Como señala Fortunato Mallimaci (2006: 71), este proceso asumió el cariz propio “de paso conflictivo, de idas y venidas, de una sociedad donde la verdad católica es tomada como ley, a otro donde la libre conciencia afirma sus derechos y estos son reconocidos políticamente”. La fuerte oposición esgrimida por la jerarquía católica ante estas propuestas activó el apoyo de diversos grupos religiosos a la iniciativa de independencia estatal, en un contexto de una ciudadanía aún restringida. En su análisis sobre la Iglesia Metodista y su perfil público, Paula Seiguer (2015) destaca que los evangélicos respaldaron, mediante su prensa y sus personajes más notables, todas las medidas tendientes a disociar catolicismo de Estado Nacional, aunque no necesariamente comulgaban con la idea de la privatización del fenómeno religioso. Por el contrario, su modelo societal se acercaba al norteamericano, donde las creencias trascendentes gravitaban en la escena pública, incluso en las escuelas, por considerarlas eje de promoción de valores y de progreso.
Este ciclo de tensiones y debates adquiere otro tenor con la transición hacia una sociedad de masas, acontecida entre fines del siglo XIX y principios del XX. Las transformaciones sociales y políticas propias del período (inmigración masiva, lucha y expansión de derechos civiles, circulación de ideologías políticas producidas en el contexto europeo y emergencia de la cuestión social) no pasaron desapercibidas para la Iglesia Católica, que activó un proceso de avance y conquista de las diferentes esferas sociales en pos de “catolizar” la sociedad y contrarrestar la emergencia de ideologías foráneas (el liberalismo, pero también el marxismo y el anarquismo, y sus predicamentos sobre los conflictos de clase). Una primera avanzada en este sentido fue la formación de partidos políticos confesionales, fallida y breve 2ya que la jerarquía católica juzgaba la arena partidaria como un territorio hostil para sus pretensiones de consolidarse como la afiliación religiosa monopólica en la nación.
Como bien señala Juan Cruz Esquivel (2004: 71-72), la estrategia de la Iglesia Católica de catolizar la sociedad se orientó a la inserción en las estructuras sociales antes que la creación de instancias paralelas. Así como en el caso de los conflictos en el mundo del trabajo, la Iglesia Católica no creó “sindicatos católicos” sino que se entrometió en los existentes, de la misma manera procedió frente a la clase gobernante: no estimuló la creación de un partido esencialmente católico al interior del sistema político argentino, sino que intentó influenciar “desde adentro” a la clase gobernante.
Esta apuesta redundó en lo que Roberto Di Stefano y Loris Zanatta (2000) denominaron “el mito de la nación católica”: un relato que posicionó a la Iglesia Católica como matriz fundante de la Nación Argentina, preexistente al Estado y, por ende, dadora de sentido de su organización social y política. Este imaginario religioso tuvo la aquiescencia de los elencos políticos conservadores que, retrocediendo en su propuesta de secularizar la sociedad, apostaron a utilizar la identidad católica como criterio de homogeneización de la población argentina (Segato, 2007: 196).
En tanto base de una identidad política, “el mito de la nación católica” demarcó sus fronteras bajo la lógica amigo-enemigo y esto tuvo consecuencias negativas para los credos no católicos que, por su parte, estaban atravesando transformaciones profundas. Si en los inicios del siglo XX en el mundo evangélico persistía una identificación entre lo religioso y lo nacional/étnico bajo la idea de las iglesias como refugio de la etnicidad (Bianchi, 2004; Seiguer, 2011), a partir de la década de 1930 el recambio generacional demanda cambios sustantivos. Las nuevas generaciones de evangélicos ya eran ciudadanos argentinos y ponían todo su énfasis en reclamar sus derechos no solo a una libertad de culto nominal o en un régimen de tolerancia como el que existía hasta ese momento, sino en la igualdad plena en el ejercicio de la fe. Entre sus anhelos se encontraba la pretensión de una sociedad perfectamente plural, pero para ello requerían una regulación estatal ecuánime (Bianchi, 2004).
