A su manera, el Perú también ha seguido un proceso evolutivo en la conformación de su Estado y lo continuará en el futuro. Diversos hitos marcan los grandes períodos de la evolución del Perú y nos referiremos a ellos en términos generales, desde la perspectiva jurídico-política, para luego hacer una descripción de su forma actual. Podremos entonces apreciar de qué manera nuestro Estado se vincula a la historia general que hemos bosquejado en el capítulo anterior. Antes de proceder a ello, sin embargo, es preciso referirnos brevemente a algunos aspectos conceptuales.
1. Concepto de Estado
La historia que hemos recorrido en las páginas anteriores no es otra que la construcción progresiva de una organización que maneje el poder en su máximo grado de expresión social. Eso es precisamente el Estado: la forma superior y más poderosa de organizar el poder dentro de la sociedad.
El poder puede definirse como la capacidad que tiene una persona (o un grupo) de lograr que las conductas de los demás sean realizadas de acuerdo a los términos que ellos fijan. Así planteado, el poder consiste en una fuerza capaz de imponerse a los demás y, en principio, en este designio no encuentra más obstáculos que los que le presente otro poder, equivalente o superior.
Sin embargo, esta forma de ejercicio absoluto del poder es perniciosa a la sociedad porque, en términos usuales, equivale a implantar la ley del más fuerte. Durante la inmensa mayoría de su historia las sociedades humanas sufrieron esta situación.
Como hemos visto en el capítulo anterior, durante los dos últimos siglos la humanidad ha librado una ardua batalla para superar esta concepción del poder y llegar a otra según la cual el Estado se organiza de acuerdo a una Constitución y leyes complementarias, en las que se establecen los principios y derechos que regulan el uso de tal poder y los organismos que lo detentan.
Desde el punto de vista constitucional, entonces, el Estado tiene cuando menos dos dimensiones: una que llamaremos política, que se ocupa de los derechos constitucionales y los grandes principios que lo rigen y una que llamaremos orgánica, que se ocupa de los organismos que componen el Estado, su conformación y atribuciones.
Cuando estas dos dimensiones han sido establecidas en los textos normativos, y se cumplen en la realidad, estamos ante un Estado de derecho, es decir, un Estado en el que el poder es ejercido no como poderío material, sino en observancia de ciertas reglas preestablecidas. A continuación, trataremos por separado ambas dimensiones para el Estado peruano actual, con una breve consideración previa sobre su evolución desde la Independencia.
2. El Estado peruano
Dada nuestra historia y configuración política, es preciso hacer una aclaración inicial: el estudio del Estado peruano supone una marcada diferencia entre los hechos políticos y la normatividad constitucional que teóricamente les es aplicable. Si bien los primeros debían adecuarse a la segunda, es notorio que no ha ocurrido así. En este sentido, la aproximación propia de la ciencia política es sustantiva para entender nuestras características estatales pero, en esta parte, vamos a centrarnos en los aspectos constitucionales declarados en nuestra Constitución. Podría parecer que hacerlo así es un ejercicio discutible, por la discrepancia entre hechos y normas pero, de un lado, es necesario conocer cómo debiera ser nuestro sistema político y, de otro, conociéndolo podremos contribuir a solucionar sus problemas y a lograr que hechos y normas sean crecientemente compatibles.
2.1. Lo antecedente a la Constitución de 1993
El Perú nace como Estado independiente en 1821 y aprueba su primera Constitución en 1823. Se conforma sobre un pueblo plural en raza y cultura que, si bien le otorga una riqueza inusual, también le fija ciertos límites como producto de diferencias y desintegración. Al nacer, el Perú no era una nación en el sentido clásico del término porque, de un lado, no estaba consolidado internamente y, de otro, tenía rasgos comunes con otros Estados latinoamericanos nacidos en la misma época.
Hemos visto cómo en la Europa de los siglos pasados, esta forma de organización del poder que llamamos el Estado moderno, fue desarrollándose sobre naciones constituidas como producto de la creación colectiva de cada pueblo (aun cuando existen también significativas excepciones a esta afirmación). En cierto sentido, este Estado fue fruto madurado de las naciones. De allí que se le haya llamado «Estado-Nación».
Durante los últimos decenios de nuestra vida colonial, las elites criollas latinoamericanas, y entre ellas la peruana, bebieron del liberalismo que florecía en Europa continental y asumieron sus postulados, lo que contribuyó, entre otros factores, a la independencia de nuestro subcontinente. Naturalmente, el liberalismo criollo no era semejante al europeo (ni al norteamericano) si lo evaluamos en relación a su contexto social: en el Perú no había conciencia extendida de su necesidad y virtudes y globalmente, como pueblo, no podemos decir que hubiera calado en la conciencia nacional porque la nación no estaba propiamente constituida.
No obstante, tenemos que reconocer que los grupos de poder nacional de entonces, a su medida y con los límites impuestos por la estructura social y política, colaboraron a configurar el Estado peruano. En sí mismo, ese hecho debe ser resaltado como inicio de la peruanidad, aun con la conciencia de sus límites, en algunos casos considerables.
Uno de estos grandes límites, que atañe a la materia que desarrollamos aquí, es el de la copia del modelo de Estado europeo y norteamericano, sin ejercer una crítica creativa para adaptarlos a nuestras sociedades. Fue así como las Constituciones de los siglos XIX y XX mantuvieron en general un enorme divorcio con la realidad: se declararon derechos que nunca se cumplieron (y que en muchos casos eran imposibles de cumplir) y se pretendió establecer una estructura política en base a la teoría de división de los poderes que no era aplicable a nuestra realidad. Se establecieron mecanismos de democracia representativa inapropiados para la realidad nacional, y todo ello nos llevó a un sistema político que, en los textos legales, era completamente distinto al que operaba en la realidad.
Ni el caudillismo que va hasta poco antes de la guerra del Pacífico, ni la República Aristocrática que dura hasta 1930, ni el Estado oligárquico que sigue hasta 1970, son excepciones a esta regla. Solo en contados períodos se intentaron soluciones distintas. La regla general fue la del divorcio entre hechos y normas.
En el curso de nuestro período republicano, sin embargo, dos tendencias deben ser resaltadas por la importancia que revisten:
1 La primera es el esfuerzo sostenido de construir una nación a partir del Estado. Parece cierto decir que mientras en muchas latitudes la nación construye al Estado como su emanación en el Perú (así como en varios otros países), es el Estado el que hace emanar de sí un acrisolamiento progresivo de la nación, proceso aún no concluido y que tiene que hacer con la compleja tarea de identificar lo común y respetar lo que hay de diverso entre nosotros. En este sentido, no debemos perder de vista que si bien somos peruanos, también en un sentido más amplio somos latinoamericanos. Hemos vivido una tensión permanente entre nuestro ser peruano y nuestro ser latinoamericano que es creativa y que presenta perspectivas futuras alentadoras en un mundo crecientemente integrado.
2 La segunda es una progresiva consolidación del aparato del Estado. La obra de Ramón Castilla fue decisiva en el siglo pasado y, luego de vaivenes, ha sido desarrollada posteriormente por otros cuyas ideas políticas y actuación gubernativa están abiertas a discusión, pero cuyos resabios han sido importantes en el largo plazo. El aparato del Estado está en permanente discusión. Sobre él se tejen las más diversas posiciones. Pero, más allá de las discrepancias, se piensa que el Estado debe ser moderno, eficiente y que, cuando menos, debe cubrir determinadas actividades de control, fiscalización y servicio a las que no puede renunciar.
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