Irene Alonso Álvarez - No quiero ser una muñeca rota

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Eloise nació siendo una chiquilla aterrada en un pequeño pueblo del Sur de la Toscana. Hace unos años consiguió escapar de casa; cuando su familia intentó ingresarla en un centro de trastornos mentales. En la actualidad es una mujer triunfadora, meticulosa, atractiva y con una inmensa cuenta corriente. Hasta que, su hermano la encuentra y todo su mundo se derrumba. Pero no se da por vencida y continúa luchando con sangre y miedo para alcanzar su verdadero objetivo: La Felicidad. Pero ser feliz es más duro de lo que ella pensaba. ¿Qué serías capaz de hacer por ser feliz?

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Se duchó con rapidez y decidió vestir unos vaqueros ajustados grises de Burberry, unas botas mosqueteras negras de Saint Laurent, un jersey de cachemir gris claro de Valentino, una chaqueta motera en piel negra de Burberry y un bolso de cuero en tono rosa empolvado suave de Valentino Garavani.

Esta vez no tuvo tiempo de hablar con el espejo, ya que Vanina la llevaba esperando en la recepción del hotel, hacía ya quince minutos.

Bajo corriendo las escaleras, derribando a toda persona que se interpusiera en su camino y al llegar al campo visual de Vanina intentó recomponerse y fingir que no había estado corriendo mientras respiraba más fuerte de lo normal.

—¿Ya estás preparada? —preguntó riéndose Vanina por el espectáculo de su amiga.

—Por supuesto —resopló intentando coger aire—. Llevaba preparada y esperando en la habitación media hora. —Eloise se defendió con desenvoltura—. ¡Ya te vale hacerme esperar tanto! ¡Qué desfachatez! —Jajaja, ¡mentirosa!, ¡vamos a la librería, anda! —Vanina posó su mano en el brazo de Eloise para ir juntas—. ¿Era en el Camp St O´Connell´s, no? —Sí, creo que Anamul dijo que se llamaba The Black CAT bookshop.

—Muy bien, ¡pues vamos para ya! —dijo entusiasmada Vanina—. ¿Qué te parece este libro? —preguntó alzando una pequeña encuadernación oscura, con los bordes dorados y un título en cursiva que decía Pequeños relatos .

—¡Cuesta 5,16 dólares! No estoy acostumbrada a comprar tan barato, la verdad, pero tiene muy buena pinta, ¡voy a comprarlo! —exclamó con alegría Eloise.

—¿Cuánto es en euros? —preguntó Vanina, a quien las matemáticas no se le daban muy bien.

—Pues con exactitud 3 €. Una ganga —respondió Eloise.

Fuera de la tienda, sentadas en un banco cerca de un parque, Eloise abrió su libro nuevo y leyó en voz alta para las dos. Parecía un pequeño ritual que habían diseñado sin proponérselo.

Al bajar la mirada me di cuenta del error cometido. No debí sentir ese decrépito sentimiento, no debí sentir miedo. Decidí cerrar los ojos y seguir caminando, la arena me quemaba la planta de los pies.

En un mundo paralelo, en el que hubiera estado con los ojos abiertos, hubiera visto esa piedra. Por fortuna, en este no.

Lo empecé a sentir en la uña del dedo más pequeño del pie, esa mezcla de abrumador cosquilleo con un suave sonido sordo.

Soy muy torpe. Me caí a favor de la arena.

Y así, con la cara hundida en la playa, me vino a la memoria esa espuma de maíz con merengue italiano que había cocinado el día anterior, porque de esa forma me sentía yo… pegajosamente dulce.

Las dos se quedaron en silencio mientras asumían con parsimonia ese pequeño relato sin sentido.

Vanina mantenía una postura rígida y se encontraba ensimismada, pero cuando Eloise terminó la lectura, se volvió a sentar de manera más cómoda en el banco.

—Lee otro, por favor.

No me acorde de ti cuando estaba en la ducha bajo el aire gélido, sino cuando entré en el lavabo y lo vi. Quise abrazarla, regocijarme en su porcelana fría al tacto, pero que a mí me transmitía un calor tan inmenso como el de evacuar todos esos sentimientos, que nunca quise que llegaran a mí.

Y lo hice. Obvio que lo hice.

Me permití besarla mientras mis brazos arqueados lo rodeaban. Ahora quería llegar más lejos, quería mucho más. Bebí todos sus flujos hasta saciarme, luego apoyé la cabeza en su lecho… y así me quedé. Dormida.

Dormida como aquella Psique en el castillo, esperando.