Sobre cada uno de estos grupos y sus aspiraciones, el mito de la nación católica montó un discurso deslegitimante. Al referirse a la comunidad judía, los miembros más integralistas apelaron para excluirlos al argumento medieval del deísmo. 3En idéntico sentido, luteranos, pentecostales, bautistas y adventistas pasaron a ser considerados representantes de una ideología foránea, secularizante y anómala cuya meta era contaminar todo aquello que era fundante en un país de exclusiva raíz católica. Cualquier manifestación de fe fuera de los templos y las comunidades étnicas fue prohibida y, sobre todo, cualquier acción proselitista. De esta manera, el mito de la nación católica y sus defensores postulaban la exclusión de la esfera pública por parte de la disidencia religiosa, que debía atenerse a una situación de tolerancia mínima y a una confinación estricta de sus actividades a la esfera de lo privado.
Los grupos evangélicos no permanecieron pasivos ante estos avasallamientos. En 1939 la Iglesia Congregacional Alemana, la Evangélica de habla francesa, la Metodista, la Valdense, la Alianza Misionera Cristiana, la Misión Evangélica Menonita y la Unión Evangélica Sudamericana formaron la Confederación de Iglesias Evangélicas del Río de la Plata (CIERP), que se propuso actuar como portavoz político del mundo protestante y denunciar la censura que sufrían sus emprendimientos radiofónicos, como asimismo las imposiciones de enseñanza religiosa (católica) en las escuelas (Bianchi, 2004: 183).
Ya en tiempos peronistas, los evangélicos volvieron a organizarse para protestar vivamente contra la creación estatal del Fichero de Cultos, destinado a controlar la disidencia religiosa y a impedir el funcionamiento de cualquier centro religioso no registrado. Dicho mecanismo jurídico nominalmente establecía la necesaria inscripción de todo culto no católico en un registro nacional, a fin de controlar sus actividades y la designación de sus autoridades. Se mantenía el privilegio de la personería jurídica pública para la Iglesia Católica, mientras que el resto de las confesiones (entre las que se destacan las evangélicas y pentecostales) debían inscribirse a su vez como “asociaciones civiles” en la Inspección General de Justicia, situación que se mantiene hasta nuestros días (Catoggio, 2008). Si bien los evangélicos no lograron impedir la creación y puesta en marcha de este organismo monitor, sí consiguieron bloquear, mediante presentaciones ante el Senado, una iniciativa aún más restrictiva que circuló por esos años y que buscaba confinar las actividades de los cultos no católicos exclusivamente al ámbito de sus templos (Bianchi, 2004: 215).
Resulta útil detenerse en el peronismo como etapa política, porque dicho gobierno será el que ofrecerá una impasse al tiempo de las hostilidades gubernamentales y facilitará un marco de oportunidades para los evangélicos. En sus comienzos la afinidad con la jerarquía católica era profunda, producto del diálogo mantenido entre el programa del célebre movimiento y la doctrina social de la Iglesia Católica. Sin embargo, tras unos primeros años de mutuo entendimiento, las relaciones entre ambos actores se crisparon a partir de acusaciones recíprocas de injerencias indebidas (Caimari, 1995). En contrapartida, el gobierno peronista inició una relativa apertura hacia el espacio público por parte de algunos grupos religiosos, que pudieron gozar de permisos gubernamentales para disponer de lugares masivos para sus cultos (Bianchi, 2004). En este contexto se destacó el apoyo logístico brindado a la visita del predicador norteamericano Tommy Hicks. Hicks era conocido por sus campañas de sanación, que se enmarcaban en jornadas de varios días, usualmente en estadios de fútbol u otros espacios con gran capacidad. El gobierno peronista concedió el permiso para que se realizaran en el estadio del club Huracán y luego en el de Atlanta, y el resultado fue una concurrencia que desbordó las expectativas iniciales. Miles de personas participaron durante tres días del evento, que fue criticado con suspicacia por la jerarquía católica.
Читать дальше