Estos cambios profundos que se dieron en la posición social de los evangélicos en la década de 1980 sirvieron de soporte para que en la década siguiente tuvieran lugar dos acciones políticas: la vía partidaria y la movilización en el espacio público.
El primer partido evangélico fue el Movimiento Cristiano Independiente (MCI), que se formó en la provincia de Buenos Aires en 1993. Paralelamente se constituyó el Movimiento Reformador Independiente (MRI), el cual resultó ser la expresión de esta misma fuerza política en la provincia de Córdoba. En ambos casos se trataba de agrupaciones conformadas por pentecostales que se lanzaban al mundo de la política con la idea de redimir y reconstruir dicha esfera de la actividad humana (afectada en su cosmovisión por el mal pecaminoso de la corrupción), valiéndose de los principios bíblicos como ejes medulares de esta tarea. En el orden estratégico, estos dirigentes procuraban afianzar sus bases electorales al interior de las congregaciones evangélicas, por lo que organizaban campañas en los templos, presentándose como los portadores de una misión que resultaba complementaria a la ejercida por los especialistas religiosos, y que se fundaba en la aplicación de principios y criterios extraídos del Antiguo Testamento (“reconstruccionismo bíblico”, en términos de Wynarczyk, 2010: 98-99).
Estas fuerzas políticas evangélicas tuvieron su primera experiencia en la arena partidaria en las elecciones generales de 1993, con resultados magros. En el marco de las candidaturas a la Asamblea Constituyente de 1994 el MCI complejizó su plataforma política, presentando la demanda de igualdad religiosa en la Argentina. En efecto, si bien el contexto democrático allanó los canales de la publicitación de la disidencia religiosa, el andamiaje jurídico que garantizaba la hegemonía católica seguía intacto, tal como lo había perfeccionado la dictadura.
Para desarrollar esta estrategia política más ambiciosa, orientada a la representación electoral de una minoría discriminada y a la movilización de fieles en torno a su programa (Wynarczyk, 2009: 109-111), los dirigentes del MCI se contactaron con sus pares de las federaciones y con pastores reconocidos en el ambiente evangélico. Sin embargo, pese a las reuniones y presentaciones en los templos, los votos de los hermanos en la fe volvieron a serles esquivos.
Fortunato Mallimaci (1996b: 276) contrapone la apuesta de representación colectiva del MCI a la extraordinaria vía de la participación, como convencional constituyente, del pastor metodista José Míguez Bonino por las filas del Frente Grande, en compañía de otras figuras religiosas, como el obispo católico Jaime de Nevares. El exitoso caso de Míguez Bonino 7encarna la figura de un líder de reconocido prestigio social, cuya inscripción partidaria se fundamentó en la afinidad con el programa y las propuestas de una organización política, en un contexto clave de redefinición de las reglas constitucionales, pero sin usufructuar su posición de líder religioso ni alentar la formación de una línea política exclusivamente evangélica.
Una nueva derrota en las elecciones de 1995 provocó el desmembramiento del MCI y una fracción de dicho espació fundó el Movimiento Reformador (MR) que abandonó la idea de un partido confesional y apostó por una política de alianzas, comportándose como un espacio evangélico al interior de estructuras políticas “seculares”. En su programa, reemplazó el esquema del reconstruccionismo bíblico por la búsqueda de la justicia social, la lucha contra la corrupción y la reivindicación de los intereses del pueblo. La afinidad de este ideario con la tradición peronista habilitó la construcción de un antagonismo con la dirigencia política oficialista (el menemismo) y un acercamiento sucesivo a diferentes formaciones peronistas “disidentes”: sus miembros integraron primero el Frepaso, luego la Democracia Cristiana y, por último, el Polo Social dirigido por el sacerdote católico Luis Farinello 8(Wynarczyk, 2006: 29; 2010: 325).
Pese al cambio estratégico y a las adaptaciones realizadas a sus propuestas políticas, el MR tampoco alcanzó cargos públicos en sus sucesivas participaciones en alianza con estructuras partidarias seculares y, tras el cierre de la experiencia del Polo Social, la agrupación política evangélica se disolvió.
Cabe destacar que la suerte de los partidos confesionales en la Argentina contrastó con otras experiencias latinoamericanas paralelas. En los mismos años, en Brasil, la participación de las iglesias evangélicas en la vida política se presentó como uno de los casos paradigmáticos de la región, por su fuerte repercusión mediática y por incidir en una nueva dinámica dentro del sistema político, en la cual el voto evangélico actuó como una variable de influencia. Entre los ejemplos más renombrados pueden citarse la elección de Anthony Garotinho 9como gobernador del estado de Río de Janeiro en 1998 y su posterior candidatura como presidente en 2002; la competencia entre dos evangélicas, Rosángela Matheus (esposa de Garotinho) y Benedicta da Silva, por la gobernación del estado de Río en 2002 (con resultado favorable para la primera) y la elección del obispo Marcelo Crivela, líder de la Iglesia Universal del Reino de Dios (IURD), como senador en los mismos comicios. En lo que concierne estrictamente a las elecciones parlamentarias, estudios como los de Maria Campos Machado (2006) y Leonildo Silveira Campos (2005, 2007) establecen una tendencia ascendente, con la elección de cuarenta y cuatro diputados federales evangélicos en 1998 y sesenta y uno en 2002. Finalmente, Ricardo Mariano y Antônio Pierucci (1996) señalan el desenvolvimiento de líderes y pastores pentecostales favorables a la elección de Fernando Collor de Mello en las presidenciales de 1989, 10y Silveira Campos (2005: 174) da cuenta del importante rol asumido por IURD en las elecciones presidenciales de 2002, cuando su cúpula dirigencial pactó con Lula da Silva un apoyo electoral estratégico, que culminó con la designación de José Alencar como vicepresidente.
El número de escaños conseguidos por las denominaciones evangélicas en algunos estados como Río de Janeiro o Rio Grande do Sul, e incluso en el Congreso Nacional durante las décadas de 1990 y 2000, llevó a la prensa y a la dirigencia política tradicional a referirse a la constitución de una “bancada evangélica”, 11en tanto grupo orgánico dotado de intereses y modalidades de acción propios.
Según los analistas del caso brasileño, este avance político de las iglesias se explica gracias a la profesionalización de la proyección en la esfera pública por parte de las iglesias evangélicas y neopentecostales, 12que dio lugar a un modelo de inserción de carácter corporativo. A diferencia de la etapa previa a la Asamblea Constituyente, 13cuando las incursiones políticas se inscribían en iniciativas de índole individual, en la era democrática fueron las iglesias, en tanto corporaciones, las que “produjeron” a sus propios líderes políticos, a partir de mecanismos de selección, formación y seguimiento de sus candidatos, la mayoría de ellos pastores. Los “políticos de Cristo” –los dirigentes formados al interior de las iglesias– “se ven […] como portadores de una misión divina, para la cual fueron llamados, con el fin de promover una especie de exorcismo de la vida política nacional” (Silveira Campos, 2005: 159).
Esta postura redentora 14se complementó, por un lado, con la búsqueda de beneficios directos para los proyectos de la iglesia de pertenencia, a partir de la gestión parlamentaria, y por el otro, con la presentación de proyectos legislativos basados en cuestiones morales y éticas (Campos Machado, 2006), que procuraron diferenciar a los políticos evangélicos de la clase política tradicional y expandir su visión doctrinal en diversas áreas de la gestión pública.
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