Ni siquiera la avisaron cuando su único hermano, diez años mayor que ella, falleció tras una larga enfermedad; ni ese fatídico suceso consiguió acercarles de nuevo. Una barrera de hormigón se había interpuesto entre Martina y sus padres, y nada ni nadie sería capaz de quebrarla.
Aun así, Martina e Isidro fueron un matrimonio tremen- damente feliz. Se casaron y compraron una pequeña casa en la Rúa Lameiras, muy cerca del balneario. Isidro continuó con su trabajo allí y Martina aprendió a coser y comenzó a trabajar haciendo encargos para una modista de Lugo. Tres años después, vivieron el nacimiento de su hijo Marcos como el más dichoso de los acontecimientos que había sucedido en sus vidas.
Y, de hecho, pocas veces se habían separado de él hasta entonces, cuando Isidro se había afanado en reunir el dinero suficiente para poder ofrecer a su esposa un pequeño pedacito de ese mundo que se estaba perdiendo por su culpa.
Cuando Concha colgó el teléfono sin ser capaz de dirigir su mirada a Marcos, éste supo que lo que fuere que le acababan de comunicar tenía que ver con sus padres.
Pasaron muchas horas hasta que fue de verdad consciente de lo que suponían aquellas palabras. Sus padres habían fallecido en accidente. Sus padres nunca regresarían de aquel viaje. Sus padres nunca volverían a estar con él.
Se había quedado solo.
Los días siguientes pasaron en una nebulosa. Los acontecimientos se sucedían sin que tuviese ningún control sobre ellos. Las largas horas de la noche agazapado junto a Concha, el lastimoso trayecto en coche hasta el cementerio, la visión de los dos ataúdes que desaparecían en el foso y, sobre todo, la incertidumbre.
No sabía qué sucedería a partir de entonces.
Que supiese, no había nadie más allá de sus padres. Pero no se atrevía siquiera a preguntarlo. La idea del orfanato planeaba por su cabeza una y otra vez, mientras él intentaba evitar que aterrizase. Sólo quería concentrarse en no olvidar el rostro de sus padres, su caluroso abrazo, y el dulce canto de su madre mientras cosía concienzudamente los encargos.
Cuatro días después, la respuesta llegó sola.
—Tesoro… tenemos que ir a la casa de tus padres —le dijo suavemente Concha—. Debes recoger tus pertenencias. Te tienes que ir a vivir a Barcelona con tus abuelos.
Aquella fue la primera vez que Marcos tenía noticias de que tenía abuelos. A sus abuelos paternos los llegó a conocer, pero habían fallecido cuando él tan sólo tenía cuatro años. Y de los abuelos maternos, lo cierto era que no había oído hablar nunca, como nunca había oído hablar de nada relacionado con la vida de su madre antes de vivir en Guitiriz. No era que se lo ocultasen, simplemente nunca se había hablado de ello y nunca se había parado a pensar demasiado en aquello.
Y, aunque no conocía de nada a aquellos señores, el simple hecho de saber que no estaba completamente solo en este mundo, en cierto modo le reconfortó. La horrible idea del orfanato por fin podía ser descartada, y se abría ante él una pequeña luz en aquel túnel en el que se había convertido su vida.
La organización del viaje le abstrajo de la enorme tristeza que asolaba su interior. Se afanó en recoger sus pertenencias del que había sido su hogar, se despidió de Concha sin saber entonces que jamás volvería a verla, y soportó estoicamente las largas horas de tren junto a la reservada funcionaria del Ministerio que le acompañó hasta Barcelona para hacer efectiva la tutorización por parte de sus ausentes abuelos: Josefina y Rodolfo.
Recorrieron en taxi las calles de la ciudad. Marcos, que nunca había ido más allá de Lugo, admiraba asombrado aquellas hermosas vías salpicadas de imponentes edificios. También sus habitantes parecían diferentes. Además de estar viendo en aquel recorrido mucha más gente de la que había visto en toda su vida, le impresionaron sus elegantes vestimentas, que parecían sacadas de los folletines que consultaba su madre cuando cosía. Marcos no podía evitar imaginar una y otra vez cómo serían sus abuelos. Y, aunque nunca los había visto, y nadie le había explicado por qué hasta entonces no había tenido noticias de ellos, tenía la secreta certeza de que con ellos volvería a sentirse protegido y amado como lo había estado con sus padres.
El taxi por fin se detuvo frente a un edificio señorial. La funcionaria se apeó junto a él y le acompañó hasta la segunda planta. Cuando pulsó el timbre, el corazón de Marcos latía a mil por hora. Por fin iba a conocer a sus abuelos.
Una joven muchacha con delantal abrió la puerta y les invitó a pasar. Marcos admiró asombrado el piso que se extendía ante él. Esculturas de mármol, hermosas lámparas, mullidas alfombras y enormes cuadros se perdían en las numerosas estancias que se adivinaban desde allí. La funcionaria intercambió unas breves palabras con la doncella y, tras un breve «Aquí estarás bien», se marchó por donde habían entrado. Marcos se quedó allí plantado mientras la doncella asía su maleta y le guiaba por las diferentes estancias.
—Esta será su habitación, señorito Marcos —le dijo al acceder a una regia estancia salpicada de retratos de señores con cara de mal genio y con una enorme cama con dosel—. Ahora puede tomar un baño y echarse a descansar. Mañana le acompañaré a su nueva escuela.
Y desapareció cerrando la puerta tras de sí.
Allí no había ni rastro de sus abuelos.
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