Esperando… a la taza del váter.

—¿Quién es Psique? —preguntó Eloise después de concluir la lectura.

—Fue una divinidad griega, tiene un mito interesante, ¿quieres oírlo?

—Por supuesto, ¡cuenta!

—Psique era la hija más pequeña y bella de un rey; Afrodita —que era muy envidiosa—, envió a su hijo Eros a lanzarle una flecha para que se enamorase del hombre más feo y cruel. Pero cuando la vio, Eros se enamoró de ella y la llevó a su palacio; allí solo la veía de noche —ya que no quería que se enamorase de su belleza—. Psique era muy feliz y estaba muy enamorada, pero… sus celosas hermanas creían que su marido era un monstruo y por eso no dejaba que la viese; así que instigaron a la ingenua Psique a que descubriera su rostro. Eros se despertó con una gota de aceite —en aquella época no había ni lámparas de gas, ni móviles con linterna tenue— y defraudado con su esposa decidió abandonarla. Psique estaba muy triste, tanto por hacer caso a sus hermanas como por haber decepcionado a su marido, y con esta escena en marcha, Psique habla con Afrodita para que la ayude —la misma que quiso su desgracia—. Y la diosa del amor le propone cuatro tareas imposibles para un mortal, las cuales, dejando la obviedad de lado, cumple Psique con ayuda, y de ese modo Zeus le hizo inmortal y recuperó a su amado.

—Qué historia más bonita. Me gustan los mitos griegos. —Eloise parpadeó unos segundos—. Pero… ¿Tú has entendido la historia?, o sea, ¿qué tiene que ver Psique con una taza del retrete? —preguntó Eloise con evidente esfuerzo por pensar en ello.

—Yo creo que intenta enlazar el amor que siente por una persona, con el objeto de una taza del váter. Y lo de Psique… pues supongo que significa que se encuentra en la situación anterior justo antes de colocarle la luz en su cara. Un momento tenso, en resumen —respondió Vanina.

—Sí, eso tiene sentido. La verdad es que yo no encontraba la lógica por ninguna parte —confesó Eloise con ciertos remordimientos por ser tan inculta.

—Lee uno más, por favor. El último, ¡prometido! Porque si no, vamos a llegar tarde a hacer puenting —suplicó Vanina, quien continuaba como… congelada por las historias.

Galileo-Galilei no tenía razón, la tierra no es redonda, es un puto paraguas.

Lo supe en cuanto lo vi por televisión. Todos los medios informativos gritaban como lunáticos.

Desde que lo descubrieron en un viaje al espacio, el planeta ha cambiado. El saber nos ha hecho más débiles, más pequeños, más invisibles.

Ahora el Gobierno nos ha impuesto unos paraguas a cada ciudadano de la Tierra y según la legislación tenemos que sujetarlo hasta que nuestra vida se acabe. Nadie puso objeción alguna. Todos teníamos miedo del cambio de forma de la Tierra.

Hasta cambiaron el símbolo del cristianismo por un paraguas…

Al principio fue divertido. Cada uno lo llevábamos de un color, lo combinábamos con nuestro estilo… era una especie de complemento adicional. Pero ahora no. Ahora, todo es menos divertido.

Nadie leyó la letra pequeña de la legislación impuesta. Todos los paraguas tenían una tecnología nunca vista y de la que nos dimos cuenta demasiado tarde… nos pesaba. El paraguas nos pesaba.

Prejuicios, problemas, cargas, dolores… el peso que tienes a lo largo de tu vida se quedaba allí, en el paraguas. Y cada vez, pesaba más.

Salías a la calle y los veías cabizbajos, con la mirada perdida; notabas el peso de cada uno. Sentirías lástima de ellos, si no tuvieras que soportar tu propio peso.

Y así pasaron los años, la gente moría aplastada por sus propios paraguas.

Hasta que un soleado día un joven huérfano —algo muy normal en la época— decidió tirarlo, y así, tal era el peso que había soportado, que su brazo se desprendió del resto del cuerpo. Cayó justo al lado de donde estaba situado su paraguas y continuó andando sin el brazo como si nada hubiese ocurrido.

—Este relato me ha encantado. Parece que refleja a la perfección nuestra sociedad actual, ¿no te parece? —Vanina no dejaba de mirar el reloj de su muñeca.

—¿Cuándo escribieron este libro? —preguntó Eloise.

—Mmmm… no sé, ¿no está la fecha en las primeras páginas?—No aparece ni el autor ni el año. Qué extraño, ¿no? —dijo Eloise con curiosidad.

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