María Vanacloig - La isla de los olvidados

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Año 1977. Marcos Rivas
es un hombre marcado por la soledad que se ha refugiado en Palma huyendo de un suceso que le atormenta.Un día recala accidentalmente en la isla de Cabrera, donde
el farero, su único y enigmático habitante, le desvela la atroz historia de los soldados franceses prisioneros tras la Batalla de Bailén, en el que sería el
primer campo de concentración de la Historia. Las torturas, la miseria e incluso el canibalismo tomaron la isla durante cinco interminables años, en un episodio prácticamente desconocido en la historia.Marcos decide permanecer oculto en la pequeña isla para acceder al material que recoge la sobrecogedora historia, pero se encontrará con otros misterios que atraparán su atención: el paradero d
el cadáver de un piloto nazi que se estrelló con su bombardero en la Cabrera durante la Segunda Guerra Mundial, y el hallazgo de una tumba con una extraña inscripcion.Unidos a la trágica historia de la que huye, los acontecimientos se entrelazarán en una fascinante trama en la que nada es lo que parece ser.

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—Bon dia —le dijo una voz.

Miró a un lado y a otro, pero sólo era capaz de ver libros y más libros.

—Bon dia —repitió la voz.

Marcos avanzó por el pasillo de libros, y por fin alcanzó a ver de quién provenía. Se encontró a un señor de unos sesenta años, con unas pequeñas y redondas gafas sobre la punta de la nariz que lo observaba con curiosidad. A su lado, un enjuto anciano que tendría más de noventa años permanecía inmóvil a su lado, con los ojos fijos en un periódico y que, en aquel escenario repleto de libros y polvo, parecía la momia de Tutankamon.

—Bon dia —contestó Marcos.

El hombre se levantó para atenderle. El anciano permanecía inmóvil en su silla.

—Verá, estoy buscando una información muy concreta, que no encuentro por ningún lado. Al ver su librería he pensado que tal vez éste sería el lugar indicado.

El librero sonrió mientras asentía con la cabeza indicándole que continuase.

—Dígame, ¿qué está buscando exactamente?

Marcos comenzó a hablar poniendo en ello sus últimas esperanzas de encontrar algo.

—Busco algún libro o documentación que recoja información sobre el suceso de los prisioneros franceses en la isla de Cabrera de principios del siglo XIX.

En ese momento, vio algo moverse al lado del librero. Era el anciano, que había movido la cabeza y ahora le miraba fijamente con sus vidriosos y escuetos ojos.

—He buscado por todas partes, incluso en la Biblioteca de Palma, pero nadie parece saber dónde puedo encontrar esta información.

El librero permaneció mirándole por un segundo, mientras notaba también los ojos del anciano clavados en él.

—Lo siento, yo tampoco puedo ayudarle —le dijo finalmente—. No tenemos ningún libro sobre ese suceso.

A Marcos se le cayó el mundo a los pies.

—¿Pero qué ocurre con ese asunto? ¿Por qué parece que nadie quiere siquiera hablar de él? —se aventuró Marcos, ya desesperado.

Pero el librero ya estaba mirando hacia otro lado cuando Marcos le formuló la pregunta: un cliente se había acercado a él para pagar los libros que se llevaba, y había aprovechado para eludir sus preguntas.

—Discúlpeme, he de atender a este cliente —le dijo, evitando mirarle—. Si quiere, puede dar una vuelta por la librería por si encuentra algún otro libro de su agrado.

Marcos se dio la vuelta enfadado notando en su cogote los ojos del anciano, que había seguido mirándole fijamente. Se metió en otro pasillo de libros perdiéndose entre sus recovecos pensando en encontrar algo por sí mismo.

—Psssst —oyó de repente.

Giró la cabeza a un lado y a otro, y vio a otra persona leyendo ávidamente un ejemplar que había cogido de una estantería, y que parecía que hacía tiempo que no levantaba la cabeza del libro.

—¡Psssst, vosté! —escuchó de nuevo.

La voz venía de detrás del muro de libros que se hallaba frente a él. Llegó hasta el final del pasillo y dio la vuelta. Allí vislumbró al anciano Tutankamon, mirándole con los ojos brillantes.

—¿Es a mí? —preguntó Marcos confuso.

El anciano le hizo un gesto con la mano para que se aproximase.

—Lo que està cercant, aquí no ho trobarà…1 —le susurró.

1Lo que está buscando, aquí no lo va a encontrar.

Marcos lo miró extrañado.

—I ningú li dirà on trobar-ho2 —continuó.

2Y nadie le va a decir dónde encontrarlo.

La desesperanza que venía arrastrando se agudizó aún más al oír aquello.

—¿Pero existe alguna documentación sobre aquello? —le preguntó entonces Marcos.

