Trece mil soldados de Napoleón abandonados a su suerte tras la victoria española en la batalla de Bailén en aquella isla inhóspita que por aquel entonces, en 1808, únicamente contaba con la edificación del castillo.
Una barca española llevaba cada cuatro días pan enmohecido y habas, pero sin apenas comida, sin agua y sin ningún lugar donde guarecerse, comenzaron a fallecer por decenas. Los prisioneros comían cardos guisados y otras hierbas que les provocaron perforaciones intestinales, bulbos venenosos que acabaron con algunos de ellos, e incluso caldos cocidos con ropas viejas que les provocaron graves infecciones. Pero la desesperación era tal que terminaron por ingerir restos humanos de los prisioneros fallecidos.
A pesar de todo, los prisioneros empezaron a organizarse. Formaron un Consejo que reglamentaba la distribución de los escasos alimentos, e iniciaron la construcción de cabañas y casas de las que al parecer aún se conservaban restos en la isla.
Pero el gobierno español terminó designando a un cura y después a un gobernador para poner orden en la isla, sometiendo a los prisioneros a trabajos forzados y ordenando ejecuciones para aquellos que quebrantasen las normas o intentasen huir. Y es que los robos, las agresiones y los intentos de huida de la isla estaban a la orden del día.
Aquella suerte de campo de concentración continuó albergando enfermedades, hambre, muertes e historias asombrosas hasta que en 1813, nada menos que cinco años después de su llegada a la isla, fueron por fin liberados. Para entonces, sólo uno de cada tres soldados que llegaron a la isla había sobrevivido.
Desde entonces había vivido cautivado por aquella historia, de la que deseaba conocer todos los detalles, para lograr reactivar su carrera en horas bajas. Al principio, se había trasladado a Mallorca pensando simplemente en pasar unos días, lejos de Barcelona y alejado, principalmente, del asunto que le atormentaba. Y aquella vieja casa de campo en la tranquila pedanía de Sa Indioteria que había heredado, pero en la que jamás había estado hasta entonces, parecía el lugar adecuado para aislarse del mundo.
Aquellos días se convirtieron en semanas, y, para cuando se dio cuenta, ya llevaba allí cinco meses.
Y así, aquella casa rodeada de huertas y aislada del mundo se había convertido para él en su particular fortín. Un refugio en el que convivía con sus atormentados recuerdos por lo que sucedió con Teresa y con su angustiosa espera por el inevitable momento en que recibiría aquella carta, que llegaría sine die.
Pero aquel refugio le había devuelto algo que había perdido desde que sucedieron los desagradables acontecimientos que le habían llevado hasta allí.
Había vuelto a encontrar la inspiración para escribir.
La revista para la que escribía, Erudit, le había dado un prudencial tiempo de excedencia después de que ocurriese todo. Pero, pasados tres meses, su editor había comenzado a insinuarle que debería volver al trabajo y comenzar a enviar alguno de aquellos relatos basados en historias reales que escribía semanalmente para la revista. Al principio, le costó volver a escribir, estaba tan aislado de la realidad que no encontraba ninguna historia que le inspirase. Pasaron varias angustiosas semanas, hasta que decidió que, si no era capaz de encontrar una historia real que le sirviese, se la inventaría. Y así, comenzó a escribir a todas horas. Historias inventadas y en ocasiones inverosímiles, pero al menos cumplía con su compromiso semanal con Erudit, aunque su editor sospechase que todo aquello que narraba nunca había sucedido en realidad.
Aun así, escribía día y noche, inventando sucesos y convirtiéndolos en relatos. De hecho, junto con los matutinos paseos por la huerta, era prácticamente lo único que hacía desde entonces. Así que, puntualmente cada semana, acudía a la oficina de correos de Palma para enviar sus prolíficos relatos con destino a Barcelona.
Pero esa mañana, había salido temprano de su casa y había cogido el autobús de la SALMA que le llevaba a Palma, rompiendo esa rutina que seguía cada día desde que se trasladó allí cinco meses atrás.
Desde que volvió de Cabrera, había indagado en registros, librerías, organismos públicos… pero toda información referente a aquel suceso parecía no haber existido nunca.
Hasta que había pensado en la Biblioteca de Palma, el lugar donde se le ocurrió que sin duda encontraría información acerca de aquella historia que podría terminar plasmando en el relato que relanzaría su carrera. Pasó el dedo por la retahíla de libros que aparecían como una cascada ante sus ojos repasando de nuevo sus títulos. Nada, allí tampoco había nada.
Se encaminó hacia la salida de la sala y carraspeó para que la bibliotecaria alzase su mirada del libro en el que se hallaba enfrascada.
—Disculpe, ¿tienen algún material sobre la isla de Cabrera? —le inquirió.
—Pasillo central a la derecha, letra ce —le dijo la huesuda bibliotecaria enterrando su cabeza de nuevo en las páginas de su libro.
Marcos carraspeó de nuevo. Ella volvió a levantar la cabeza, mirándole con impaciencia por encima de las gafas que hacían equilibrio en la punta de su nariz.
—Me refiero al capítulo histórico de los prisioneros franceses a principios del siglo XIX.
La bibliotecaria bajó de nuevo la mirada.
—Aquí no encontrará nada.
Él puso una mano sobre su mesa para llamar de nuevo su atención.
—¿Sería tan amable de indicarme dónde puedo encontrar algún tipo de documentación sobre este suceso? —le dijo lo más cordialmente que la irritación que le estaba provocando le permitía.
Ella movió la cabeza a un lado y a otro negando mientras musitaba un leve:
—Lo siento, no dispongo de esa información.
Marcos suspiró hastiado. Empezaba a resultar imposible encontrar algún registro que hiciese referencia a aquel suceso.
Salió de la biblioteca y comenzó a caminar sin rumbo por las sinuosas calles del casco antiguo. No era capaz de entender por qué nadie parecía querer hablar de aquel asunto, y ni siquiera hubiesen querido conservar documentación sobre un suceso tan trascendente.
Entonces, comenzó a tener una enorme sensación de pérdida. No porque no encontrase la información que andaba buscando, sino porque su búsqueda se había convertido en el único acontecimiento que le había devuelto por un momento las ganas de vivir. Y si aquello no podía ir adelante, sabía que de nuevo se hundiría en el pozo de indolencia en el que había estado sumido los últimos meses y, en realidad, durante gran parte de su vida.
Llegó a la plaza de Santa Eulàlia y un tumulto de gente tomando café en sus terrazas le hizo avergonzarse de sus incipientes lágrimas. Vio una estrecha callejuela que salía discretamente de la plaza y se dirigió a ella con premura para encontrar algo de intimidad donde poder verter su desdicha.
Y entonces, encontró algo.
Una vieja librería, bajo un letrero añejo que rezaba El Bazar del Libro. Se aproximó a su cristalera y lo que vio a través de ella inmediatamente le atrajo. Montañas de libros apilados unos sobre otros formando muros infranqueables, postales antiguas dispuestas desordenadamente por cualquier rincón, mapas, láminas prendidas por pinzas forrando las paredes, antiguos ejemplares de Paris Match, pósteres de películas en blanco y negro… Allí tenía que haber algún material sobre los franceses de Cabrera, aunque fuese por pura dejadez de los propios dueños.
Caminó por las viejas baldosas que conformaban un mosaico en cuadrados blancos y negros buscando a alguien que pudiese ayudarle. Avanzó por los laberintos que formaban los libros, adentrándose en una atmósfera casi irreal, conformada por el polvo, la penumbra y el inconfundible olor del papel de los libros antiguos.
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