mundo y “meterse” en política partidaria. Como resultado de este encuentro entre formaciones discursivas contradictorias se registra la neutralización de su visión más crítica y contestataria.

Míguez (1997: 161-162) también reconoce como límites constitutivos la escasa producción de una “teología política pentecostal” que pudiera informar la acción de quienes quisiesen participar en la reformulación de las relaciones de poder. A esto se suma su posición diferencial en el campo religioso nacional, que priva al pentecostalismo de vínculos sedimentados con el poder político, los cuales podrían redundar en una mayor capacidad de influencia a nivel social. En definitiva, para Míguez la variante pentecostal que se desarrolla entre los sectores populares constituye una forma cultural eficaz en las tareas de contención y elaboración de respuestas a las dificultades cotidianas de hombres y mujeres postergados política y socialmente, pero sin que esto permita vislumbrar la construcción de un nuevo orden social, a partir del despliegue de una acción religiosa en clave emancipadora.

Para Semán (2013), el problema de los evangélicos (tomados en su conjunto) es inverso al del catolicismo: mientras que este intenta una gestión de la diversidad en el marco de su propia estructuración piramidal, el mundo evangélico lucha contra el difícil escollo de la representación: cómo lograr encolumnar un vasto campo de realidades denominacionales, con tradiciones, afinidades, historias y posicionamientos públicos diferentes, detrás de un mismo proyecto político. Solo la conciencia de la pertenencia a una minoría religiosa perseguida pudo lograr la preciada articulación, pero en contadas ocasiones.

Enfocándose en el pentecostalismo, Semán subraya que la originalidad y potencialidad política evangélica provienen de su posición subalterna en el espacio religioso nacional. Dicho espacio es un ámbito de competencia, no solo por el “monopolio de los bienes de salvación”, al decir de Pierre Bourdieu (2009), sino también por las nociones de sanidad y prosperidad que circulan socialmente, y por los niveles de magia o encantamiento tolerables como componentes de la realidad. Es en esta competición donde el pentecostalismo revela su costado más político, porque su carácter plebeyo asociado con la idea del sacerdocio universal habilita que sectores subalternos en la escala social puedan conectarse con lo trascendente de una manera opuesta y hasta desafiante a las matrices religiosas históricas y hegemónicas. Así, cada caso de conversión comprende un gesto político, porque imprime una maniobra de emancipación en el plano capilar y microscópico donde se juegan nuevas formas de ser persona, de producir subjetividades. Este fenómeno se nutre de dos marcos más amplios. Por un lado, la extensión de derechos civiles (en particular, la libertad de expresión y confesión de creencias), garantizados por el proceso de democratización de las relaciones sociales a partir de 1983, ya que disminuye el costo de la disidencia católica y refuerza la individuación en la elección religiosa. Por el otro, y en un plano más general, los procesos modernos de individuación también asisten a este cambio político, ya que permiten a los sujetos “soltar amarras” (Pierucci, 1998), esto es, distanciarse críticamente de sus pertenencias religiosas pretéritas, y elegir reflexivamente su nuevo repertorio de creencias.

A conclusiones semejantes arribó el trabajo de Joaquín Algranti (2010), realizado casi una década más tarde. Considera que las fórmulas de legitimidad en el mundo de la política y en las iglesias no es equivalente y esta distancia traba el surgimiento de líderes o pastores que arrastren a sus fieles a sus proyecciones partidarias. Si a esto se suma las dislocaciones surgidas entre el liderazgo pastoral, los dirigentes de las federaciones y los candidatos evangélicos, lo que se escenifica es el problema de la representación de este mundo religioso. Por ello, para este autor, lo político de lo evangélico-pentecostal no debe buscarse en el centro, en las altas esferas del poder, en la lucha por los cargos, sino, por el contrario, en los márgenes, en el trabajo que la estructura eclesial hace para integrar a sus fieles a sus rutinas, modelando sus subjetividades, haciéndolos portadores de marcos de sentido a conjugar en diferentes esferas de la praxis humana, para transformarlas “desde adentro” según los principios del “evangelio”. El concepto de adecuación activa ilumina este proyecto: la misión política de las iglesias se orienta a que el feligrés incorpore el estilo de vida trabajado en las células y comunidades no de una manera pasiva, contemplativa, solo reservada al fuero personal y al contacto con lo trascendente, sino de manera activa, transformadora, adecuándolo a sus rutinas familiares, laborales y ciudadanas. Cabe destacar que esta posibilidad se encuentra matizada por un segundo problema que se cierne sobre la acción política de las iglesias evangélicas y que Algranti denomina “el problema de la demanda”: no todas las problemáticas sociales pueden ser tematizadas y reelaboradas en el corazón de las instituciones. Algunas de ellas, por el propio pensamiento doctrinal y litúrgico de las instituciones religiosas, quedan por fuera. Las demandas por la despenalización del aborto, el reconocimiento legal y social a las parejas del mismo sexo y la posibilidad de emprender cambios sociales a partir de acciones violentas son ejemplos de causas que no encuentran respuesta sencilla ni canalización en el corazón institucional y se convierten así en puntos de fuga, tópicos donde ocurre un desfasaje entre la necesidad y la realidad del creyente y el dispositivo de respuestas de las comunidades religiosas. Por ello la adecuación activa solo se concreta plenamente en los líderes y los cuadros medios de las iglesias y menos en los creyentes que habitan la periferia institucional y que son más autónomos de sus mandatos institucionales.

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