Mil arrugas surcaron la cara del anciano al esbozar una sonrisa.

—Així es, jove3.

3Así es, joven.

—¿Y dónde puedo encontrarla? —le apremió.

El anciano aproximó su cara a la de Marcos destilando un leve olor a orujo.

—Vagi vosté a Sa Bodegueta, aquí devora en es carrer de sa Campana, i li contaré. Tenc sa costum de fugir damunt es migdía per prendre un cafetet amb misteri4 —le dijo con una risita mostrando sus encías coronadas por sólo un puñado de dientes.

4Acuda usted a Sa Bodegueta, aquí al lado en la calle de la Campana, y le cuento. Tengo la costumbre de escaparme sobre las doce a tomar un café con misterio.

El anciano se esfumó entre los laberintos de libros, dejando a Marcos más confuso de lo que llegó. ¿Qué debía hacer? El viejo parecía estar senil, además de alcoholizado, no creía que pudiese confiar en él. Pero, por otro lado, ¿qué alternativa tenía? Realmente ninguna. Salvo olvidar aquella historia y seguir adelante con… ¿Con qué? ¿Con qué iba a seguir adelante?, ahora que ya no tenía una vida a la que volver. Ahora que de nuevo volvía a estar solo, completamente solo y perdido, como lo había estado durante gran parte de su vida.

Salió de la librería más angustiado de lo que había entrado y, sin saber cómo, inconscientemente acabó frente a una fachada que rezaba «Sa Bodegueta», así que entró a probar el café con misterio.

Casi dos horas después, seguía allí, sin saber por qué o, más bien, sabiéndolo perfectamente. Mientras ojeaba con desgana el periódico que había cogido de la barra, vio por el rabillo del ojo una enjuta figura que se abría paso con dificultad entre las cortinas de la puerta. El anciano se plantó en la entrada y barrió visualmente el bar entornando mucho los ojos como si apenas pudiese ver. Marcos se irguió para llamar su atención, y éste, dando un respingo, comenzó a caminar hacia él con una leve sonrisilla en los labios.

—Aixi que ha vingut —dijo sin ocultar su satisfacción—. Deu d’estar molt interessat5.

5Así que ha venido. Debe de estar muy interesado.

Marcos decidió que debía escuchar su historia, le hizo un ademán con la mano mientras apartaba una silla para que se sentase con él.

—Así es, caballero. Me gustaría poder conocer algo más de esta historia. Si usted conoce algún dato que…

—Escolti, jove —le cortó el viejo, acercándose a él por encima de la mesa—. Està xerrant amb una de ses poques persones vives que varen tenir en ses seves mans es documents que existeixen damunt aquesta història6.

6Oiga usted, joven. Está hablando con una de las pocas personas vivas que tuvieron en sus manos la documentación que existe sobre esa historia.

Marcos sintió una oleada de calor interior, no sabía si por el misterio del café, o porque comenzaba a parecerle que Tutankamon podría no estar tan senil. El anciano levantó una mano y el camarero asintió, sin necesidad de preguntar qué deseaba tomar.

—Aquest vell fotut, aquí on me veu, va lluitar en es «bando nacional» durant sa Guerra Civil7.

7Este viejo fastidiado, aquí donde me ve, luchó en el bando nacional durante la Guerra Civil.

Y entonces, empezó a contarle en su mallorquín cerrado una historia que al principio le costó descifrar, pero que, conforme avanzaba y comprendía la magnitud de lo que le estaba narrando, le fue dejando pasmado.

Ese anciano acartonado había formado parte de una de las milicias de los sublevados que aquel 18 de julio de 1936 se alzó en golpe de estado contra la Segunda República, y que lograron reconquistar Mallorca e Ibiza. Pocos días después del golpe, en el llamado Desembarco de Mallorca, la isla comenzó a ser bombardeada por parte del bando republicano, que trataba de hacerse de nuevo con su control. Ante la grave situación, un comité de las fuerzas nacionalistas decidió salvaguardar las obras de arte, documentación oficial y archivos históricos de Mallorca. Y aquí es donde Marcos agudizó los oídos: todo el material fue trasladado a la isla de Cabrera y almacenado en su castillo para evitar que fuese destruido en los bombardeos.

Los sublevados terminaron enviando solicitud de ayuda militar a la Italia de Mussolini, que intervino enviando a sus milicianos a Mallorca y convirtió la isla en una importante base aeronaval italiana, utilizándola como plataforma aérea de ataque a la España republicana. El llamado Conde Rossi llegó a la isla para capitanear a los milicianos italianos consiguiendo alistar a más de 3000 voluntarios que acabaron derrotando a las fuerzas republicanas, que se retiraron de la isla en pocas semanas.

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